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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

de un ómnibus repleto de colegialas con sus libros a cuestas. Pero durante casi<br />

tres semanas, mis patéticas maquinaciones se habían visto interrumpidas. El<br />

causante de tales interrupciones era, por lo común, la señora Haze (cuyo temor<br />

principal, como habrá observado el lector, no era tanto que yo gozara con Lo<br />

cuanto que Lo gozara conmigo). La pasión que sentía yo por esa nínfula –la<br />

primera nínfula en mi vida que por fin estaba al alcance de mis garras<br />

angustiadas, dolientes y tímidas– me habría llevado sin duda, de regreso al<br />

sanatorio, de no haber comprendido el Diablo que debía proporcionarme cierto<br />

alivio si quería jugar conmigo durante más tiempo.<br />

El lector habrá reparado, asimismo, en el curioso Espejismo del Lago.<br />

Habría sido lógico por parte del señor Arthur McFate (como podríamos llamar a<br />

ese diablo mío) procurarme cierto solaz en la playa prometida, en la presunta<br />

selva. En realidad, la promesa que había hecho la señora Haze se revelaba<br />

fraudulenta: no me había dicho que Mary Rose Hamilton (una pequeña belleza<br />

morena, por su parte) nos acompañaría, y que las dos nínfulas se lo pasarían<br />

cuchicheando aparte y divirtiéndose aparte, mientras la señora Haze y su<br />

apuesto huésped conversarían quietamente, semidesnudos, lejos de ojos que<br />

espiaran. Al fin, los ojos espiaron y las lenguas se agitaron. ¡Qué rara es la vida!<br />

Nos precipitamos para apartar los destinos que procurábamos entrelazar. Antes<br />

de mi llegada, mi huéspeda proyectaba que una vieja solterona, la señorita<br />

Phalen, cuya madre había sido cocinera en la familia Haze, se fuera a vivir en la<br />

casa con <strong>Lolita</strong> y conmigo, mientras la señora Haze buscaba algún empleo<br />

conveniente en la ciudad más cercana. La señora Haze había visto las cosas muy<br />

claramente: el anteojudo y encorvado Herr Humbert llegaría con sus baúles de<br />

Europa Central para juntar polvo en su rincón sobre un montón de libracos: la<br />

chicuela abominable estaría firmemente vigilada por la señorita Phalen (que ya<br />

había cobijado a mi Lo bajo su ala de gallina: Lo recordaba ese verano de 1944<br />

con un estremecimiento de indignación) y la propia señora Haze se emplearía<br />

como recepcionista en una ciudad elegante. Pero un suceso no del todo<br />

complicado se opuso a ese programa. La señorita Phalen se rompió una cadera<br />

en Savannah, Ga., el mismo día en que llegué a Ramsdale.<br />

El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como<br />

había pronosticado la oficina meteorológica. Cuando dejé la bandeja de mi<br />

desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la<br />

retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome<br />

silenciosamente en mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el<br />

descanso de la escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo<br />

inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija<br />

«tenía temperatura». La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el<br />

picnic. La fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la<br />

acompañaría a la iglesia. La madre dijo «muy bien» y se marchó.<br />

Yo había salido al descanso de la escalera inmediatamente después de<br />

afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores<br />

azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé<br />

el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y canturreando<br />

nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.<br />

Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero<br />

que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue<br />

cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha<br />

llamado (en una conversación privada) «simpatía imparcial». Empecemos, pues.<br />

Tengo ante mí una tarea difícil.<br />

Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo<br />

de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano,<br />

revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze –Dios lo<br />

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