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edgar-cuentos

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—¡Querida, querida Eugènie! —dije—. ¿Qué dice usted? Tiene usted unos años más<br />

que yo. Y ¿qué importa eso? Las costumbres del mundo son otras tantas locuras<br />

convencionales. Para aquellos que se aman como nosotros, ¿qué diferencia hay entre un<br />

año y una hora? Dice usted que tengo veintidós años; de acuerdo, y hasta le diría que puede<br />

considerar que tengo veintitrés. En cuanto a usted, queridísima Eugènie, apenas puede tener<br />

usted... apenas puede tener unos… unos...<br />

Detúveme un instante esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme<br />

su edad. Pero una francesa rara vez se expresa directamente, y en vez de responder a una<br />

pregunta embarazosa usa siempre alguna forma que le es propia. En este caso, Eugènie, que<br />

parecía estar buscando algo que llevaba guardado en el seno, dejó caer una miniatura que<br />

recogí inmediatamente y le presenté.<br />

—¡Guárdela! —me dijo con una de sus más adorables sonrisas—. Guárdela como mía,<br />

como de alguien a quien representa de manera demasiado halagadora. Por lo demás, en el<br />

reverso de esta miniatura hallará usted la información que desea. Está oscureciendo, pero<br />

podrá examinarla en detalle mañana por la mañana. Ahora me escoltará usted hasta casa.<br />

Mis amigos se disponen a celebrar allí una pequeña levée musical. Me atrevo a decirle que<br />

escuchará cantar muy bien. Y como los franceses no somos tan puntillosos como ustedes<br />

los norteamericanos, no tendré dificultad en presentarlo como a un antiguo conocido.<br />

Y, con esto, se apoyó en mi brazo y volvimos a su casa. La mansión era muy hermosa y<br />

descuento que estaba finamente amueblada. No puedo pronunciarme sobre este último<br />

detalle, pues había anochecido cuando llegamos y en las casas más distinguidas de<br />

Norteamérica las luces se encienden raras veces a esa hora, la más placentera de la estación<br />

estival. Pero más tarde encendióse una sola lámpara con pantalla en el salón principal y<br />

pude ver que la estancia hallábase dispuesta con insólito buen gusto y hasta esplendor; las<br />

dos salas siguientes, donde había también grupos de invitados, permanecieron durante toda<br />

la velada en una agradable penumbra. He ahí una costumbre llena de encanto, pues da a los<br />

asistentes la elección entre la luz y la sombra, y que nuestros amigos de ultramar harían<br />

muy bien en seguir.<br />

Aquella noche fue la más deliciosa de mi vida. Madame Lalande no había exagerado al<br />

aludir a la capacidad musical de sus amigos. El canto que escuché en esa ocasión me<br />

pareció superior al de cualquier otro círculo privado que hubiese escuchado anteriormente<br />

fuera de los de Viena. Los instrumentistas eran muchos y de gran talento. En cuanto a las<br />

cantantes —pues predominaban las damas—, revelaban un alto nivel artístico. Hacia el<br />

final, insistentemente solicitada por los auditores, Madame Lalande se levantó sin<br />

afectación y sin hacerse rogar de la chaise longue donde había estado sentada a mi lado, y<br />

en compañía de uno o dos caballeros y de su amiga de la ópera encaminóse hacia el piano<br />

situado en el salón. Hubiera querido acompañarla, pero comprendí que, dada la forma en<br />

que había sido presentado, convenía que me quedara discretamente en mi lugar. Me vi,<br />

pues, privado del placer de verla cantar, aunque no de escucharla.<br />

La impresión que produjo en los presentes puede calificarse de eléctrica, pero en mí su<br />

efecto fue todavía más grande. No sé cómo describirlo. Nacía en parte del sentimiento<br />

amoroso que me poseía, pero, sobre todo, de la extraordinaria sensibilidad de la cantante. El<br />

arte es incapaz de comunicar a un aria o a un recitativo una expresión más apasionada de la<br />

que ella les infundía. Su versión de la romanza de Otello, el tono con que pronunció las<br />

palabras «Sul mio sasso», en Los Capuletos, resuena todavía en mi memoria. Su registro<br />

bajo era sencillamente milagroso. Su voz abarcaba tres octavas completas, extendiéndose<br />

desde el re de contralto hasta el re de soprano ligera; aunque suficientemente poderosa

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