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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

estudio y cada diez o veinte minutos bajaba como un idiota, sólo por unos<br />

segundos, para tomar ostensiblemente mi pipa de la chimenea o buscar el diario.<br />

Con cada nueva visita esas simples acciones se hacían más difíciles y me<br />

recordaban los días tremendamente distantes en que juntaba fuerzas para entrar<br />

como por azar en un cuarto de la casa de Ramsdale donde se sonaba la pequeña<br />

Carmen.<br />

La reunión no fue un éxito. De las niñas invitadas, una faltó y uno de los<br />

jóvenes llevó a su primo Roy, de modo que sobraron dos muchachos, y los<br />

primos sabían todos los pasos, y los demás tipos apenas sabían bailar, y casi<br />

toda la reunión consistió en revolver la cocina y discutir incesantemente sobre<br />

juegos de naipes a elegir, y algo después dos niñas y cuatro muchachos se<br />

sentaron en el suelo y empezaron un juego con palabras que Opal no consiguió<br />

entender, mientras Mona y Roy, un mozo muy atractivo, bebían ginger ale en la<br />

cocina, sentados en la mesa y meciendo las piernas, trabados en acalorada<br />

discusión sobre la Predestinación y la Ley del Término Medio. Cuando todos se<br />

marcharon, mi Lo dijo uf, cerró los ojos y se echó en un sillón con sus cuatro<br />

miembros extendidos para expresar su profundo disgusto y cansancio, y juró que<br />

nunca había visto un conjunto de tipos más asquerosos. Esa observación le valió<br />

una raqueta de tenis nueva.<br />

Enero fue húmedo y tibio, y febrero engañó a las plantas: nadie en la<br />

ciudad había visto nunca semejante tiempo. Hubo más regalos. Para su<br />

cumpleaños le compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una<br />

gacela que ya he descrito, y añadí una Historia de la pintura norteamericana<br />

moderna. Lo en su bicicleta, quiero decir su manera de andar en ella, me<br />

proporcionó un placer supremo; pero mi intento de refinar su gusto pictórico<br />

resultó un fracaso. Lo quiso saber si el tipo que dormía la siesta en la parva de<br />

Doris Lee era el padre de la chiquilla seudo voluptuosa que figuraba en primer<br />

plano, y no pudo entender por qué decía yo que Grant Wood y Peter Hundo eran<br />

excelentes y Reginald March o Frederick Waugh espantosos.<br />

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Cuando la primavera pintó de amarillo, verde y rosa la calle Thayer, <strong>Lolita</strong><br />

estaba irrevocablemente atrapada por las tablas. La señorita Pratt, que alcancé a<br />

distinguir un domingo comiendo con algunas personas en Walton, me vio desde<br />

lejos y me aplaudió simpáticamente, discretamente, cuando Lo no miraba.<br />

Detesto el teatro como forma primitiva y pútrida, históricamente hablando. Una<br />

forma que deriva de los ritos de la edad de piedra y del desatino común, a pesar<br />

de esos aportes individuales de genios tales como la poesía isabelina, por<br />

ejemplo, que el lector de gabinete entresaca del montón. Como por entonces yo<br />

estaba demasiado ocupado con mis propias faenas literarias, no me tomé el<br />

trabajo de leer el texto completo de Los cazadores encantados, la obrilla en que<br />

Dolores Haze desempeñaba el papel de la hija de un granjero que se cree un<br />

hada del bosque, o Diana o cosa así, y que, dueña de un libro sobre hipnotismo,<br />

hace caer a unos cuantos cazadores perdidos en diversos trances curiosos, hasta<br />

que a su vez sucumbe al hechizo de un poeta vagabundo (Mona Dahl). Eso fue<br />

cuanto deduje por unas cuantas páginas arrugadas y mal escritas a máquina del<br />

libreto que Lo desparramaba por la casa entera. La coincidencia del nombre con<br />

el de un hotel inolvidable era agradable y triste a la vez: cansadamente pensé<br />

que era mejor no recordársela a mi encantadora, temeroso de que una ruda<br />

acusación de sensiblonería me hiriera aún más que su olvido.<br />

Imaginé que la obrilla sería otra versión, prácticamente anónima, de<br />

alguna leyenda trivial. Nada prohibía suponer, desde luego, que en busca de un<br />

nombre atractivo, el fundador del hotel había sido influido por la fantasía de su<br />

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