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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong><strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>ra verás.Rompió violentamente el capullo de sábanas donde todos sus gusanos maduraban,y no una mariposa, sino una águila levantó vuelo. Y ya corría como una enajenadahacia el dormitorio vecino cuando, de golpe, se detuvo. Pues un recuerdo, unrecuerdo delgadísimo, apenas una astilla, una viruta, se había encendido entre lahojarasca de sus desaforados pensamientos y les había prendido fuego. La hoguerade la revelación la envolvió como a una mártir. ¡Ah, Leonides, Leonides Arrufat, tonta,mil veces tonta! ¿Qué estaba por hacer? Pero si la carta de Fabián no era reciente,una película de polvo la cubría como a todos los objetos de aquella habitación clausuradasin duda desde hacía varios meses. De modo que el idilio con Fabián tampocoera reciente, los encuentros de Fabián no eran de ahora, el lunes próximo era un lunesya pasado. Y la arpía no era ella, era otra.Pasó otra vez delante de Cecilia, se refugió nuevamente en su capullo, se sintióavergonzada y locamente feliz. Le parecía haber sorteado un grave peligro. Cerró losojos. Estiró los brazos. Bajo las sábanas, sus dedos tropezaron con los dos sobres dirigidosa Cecilia.—Querida —musitó con la voz gemebunda de un convaleciente—. Queridita.Y cuando Cecilia acudió a su lado, con un quejido de total rendición le entrególos sobres. Pero la muchacha ni siquiera los miró. Sus ojos licuosos estaban fijos en laencogida crisálida. La aborrecible sonrisa volvía a espejearle entre los labios.—Mamá —barboteó—, ¿quién es?... ¿quién es Fabián?La señorita Leonides se ruborizó y no supo qué responder.—Hijita —dijo aturdidamente, sin saber lo que decía, tanto como para salir delpaso—, hijita, tengo hambre.Cuando se quedó sola reflexionó.Quién es Fabián, quién es Fabián. En la carta la llamada “querida Cecilia”, la tuteaba,daba por sobreentendida una confianza, una intimidad, citas, encuentros,aquella conspiración del lunes. “Tuyo, Fabián”. Pero, al parecer, el tal Fabián habíasido expulsado de la memoria de Cecilia. Quizás el idilio habría tenido un final trágico,poblado de muertes, separaciones, suicidios. Y de ahí provenía la locura de la infelizmuchacha. La señorita Leonides se prometió, con el tiempo, averiguarlo. Ah, esosí: el lunes próximo estaría alerta. Porque, de todos modos, no se podía confiar demasiadoen esa equívoca joven. Resumiendo: ella se quedaba.33

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