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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong><strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>bujo de un rayo en una cándida acuarela. A su izquierda una tienda, a su derechaotra tienda, enfrente el muro de San Miguel Arcángel, la casona hace todo lo posiblepara pasar inadvertida, como si la avergonzasen su fea facha y su vetustez. No hacefalta, nadie se fija en ella. Se la saltean como a un terreno baldío. Si la miran, en seguidala olvidan. Acaso alguna pareja de novios, durante la noche, se acoge a su amparo,pero es para besarse, no para ocuparse de arquitectura. De modo que la casonaestá allí y es como si no estuviera; está allí por omisión, como si por una fisura entrelos dos edificios que la flanquean hubiese salido a la superficie una excrecencia, unescombro de la ciudad colonial, la que ahora yace sepulta bajo los rascacielos y lastorres. A la tienda de la derecha y a la tienda de la izquierda les bastaría aproximarseun poco más la una a la otra, y como una tenaza extirparían ese grano.La señorita Leonides, que marchaba raudamente por Suipacha, se quedó boquiabiertacuando la joven se detuvo frente a aquella reliquia. La vio extraer del bolsillode su abrigo una llave, abrir trabajosamente la puerta (cuyos llamadores la amedrentaroncomo dos perros que se hubieran puesto a ladrar) y luego hacerse a unlado para que ella entre. Pero la señorita Leonides no se decidía.—¿Quién hay, quién hay ahí dentro?— preguntó, mientras espiaba el interior dela casona, envuelto en vagas oscuridades.La joven sacudió repetidamente la cabezota.—Nadie, nadie— dijo, y la cara se le puso repentinamente sombría, y miró a laseñorita Leonides con angustia.Entonces, con el corazón palpitante, la señorita Leonides Arrufat penetró en lacasa de la calle Suipacha 78.Un olor a humedad, a encierro, a medicamentos, a podredumbre, y a muerte, unolor que era la suma y el producto de todos los malos olores de este mundo, fue loprimero que le salió al encuentro, arruinándole la emoción que experimentaba.Hubiera preferido retroceder. Hubiera querido, al menos, llevarse el pañuelo a la nariz.Pero la joven ya la había tomado de una mano y la arrastraba hacia el fondo deaquel abismo fétido.Atravesaron varias habitaciones en penumbra y atiborradas de muebles. Llegarona un estrecho vestíbulo, iluminado por la luz de tormenta que se filtraba a travésde una remota claraboya. Escalaron una negra escalera de madera, que rechinó y crujióbajo sus pies. Llegaron a otro vestíbulo aún más pequeño. Recorrieron un pasillo.Atravesaron una antecámara. Se detuvieron frente a una puerta. La muchacha abrióesa puerta y la señorita Leonides se encontró dentro de un lujoso dormitorio.En los primeros instantes no vio sino la formidable cama matrimonial, cubiertacon una colcha de raso blanco; el vasto ropero de tres cuerpos y espejo de luna; unabigarramiento de mesitas y poltronas, y allá, al fondo, la gran puerta ventana veladapor un store de macramé. Detrás del store distinguió la mañana, y en la mañana, lasilueta ocre de San Miguel, y esa imagen, entrevista desde una perspectiva para ellatan insólita, sin saber por qué la alarmó. Bruscamente todo le pareció tan absurdoque no supo cómo continuar.Dio unos pasos por la habitación. Sentía a sus espaldas los ojos de la joven. Laoía respirar entrecortadamente. Hasta se le antojaba percibir otra vez aquel estertor,aquel gemidito. Estaba azorada. La habían arrastrado, se había dejado arrastrar, hastaun escenario, y ahora esperaban que representase un papel. ¿Qué papel? Lo ignora-18

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