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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />
<strong>Lolita</strong><br />
Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte<br />
dramático, autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita<br />
Emperador (como podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa<br />
de persianas azules, a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear<br />
dos veces por semana. La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos<br />
una semana después de ese ensayo especial al que Lo no me había permitido<br />
asistir), sonó el teléfono de mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de<br />
Gustave, quiero decir de Gastón) y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría<br />
a su casa el martes próximo, pues había faltado el martes anterior y ese mismo<br />
día. Dije que no faltaría... y seguí jugando. Como supondrá el lector, mis<br />
facultades estaban embotadas y dos jugadas después, cuando correspondió<br />
mover a Gastón, comprendí a través de la bruma de mi angustia, que podía<br />
robarme la reina. También él lo advirtió, pero suponiendo que era una trampa de<br />
su astuto adversario, se detuvo un minuto, bufando, silbando, sacudiendo los<br />
carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas, e hizo movimientos irresolutos<br />
con sus dedos rechonchos, muñéndose por tomar esa jugosa reina y sin<br />
atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella (¿quién sabe si eso<br />
no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar una hora<br />
interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se marchó,<br />
muy satisfecho con su resultado (mon pauvre ami, je ne vous ai jamais revu, et<br />
quoiqu'il y ait bien peu de chance que vous ne voyez mon livre, permettez-moi<br />
de vous dire que je vous serre la main bien cordialement, et que toutes mes<br />
filletes vous saluent). Encontré a Dolores Haze sentada a la mesa de la cocina,<br />
consumiendo un prisma de pastel, fijos los ojos en su libreto. Esos ojos se<br />
alzaron para mirarme con una especie de vacuidad. Al enterarse de mi<br />
descubrimiento permaneció singularmente impávida y dijo d'un petit air<br />
faussement contrit que se sabía una niña muy mala, pero que había sido incapaz<br />
de resistirse al encanto y había empleado esas horas destinadas a la música –ah,<br />
lector mío– para ensayar en un parque público la escena de la selva mágica con<br />
Mona. Dije «muy bien» y me dirigí hacia el teléfono. La madre de Mona contestó:<br />
«Oh, sí, está en casa» y se apartó con una risa neutra de amabilidad materna<br />
para gritar fuera de escena «¡Te llama Roy!» y un instante después, Mona tomó<br />
el tubo y empezó a reñir a Roy con voz monótona, pero no sin ternura, por algo<br />
que él había dicho o hecho, y yo interrumpí, y Mona dijo en su más humilde<br />
registro de contralto «sí, señor», «sin duda, señor», «soy la única culpable de lo<br />
que ocurrió» (¡qué elocución, qué aplomo!), «de veras, no sabe cuánto lo siento»<br />
y todo el repertorio característico de esas pequeñas rameras.<br />
Bajé, pues, la escalera aclarándome la garganta y conteniendo los latidos<br />
de mi corazón. Lo estaba ahora en la sala, en su sillón favorito. Al verla así<br />
repantigada, mordisqueándose una uña, burlándose de mí con sus vaporosos<br />
ojos insensibles, y meciendo un banquillo sobre el cual había posado el talón de<br />
su pie descalzo, advertí de pronto con una especie de náusea cuánto había<br />
cambiado desde que la había conocido, dos años antes. ¿O el cambio había<br />
ocurrido en esas dos últimas semanas? ¿Tendresse? Sin duda, el mito había<br />
estallado. Allí estaba sentada, rígidamente, en el foco de mi ira incandescente.<br />
La bruma de mi deseo habíase diluido y no subsistía otra cosa que esa temible<br />
lucidez. ¡Oh, cuánto había cambiado! Su cutis era el de una vulgar adolescente<br />
desaliñada que se aplica cosméticos con dedos sucios en la cara sin lavar y no<br />
repara en el tejido infectado, en la epidermis pustulosa que se pone en contacto<br />
con su piel. Su lozanía suave y tierna había sido tan encantadora en días<br />
remotos, cuando yo solía hacer rodar por broma su cabeza despeinada sobre mi<br />
regazo... Un vulgar arrebol reemplazaba ahora aquella inocente fluorescencia, un<br />
resfriado había pintado de rojo llameante las aletas de su desdeñosa nariz. Como<br />
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