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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

es, créaseme, uno de esos honrados relatos policiales donde todo cuanto debe<br />

hacer uno es prestar atención a las claves. Una vez leí una novela policial<br />

francesa donde las claves estaban en bastardilla. Pero no es así como procede<br />

McFate, aunque llegue uno a reconocer ciertas oscuras indicaciones.<br />

Por ejemplo: no podría jurar que no hubo por lo menos una ocasión, antes<br />

de cruzar el oeste medio o en los comienzos de esa travesía, en que Lo procuró<br />

obtener cierta información o ponerse en contacto con una persona o personas<br />

desconocidas. Habíamos parado en una estación de servicio, bajo el signo de<br />

Pegaso, y ella se deslizó del asiento y huyó a la parte posterior del edificio<br />

mientras la cubierta del motor levantada (bajo la cual me había inclinado para<br />

observar las manipulaciones del mecánico) me la ocultaron por un momento;<br />

inclinado a mostrarme indulgente, no hice más que sacudir mi benévola cabeza,<br />

aunque hablando con propiedad, esas visitas estaban prohibidas, ya que intuía<br />

que los baños –y también los teléfonos– eran por motivos indiscernibles los<br />

puntos donde mi destino podía precipitarse. Todos tenemos objetos fatales –un<br />

paisaje reiterado en unos casos, un número en otros–, cuidadosamente elegidos<br />

por los dioses para suscitar acontecimientos de especial significación: aquí debe<br />

tropezar John, allí debe sufrir Jane.<br />

Lo cierto es que mi automóvil estaba listo y lo retiré de los surtidores para<br />

que atendieran a un camión de auxilio, cuando el volumen cada vez más grande<br />

de su ausencia empezó a pesar sobre mí en esa ventosa opacidad. No era ésa la<br />

primera vez ni sería la última que miraba con tal desasosiego todas las<br />

trivialidades de las paradas que parecen casi sorprendidas, como campesinos<br />

boquiabiertos, de encontrarse en el campo de visión de un viejo detenido; ese<br />

techo de basura verde, esas llantas en venta, muy negras sobre la pared muy<br />

blanca, esas fulgurantes latas de aceite para motor, esa heladera roja con<br />

bebidas variadas, las cuatro, cinco, siete botellas vacías en el diagrama<br />

incompleto para palabras cruzadas de sus celdas de madera, esa cucaracha que<br />

caminaba pacientemente por el lado interior del vidrio de la oficina. Desde la<br />

puerta abierta llegaba la música de una radio y como su ritmo no armonizaba<br />

con la ondulación y el estremecimiento de las plantas animadas por el viento,<br />

tenía uno la impresión de presenciar una escena cinematográfica que vivía su<br />

propia vida, mientras el piano o el violín seguían una línea musical<br />

completamente ajena a la flor estremecida, la rama oscilante. El último sollozo<br />

de Charlotte vibraba en mí de manera incongruente, mientras <strong>Lolita</strong> vibraba<br />

desde una dirección totalmente inesperada con su vestido flameando contra el<br />

ritmo. Dijo que había encontrado ocupado el baño para damas y se había dirigido<br />

a la señal de la Concha, en la cuadra siguiente. Decían allí que estaban<br />

orgullosos de sus acogedoras instalaciones. Esas postales con franqueo pagado,<br />

decían, estaban a la espera de sus comentarios. Pero no hubo postales. No hubo<br />

comentarios.<br />

Ese mismo día o el siguiente, después de una marcha tediosa a través de<br />

tierras cultivadas, llegamos a un pueblo agradable y nos detuvimos en el<br />

alojamiento. «Los Castaños» –cabañas agradables, praderas verdes y húmedas,<br />

manzanos, un viejo columpio y un crepúsculo tremendo que mi niña agotada<br />

ignoró–. Había querido atravesar Kasbeam porque estaba sólo treinta millas al<br />

norte de su ciudad natal, pero a la mañana siguiente la encontré apática, sin<br />

deseos de volver a ver la acera donde había jugado cinco años antes. Por<br />

motivos obvios yo había puesto reparos a ese desvío, aunque ambos estábamos<br />

de acuerdo en no atraer la atención de ninguna manera, permaneciendo en el<br />

automóvil y sin hablar con antiguos amigos. Mi alivio ante el abandono del<br />

proyecto se vio enturbiado por la idea de que si Lo hubiera intuido mi total<br />

oposición a las posibilidades nostálgicas de Pisky, no habría cedido tan<br />

fácilmente. Cuando se lo dije con un suspiro, suspiró a su vez y se declaró<br />

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