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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

aterrorizado desvié mi mirada, que se deslizó mecánicamente por el lado interno<br />

de sus piernas desnudas, muy estiradas. ¡Qué pulidas y musculosas me<br />

parecieron! Sus ojos muy abiertos, grises como nubes y ligeramente inflamados,<br />

seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el pensamiento de que al cabo<br />

Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera posible denunciarme sin<br />

exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado. ¡Qué loco había sido!<br />

Todo en ella pertenecía al mismo orden exasperante e impenetrable, la tensión<br />

de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su calcetín blanco, el sweater<br />

grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto cerrado, su olor joven y sobre<br />

todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y sus labios recién pintados. El<br />

rojo había manchado los dientes delanteros y me asaltó un recuerdo horrible:<br />

una imagen que no era de Monique, sino de otra joven, siglos atrás, elegida por<br />

otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su sola juventud alejaba el<br />

riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía los mismos pómulos<br />

encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes dientes delanteros y un<br />

pedazo de roja cinta mugrienta en el pelo castaño.<br />

—Bueno, habla –dijo Lo–. ¿Te ha satisfecho la averiguación?<br />

—Oh, sí –dije–. Perfecta. Sí... Y no dudo que entre las dos inventasteis la<br />

cosa. En realidad, no dudo que le has dicho todo sobre nosotros.<br />

—Ah, ¿sí?...<br />

Dominé mi respiración y dije:<br />

—Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley,<br />

a encerrarte ya sabes dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a<br />

llevarte en el tiempo necesario para que hagas tu valija. Esto tiene que acabar, o<br />

sucederá cualquier cosa.<br />

—Sucederá cualquier cosa, ¿eh?...<br />

Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al<br />

suelo.<br />

—¡Eh, despacio! –gritó.<br />

—Ante todo, vete arriba –grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a<br />

levantarse.<br />

A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y<br />

ella dijo cosas que no pueden imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas<br />

monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un sonido diabólico. Dijo que yo<br />

había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que<br />

estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con<br />

el primer tipo que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a<br />

su cuarto y me mostraría todos sus escondrijos. Fue una escena estridente y<br />

odiosa. La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando subrepticiamente<br />

de encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la<br />

retuve con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi<br />

corazón!) y una o dos veces sacudió el brazo con tal violencia que temí romperle<br />

el puño. Mientras tanto, me miraba con esos ojos inolvidables en que luchaban la<br />

fría ira y las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla del<br />

teléfono, y cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.<br />

Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de<br />

la machina telephonica y su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida.<br />

La ventana de la derecha estaba abierta en la sala –felizmente, con el visillo<br />

corrido– y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de<br />

Nueva Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído<br />

que este tipo de solterona con mente obscena era el resultado de una cría<br />

considerablemente literaria en la ficción moderna; pero ahora sé que la mojigata<br />

y salaz señorita Derecha –o, para disipar su incógnito, la señorita Fenton<br />

Lebone– había asomado tres cuartas partes de su humanidad por la ventana de<br />

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