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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>23<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>cho, se puso a mirarlo fijamente como si estuviera observando a una persona acostadaen él. En seguida sintió que dos manos de fuego se posaban sobre sus hombros ycomenzaban a desvestirla. Un minuto después flotaba en el seno de aquel vasto lechocomo en una agua limpia, braceaba entre sábanas de hilo bordado, hacía reposar lacabeza en una almohada de plumas, tibios cobertores la abrigaban como un finoedredón de arena. Y todavía una muchacha se inclinaba y la besaba en la frente yluego iba a encender un espléndido fuego.La señorita Leonides cerró los ojos, Lágrimas de felicidad se agolparon bajo suspárpados. Mil yemas heladas se le desentumecían en los hondores del espíritu y seabrían como corolas. Viejos mecanismos paralizados se desoxidaban, volvían a ponerseen movimiento, giraban. Se sentía navegar en el vórtice de mil corrientes encontradaspero todas igualmente deleitosas. Dios mío, por fin estaba a cubierto de lasoledad, de la pobreza, de las mujeres que se abrazan en los paseos públicos, de lashordas de muchachones y de Natividad González. Que nadie viniera a arrancarla deaquel paraíso. Que le permitiesen permanecer en él cuanto menos un día, siquieraunas horas. Y como reivindicándolo para sí, acariciaba con pies y manos el inmensolecho de una emperatriz.Ese primer día transcurrió rápidamente, despachado y como sableado por lassorpresas, las novedades, la constante tensión. De todos modos, la señorita Leonidesno lo pasó mal. La chica le preparó un almuerzo que multiplicaba por diez el desayuno;luego le sirvió una copita de una bebida fortísima, que le desolló la garganta yla hizo reír durante un buen rato (la joven, aunque no probó el licor, la acompañó enlas carcajadas); luego la señorita Leonides charló hasta por los codos, sin importárseleun bledo si la chica la escuchaba o no, porque ella hablaba para desengarabitarse lelengua, no para ser oída por una pobre loca; luego vino la tarde y la señorita Leonides,por no despreciar, engulló una copiosa merienda; luego la joven se sentó frenteal pupitre con libros (que resultó ser una especie de arcaico piano) y le arrancó unostintineos de cajita de música que emocionaron terriblemente a la señorita Leonides;luego todos los sonidos se apagaron, llegó la noche, la muchacha encendió una lámparaque pintó de rosa el dormitorio; luego la señorita Leonides quiso asomarse unmomentito al balcón y ver desde allí arriba cómo era Suipacha de noche; luego cenó;luego la joven leyó en voz alta (y haciendo ademanes) un poema en el que alguieninvocaba a cada rato a un tal Anabel Anabelí; luego, arrullada por aquella letanía, laseñorita Leonides se durmió.No comprendía cómo, si la ventana estaba siempre a su izquierda, ahora la veíaa la derecha. ¿Y qué diablos era ese reflejo rojizo que reverberaba como un carey en elsitio de la cómoda? Se incorporó bañada en sudor. Debieron pasar varios minutosantes que se diese cuenta de que no se encontraba en su casa, sino en la casa de lacalle Suipacha 78. La aventura que estaba viviendo se le antojó, de pronto, una disparatadapesadilla, un sueño que ahora, al despertarse, volvía a soñar. Sus manos tantearonen el aire. Dio con la lámpara y la encendió. Estaba sola. Una última brasa ardíaen la chimenea. El reloj marcaba las tres.Como una sonámbula se levantó y salió del dormitorio. Abajo brillaba, lejanísima,una luz. Entrevió la escalera, la descendió en medio de sordos rechinamientos,llegó al vestíbulo. Caminó con los ojos fijos en aquella luz remota. No era ella la quese movía, sino la luz la que avanzaba a su encuentro. Bajo las plantas de los pies sintióalfombras, pisos de madera, mosaicos. Un objeto puntiagudo la golpeó en la pantorrilla.Otro, tenue como una telaraña, le rozó la frente. La luz se aproximaba, se di-

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