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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />
<strong>Lolita</strong><br />
Mil millas de un camino suave como seda separaban Kasbeam –donde, con<br />
gran candor de mi parte, el demonio rojo había aparecido por primera vez– de la<br />
fatal Elphinstone, a la cual habíamos llegado una semana antes del Día de la<br />
Independencia.<br />
El viaje nos había llevado casi todo junio, pues apenas habíamos andado<br />
más de ciento cincuenta millas por día. Pasábamos el resto del tiempo –hasta<br />
cinco días, en un caso– en diversos paraderos, todos ellos también dispuestos de<br />
antemano, sin duda. Ése, pues, era el trecho por el cual debía buscar el rastro<br />
del demonio; ésa fue la tarea a la cual me consagré después de varios días<br />
indescriptibles, durante los cuales fui y vine por los caminos infinitamente<br />
reiterados en la vecindad de Elphinstone.<br />
Imagíname, lector, con mi timidez, mi repudio de toda ostentación, mi<br />
sentido inherente del comme il faut; imagíname disfrazando el frenesí de mi<br />
dolor con una trémula sonrisa propiciatoria mientras urdía algún pretexto para<br />
echar una ojeada al registro del hotel. «Ah, es casi seguro que pasé por aquí una<br />
vez –decía–. Permítame usted ver los asientos de mediados de junio... no, creo<br />
que después de todo me equivoco... Qué hermoso nombre para una ciudad,<br />
Kawtagain. Muchas gracias». O: «Hay un cliente mío aquí... He perdido su<br />
dirección... ¿Puedo?...» De cuando en cuando, sobre todo si el encargado del<br />
lugar pertenecía a cierto sombrío tipo masculino, la inspección personal de los<br />
libros me era negada.<br />
Tengo aquí un memorándum: entre el 5 de julio y el 18 de noviembre,<br />
cuando volví a Beardsley por unos pocos días, registré, si no permanecí en ellos,<br />
trescientos cuarenta y dos hoteles, alojamientos y casas para turistas. Esa cifra<br />
incluye unos cuantos registros entre Chestnut y Beardsley, en uno de los cuales<br />
encontré una sombra del demonio («N. Petit Larousse, III»). Debía espaciar mis<br />
investigaciones con toda cautela para no atraer una atención indebida. Y por lo<br />
menos en cincuenta lugares me limité a preguntar en la administración... Pero<br />
ésas eran preguntas fútiles, y prefería echar una cierta base de verosimilitud y<br />
buena voluntad pagando un cuarto innecesario. Mi investigación demostró que<br />
de los trescientos o más libros revisados, veinte por lo menos me suministraron<br />
una clave: el demonio errabundo se había detenido con más frecuencia que<br />
nosotros o bien –era muy capaz de eso– había inventado registros adicionales<br />
para abastecerme bien de datos falsos. Sólo en un caso había residido en el<br />
mismo alojamiento de acoplados que nosotros, a pocos pasos de la almohada de<br />
<strong>Lolita</strong>. En algunos casos había tomado un cuarto en la misma manzana o en las<br />
cercanías. No pocas veces había esperado en algún punto intermedio entre dos<br />
lugares. Con qué nitidez recordaba a <strong>Lolita</strong>, justo antes de nuestra partida de<br />
Beardsley, echada en la alfombra de la sala, estudiando libros de viajes y mapas<br />
turísticos y marcándolos con su lápiz labial...<br />
Describí asimismo que el demonio había previsto mis investigaciones y<br />
había dejado seudónimos insultantes dirigidos a mí. En la administración del<br />
primer alojamiento que visité, el «Ponderosa», su anotación, entre otras doce<br />
evidentemente humanas, decía: «Dr. Gratiano Forbeson, Mirandola, N. Y.». Sus<br />
connotaciones de la comedia italiana no dejaron de impresionarme, desde luego.<br />
La dueña se dignó informarme que el caballero había permanecido en su<br />
alojamiento cinco días con un fuerte resfrío, que había dejado su automóvil en<br />
algún taller de reparaciones y que había partido el 4 de julio. Sí, una muchacha<br />
llamada Ann Lore había trabajado en otra época en el alojamiento, pero ahora<br />
estaba casada con un fiambrero y vivía en Cedar City. Una noche de luna me<br />
topé con Mary, de zapatos, como un autómata, pero logré humanizarla cayendo<br />
de rodillas y suplicándole que me ayudara. No sabía una sola palabra, me juró.<br />
¿Quién era ese Gratiano Forbeson? Pareció vacilar. Exhibí un billete de cien<br />
dólares. Lo alzó contra la luz de la luna. «Es su hermano», susurró al fin. Le<br />
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