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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>54<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>en la ceremonia era para que, en un de terminado momento, pasase de acólito a celebrantey oficiase el último acto ritual, aquel con el que la ceremonia culminaría.Comprendió que ese momento había llegado. Cecilia le había impuesto las manos, yella ya estaba consagrada para el rito atroz.Miró el rostro de Cecilia, caído sobre la almohada.Lo miraba con una especie de voracidad. Quería empaparse de ese rostro. Dibujárseloen el alma como un tatuaje en la piel. Ese rostro a cada minuto se volvía másbello. La muerte, despojándolo de su fatiga, gradualmente lo reavivaba. Hasta que,del todo despierto, resplandecía como una joya. Al igual que en las fábulas antiguas,la campesina se había metamorfoseado en princesa. Y la señorita Leonides cayó dehinojos.Después se puso de pie. Una calma glacial la invadía. Recordó.—Encarnación: Como a Belena.—Mercedes: Belena se enteró por los diarios.Primero apelaría a ese subterfugio. Y luego a otros, a muchos, a todos, hasta encontrarla.Fue a una empresa funeraria. Fue a la redacción de los diarios. Encargó que publicasenun aviso que dijera: “Cecilia Engelhard, q. e. p. d. Su familia participa su fallecimiento...Casa de duelo: Suipacha 78”.Los empleados de la funeraria prepararon la capilla ardiente en uno de los aposentosde la planta baja, colocaron a Cecilia en un ataúd negro, al niño en una cajitablanca, ubicaron cerca de la puerta de calle una urna de caoba, y huyeron de aquellatétrica mansión donde no se veía a nadie, salvo los dos muertos y una mujer que nolloraba pero delante de la cual, sin explicarse por qué, debieron bajar los ojos.Entonces la señorita Leonides fue a apostarse junto a una ventana y esperó.Afuera, en la tarde de carnaval, Suipacha dormitaba.Transcurrieron varias horas, lentas como días. Llegó la noche. En la Avenida deMayo se encendieron luces multicolores, estalló la música, el corso recomenzaba sualgarabía.Y la señorita Leonides, de pie junto a la ventana, seguía esperando. Sólo sus labiosse movían como si rezase. El resto de su cuerpo permanecía en un letargo decocodrilo. Pero desde el fondo de las órbitas, sus ojos filtraban una mirada de sílice.Esa mirada no veía los grupos de gentes que afluían hacia el corso. Esa mirada apuntaba,a través de la ciudad, a un solo sitio, ignorado y adivinado. Y esa mirada descubrióen seguida a la mujer que se detenía frente a la puerta.La mujer dudó un instante. Después entró. Vio la urna de caoba. Vio, más lejos,una puerta abierta, y el resplandor de los cirios. Se acercó a esa puerta y la franqueó.Vio los dos ataúdes. Se aproximó primero a uno, después a otro, se asomó a esosabismos y los miró como desde un parapeto. Parecía perpleja y levemente asustada.En ese momento oyó que alguien, a sus espaldas, la llamaba:—Belena.Se dio vuelta.Sus espléndidos ojos, de bordes firme mente diseñados, se dilataron de estupor.Iba a gritar, cuando sintió como si entre los pechos se le hubiera reventado una llaga,y un líquido ardiente y seroso le corriera por la piel, bajo el vestido. Un repentinosopor la poseyó. Quiso mover la cabeza, agitar un brazo, librarse de ese sueño absurdoque la vencía, pero no lo logró y cayó pesadamente, entre el alborozado parpadeode los pabilos.

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