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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />
<strong>Lolita</strong><br />
húmedos y sus calcetines blancos estaban más enlodados que nunca. Como de<br />
costumbre, apretaba sus libros contra el pecho mientras hablaba o escuchaba, y<br />
sus pies hacían ademanes incesantes: apoyaba el pulgar del pie derecho sobre el<br />
empeine del izquierdo, lo deslizaba hacia atrás, cruzaba los pies, se mecía<br />
ligeramente, daba unos pasitos, y recomenzaba toda la serie. Y estaba<br />
Windbreaker, el que le habló frente a un restaurante, la tarde de un domingo,<br />
mientras su madre y su hermana procuraban distraerme con su charla. Yo me<br />
arrastré, volviéndome para mirar a mi único amor.<br />
Lo había desarrollado más de una afectación convencional, como, por<br />
ejemplo, la fórmula adolescente para llamar la atención, que consiste en<br />
«doblarse» literalmente de risa, inclinando la cabeza para después (cuando oía<br />
mi llamada), aún fingiendo una alegría incontenible, caminar hacia atrás unos<br />
pasos, volverse y dirigirse hacia mí con una sonrisa desvaída. Por otro lado, yo<br />
me mostraba en extremo complacido –tal vez porque me recordaba su primera e<br />
inolvidable confesión– por la socarronería con que suspiraba: «¡Oh, Dios mío!»,<br />
en jocoso sometimiento al destino, o con que emitía un largo «nooo...», con voz<br />
muy profunda, casi un gruñido, cuando la flecha del destino la alcanzaba. Sobre<br />
todo –puesto que hablamos de movimiento y juventud– me gustaba verla<br />
pedalear por la calle Thayer en su hermosa y joven bicicleta, se paraba sobre los<br />
pedales para trabajar con ellos vigorosamente, después volvía a sentarse en una<br />
actitud lánguida cuando la velocidad alcanzada era suficiente. Después se<br />
detenía en nuestro buzón y, aún en la máquina, tomaba una revista que se<br />
encontraba en él, la dejaba, se pasaba la lengua por un lado del labio superior,<br />
empujaba nuevamente el pedal y partía otra vez entre el sol y la pálida sombra.<br />
En general, <strong>Lolita</strong> me pareció más adaptada al nuevo ambiente que cuanto<br />
yo esperaba, considerando el genio de esa niña-esclava mimada y su conducta<br />
durante el invierno anterior, en California. Aunque nunca podía habituarme al<br />
estado constante de ansiedad en que viven los culpables, los grandes, los tiernos<br />
de corazón, intuía que mi representación era inobjetable. Cuando yacía en la<br />
estrecha cama de mi estudio, después de una sesión de adoración y angustia en<br />
el frío dormitorio de <strong>Lolita</strong>, solía rememorar el día terminado, examinando mi<br />
propia imagen cuando rondaba, más que pasaba, ante el ojo ardiente de mi<br />
cerebro. Observaba al doctor Humbert, moreno y atractivo, no sin algo céltico,<br />
clerical, muy clerical sin duda, que despedía a su hija rumbo a la escuela. Lo<br />
observaba saludar con su lenta sonrisa y sus cejas oscuras, espesas,<br />
agradablemente arqueadas, a la buena señora Holigan, que olía horriblemente (y<br />
echaría mano, yo lo sabía, del gin de su amo en la primera oportunidad). Junto<br />
con el señor Izquierdo, verdugo retirado o escritor de opúsculos religiosos –¿qué<br />
importancia tiene?–, veía al vecino Fulano (creo que ambos son franceses o<br />
suizos), meditando en su estudio de amplias ventanas sobre la máquina de<br />
escribir, muy delgada su silueta y con un mechón casi hitleriano sobre la pálida<br />
frente. Los sábados, con un abrigo de excelente corte y guantes pardos, veía al<br />
profesor H. con su hija dirigiéndose a la confitería Walton, lugar famoso por sus<br />
conejillos de porcelana con cintas violetas y sus cajas de chocolates, entre los<br />
cuales se sienta uno y espera una «mesa para dos» aún cubierta con las migajas<br />
de los predecesores. En los días de semana, alrededor de las trece, lo veía<br />
saludar dignamente a la señorita Derecha –de-ojos-de-Argo–, mientras<br />
maniobraba para sacar el automóvil del garage sin pisar las malditas<br />
siemprevivas y partir por la calle resbaladiza. Y en la sofocante biblioteca del<br />
Beardsley College, lo veía pasear la mirada desde un libro al reloj, entre<br />
corpulentas muchachas atrapadas y petrificadas por el diluvio del saber humano.<br />
Y lo veía caminar a través del patio del colegio, junto al Rvdo. Rigger (que<br />
también enseñaba la Biblia en la escuela secundaria). «Alguien me ha dicho que<br />
su madre era una celebrada actriz, muerta en un accidente aéreo... ¿Ah?... Error<br />
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