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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>19<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>ba. Y la joven, ahí, como un telón que se levanta, como un timbre que suena, comouna mano tendida.Buscando cómo colmar ese vacío embarazoso, la señorita Leonides hizo una cosade lo más cómica. Se puso a examinar con denodado interés las fotografías quedecoraban las paredes del dormitorio. Se miró con un hombre rubicundo y de grandesbigotes, con desvaídas señoras que ostentaban sombreros muy semejantes al suyo,otra vez con el hombre de los bigotes, con recién nacidos vestidos y desnudos,nuevamente con el hombre de los bigotes. De pronto tuvo un sobresalto. Una mujerque se le parecía extraordinariamente, que se le parecía vagamente, que tenía con ellaun admirable o, no sabía bien, un borroso parecido, la contemplaba desde una de lasfotografías. De pie a su lado, una niña idéntica a la joven de luto apoyaba la cabezaen el hombro de la sosías de Leonides Arrufat, y ambas, a través del objetivo de lacámara fotográfica, la miraban fijamente, con unos ojos cautelosos y pertinaces.La señorita Leonides estaba tan estupefacta que no pudo evitar volverse maquinalmenteen dirección de la joven. Esta, evidentemente, esperaba ese gesto. Y lo esperabacomo una fogosa invitación a dar rienda suelta, otra vez, a sus demostracionesde cariño. Porque, aproximándose a la carrera, se le colgó del brazo, acomodó la cabezasobre su hombro, copió fielmente la actitud de la niña de la fotografía y nuevamenterepitió aquella extraña palabreja:—Múa, múa, múa. . .Durante unos minutos las cuatro mujeres se estudiaron.“Evidentemente”, reflexionaba la señorita Leonides mirando a su doble, “evidentementeposee algunos de mis rasgos. Lástima ese peinado con la raya al medio.¡La hace tan anticuada!”.(¿Comprenden? Una mujer que parecía escapada de un álbum de fotografías delaño 1920 contemplaba la fotografía de una mujer que parecía escapada del año 1920 yla hallaba anticuada. Y está bien. Porque, de lo contrario, no habría en este mundo nijueces ni críticos).“En cambio”, seguía pensando la señorita Leonides, “la chica salió tal cual”.(Tal cual, menos el abotagamiento de la cara).“De modo que aquí está la clave”, dedujo la señorita Leonides. “Me ha tomadopor esa mujer, que seguramente es su madre y que seguramente acaba de morir. Vaya,así todo queda aclarado.”La vulgaridad de esa explicación la defraudó. Había esperado otra cosa, menosfácil, más enrevesada. Y ahora, ¿qué restaba por hacer? Decirle: “Hija mía, yo no soylo que usted imagina. Así que, por favor, déjeme ir”, e irse.Se libró del brazo de la joven, dio unos pasos oblicuos, unos pasos en varias direccionesal mismo tiempo, como quien busca una salida, y como quien no la encuentrase detuvo y apoyó una mano sobre un mueble. Inesperadamente se vio reflejadaen el espejo de luna. Una mezcla de miedo y de rabia la acometió. Y volviéndosehacia la joven prorrumpió en un torrente de palabras que no podía contener:—¿Y bien? ¿Y bien? ¿Qué esperas? ¿Qué quieres de mí? ¿No haces nada? ¿Nodices nada? ¿Te has vuelto muda?Se mordió los labios. ¿Por qué había hablado así? ¿Y de dónde sacaba esa vozáspera y dura, como si estuviese enfadada? Pero si no estaba enfadada. No, al contrario.Su estallido era, todo lo más, un pedido de socorro. Cuando no se encuentra lasalida, se grita y se da un puñetazo. Por otra parte, ¡se había visto tan ridícula en elespejo, tan desgarbada y grotesca entre los lujos del dormitorio! ¿Y ahora? Sin duda

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