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edgar-cuentos

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estas horas se selló su destino. Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo<br />

que pasó después es sólo materia de conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al final<br />

de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a<br />

lápiz, informándolo de que un caballero «más bien mal vestido» necesitaba urgentemente<br />

su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acababa de reconocer a Edgar Poe en un<br />

borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore.<br />

Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres<br />

diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que<br />

exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y<br />

abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo. La descripción que<br />

más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su<br />

particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones. El resto de sus fuerzas<br />

(vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en<br />

luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el<br />

explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que<br />

misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar<br />

parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el<br />

último instante de la novela. Ni «Muddie», ni Annie, ni Elmira estuvieron junto a él, pues<br />

lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna<br />

esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: «No quiero decir eso. Quiero<br />

saber si hay esperanza para un miserable como yo.» Murió a las tres de la madrugada del 7<br />

de octubre de 1849. «Que Dios ayude a mi pobre alma», fueron sus últimas palabras. Más<br />

tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida,<br />

y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a<br />

las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.

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