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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

Resolví que en Beardsley (sede de Bearsdsley College para mujeres)<br />

tendría acceso a obras de consulta que aún no había podido estudiar, como por<br />

ejemplo el tratado de Woerner Sobre la ley norteamericana de tutoría y algunas<br />

publicaciones de la Oficina de Publicaciones sobre Menores de los Estados<br />

Unidos. Resolví, asimismo, que cualquier cosa era mejor para Lo que la<br />

desmoralizadora vacuidad en que vivía. La lista dejaría perplejo a un educador<br />

profesional..., pero a pesar de todas mis persuasiones y escándalos, no podía<br />

hacerle leer otra cosa que historietas o relatos en revistas para mujeres<br />

norteamericanas. Cualquier tipo de literatura ligeramente superior «le olía a<br />

escuela», y aunque teóricamente estuviera dispuesta a disfrutar de las Noches<br />

árabes o de Mujercitas, estaba resuelta a no desperdiciar sus vacaciones con<br />

lecturas tan «superiores».<br />

Ahora creo que fue un gran error regresar al este y llevarla a esa escuela<br />

privada de Beardsley en vez de vagabundear por la costa mexicana mientras ese<br />

vagabundeo hacía posible ocultarnos un par de años en el placer subtropical,<br />

hasta poder casarme sin peligro con mi pequeña criolla. Pues he de confesar<br />

que, según la condición de mis glándulas y ganglios, en el transcurso de un<br />

mismo día podía pasar de un polo al otro: desde la idea de que hacia 1950<br />

debería librarme de una difícil adolescente sin restos de nínfula, hasta la idea de<br />

que con paciencia y suerte podía soñar en una <strong>Lolita</strong> Segunda que hacia 1960<br />

tendría ocho o nueve años, mientras yo estaría aún dans la forcé de l'âge. En<br />

verdad, el telescopio de mi mente era bastante poderoso como para distinguir en<br />

la lejanía del tiempo un vieillard encore vert, el extravagante, tierno doctor<br />

Humbert todavía vigoroso.<br />

En los días de ese frenético viaje nuestro, no dudaba de que como padre<br />

de <strong>Lolita</strong> Primera era un ridículo fracaso. Hice cuanto estuvo a mi alcance. Leí y<br />

releí un libro con el título inocentemente bíblico de Conoce a tu propia hija,<br />

comprado en la misma tienda donde compré para Lo, en su trigésimo<br />

cumpleaños, un volumen en edición de lujo, con ilustraciones comercialmente<br />

«hermosas» de La sirenita, de Andersen. Pero aun en nuestros mejores<br />

momentos, cuando nos sentábamos a leer en días lluviosos (los ojos de Lo<br />

viajaban desde la ventana hasta su reloj pulsera, y de nuevo hacia la ventana) o<br />

celebrábamos una comida tierna y apacible en algún lugar atestado, o<br />

jugábamos una infantil partida de naipes, o salíamos de compras, o mirábamos<br />

silenciosos, con otros conductores y sus niños, algún automóvil destrozado y<br />

manchado de sangre, con un zapato de mujer joven en su interior (Lo decía<br />

mientras reanudábamos la marcha: «Ése era exactamente el mocasín que quise<br />

describirle al empleado en aquella tienda»); en esas especiales ocasiones me<br />

juzgaba a mí mismo un padre tan poco plausible como ella lo era en cuanto hija.<br />

¿Acaso ese viaje culpable viciaba nuestras facultades de encarnar esos papeles?<br />

Un domicilio fijo, las actividades colegiales propias de una niña, ¿redundarían en<br />

provecho?<br />

Al elegir Beardsley me guié por el hecho de que había allí una escuela para<br />

niñas relativamente seria, pero también por la presencia del colegio para<br />

mujeres. En mi deseo de verme casé, de apegarme de algún modo a una<br />

superficie corriente con que se fundieran mis extravagancias, pensé en un<br />

hombre que conocía en el departamento de francés del Beardsley College. Era lo<br />

bastante amable como para utilizar mi libro de texto y alguna vez intentó que<br />

diera en ese establecimiento una conferencia. No tenía yo la menor intención de<br />

hacerlo, pues como ya he observado en estas confesiones, pocos físicos odio<br />

tanto como el de las terneras pesadas, espesas, de pelvis baja y cutis deplorable<br />

que asisten a las escuelas secundarias (en las cuales quizá vea el ataúd de tosca<br />

carne femenina en que se entierran vivas mis nínfulas). Pero yo anhelaba un<br />

nivel, un fondo, un simulacro y, como pronto ha de verse, había también otro<br />

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