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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una<br />

sesión gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo<br />

hermafrodita, absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la<br />

mañana, y de pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento<br />

antes de lo anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y habría<br />

más aún hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en busca de<br />

Dolly por la tarde, sólo había sido porque mi capricho insistía en que la<br />

misericordiosa noche cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero ahora<br />

preveía toda clase de equivocaciones y la posibilidad de que una demora le diera<br />

la oportunidad de hacer una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo, cuando a<br />

las nueve y treinta intenté emprender el viaje, me lo impidió una batería<br />

descargada y ya había pasado el mediodía cuando dejé Parkington.<br />

Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un<br />

bosquecillo de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba<br />

herraduras en melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en un<br />

cottage revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos la<br />

curiosa conmiseración de la directora del campamento, una mujer desaliñada y<br />

gastada, de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze, perdón, el señor<br />

Humbert hablar con los encargados del campamento? ¿O visitar las cabañas<br />

donde vivían las niñas, cada una dedicada a un personaje de Disney? ¿O visitar<br />

el Pabellón? ¿O debía ir Charlie en busca de la niña? Las jovencitas acababan de<br />

arreglar el comedor para un baile. (Quizá la mujer diría después a alguien: El<br />

pobre tipo parecía su propio espectro).<br />

Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores<br />

triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la cabeza,<br />

abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma impaciente,<br />

desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «... ¡y cinco!»;<br />

fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva, pinchada en la<br />

pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista del<br />

campamento; mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente señorita<br />

Holmes con un informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes de julio<br />

(«buena conducta; excelente para el remo y la natación»); un eco de árboles y<br />

pájaros; mi corazón palpitante... Yo estaba de espaldas a la puerta: sentí que la<br />

sangre me subía a la cabeza cuando oí detrás de mí su respiración, su voz. Llegó<br />

arrastrando y golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se quedó inmóvil,<br />

mirándome con ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios en una sonrisa<br />

algo tonta, pero maravillosamente cariñosa.<br />

Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro<br />

era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un mes:<br />

sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos inmaturos<br />

y rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy estrecho entre dos<br />

latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que todo cuanto debía<br />

hacer el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría, era dar a esa<br />

huerfanita descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux battus (y hasta en<br />

las sombras plomizas bajo los ojos había pecas) una educación firme, una<br />

adolescencia saludable y feliz, un hogar limpio, inobjetables amigas de su misma<br />

edad entre las cuales (si el destino se dignaba compensarme) podía encontrar,<br />

acaso, una bonita magdlein sólo para Herr Doktor Humbert. Pero en un abrir y<br />

cerrar de ojos, mi angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el<br />

tiempo se adelanta a nuestras fantasías!) y ella fue mi <strong>Lolita</strong>, de nuevo, en<br />

verdad, más <strong>Lolita</strong> mía que nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia<br />

cabeza castaña y tomé su equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante<br />

vestido con un dibujo de manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono<br />

pardo, hondamente dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes<br />

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