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edgar-cuentos

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—¡Un ángel sobre la tierra! —pronunció el tercero.<br />

Miré y vi un carruaje abierto que se nos acercaba lentamente y en el cual hallábase<br />

sentada la encantadora visión de la ópera, acompañada por la dama más joven que había<br />

compartido su palco.<br />

—Su compañera es igualmente interesante —dijo el amigo que había hablado primero.<br />

—Ya lo creo, y me parece asombroso —dijo el segundo—. Tiene todavía un aire de lo<br />

más lozano. Claro que el arte hace maravillas... Palabra, se la ve mejor que hace cinco años<br />

en París. Todavía es una hermosa mujer. ¿No le parece, Froissart... quiero decir, Simpson?<br />

—¡Todavía! —exclamé—. Y ¿por qué no habría de ser una hermosa mujer? Pero,<br />

comparada con su amiga, es como una bujía frente a la estrella vespertina... como una<br />

luciérnaga al lado de Antar.<br />

—¡Ja, ja, ja! ¡Vamos, Simpson, vaya estupenda manera que tiene de hacer<br />

descubrimientos... por lo menos originales!<br />

Y nos separamos, mientras uno del trío empezaba a canturrear un alegre vaudeville, del<br />

cual sólo pode oír las palabras<br />

Ninon, Ninon, Ninon à bas<br />

À bas Ninon de l’Enclos!<br />

En el curso de esta escena había ocurrido algo que sirvió para consolarme muchísimo,<br />

alimentando aún más la pasión que me consumía. Cuando el carruaje de Madame de<br />

Lalande pasó junto a nuestro grupo, observé que me reconocía y, lo que es más, que me<br />

llenaba de felicidad al concederme la más seráfica de las sonrisas sobre cuyo sentido no<br />

podía caber la más pequeña duda.<br />

Por lo que se refiere a la presentación, me vi precisado a abandonar toda esperanza<br />

hasta que a Talbot se le ocurriera regresar de la campaña. Entretanto, frecuenté asiduamente<br />

todos los lugares de diversión distinguidos y, por fin, en el mismo teatro donde la viera por<br />

primera vez tuve la suprema dicha de encontrarla nuevamente y de cambiar con ella mis<br />

miradas. Pero esto sólo ocurrió después de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había<br />

preguntado por Talbot, y diariamente me había estremecido de rabia ante el eterno «No ha<br />

regresado todavía» de su lacayo.<br />

Aquella noche, pues, me sentía al borde de la locura. Me habían dicho que Madame<br />

Lalande era francesa y que acababa de llegar de París. ¿No podría ocurrir que regresara<br />

bruscamente a su patria? ¿Y si partía antes del regreso de Talbot? ¿No la perdería para<br />

siempre? La sola idea me resultaba insoportable. Y, puesto que mi felicidad futura estaba<br />

en juego, me decidí a proceder virilmente. En una palabra: terminada la representación<br />

seguí a la dama hasta su residencia, tomé nota de la dirección y a la mañana siguiente le<br />

envié una larga y detallada carta donde volcaba plenamente los sentimientos de mi corazón.<br />

Hablé en ella audaz y libremente... en una palabra, lleno de pasión. No oculté nada, ni<br />

siquiera mis defectos. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro, y<br />

mencioné las miradas que se habían cruzado entre nosotros. Llegué al extremo de decirle<br />

que me sentía seguro de su amor, a la vez que le ofrecía esta seguridad y mi propia e<br />

intensa devoción como doble excusa por mi imperdonable conducta. Como tercer<br />

argumento, aludí a mis temores de que pudiera marcharse de la ciudad antes de haber<br />

tenido la ocasión de serle formalmente presentado. Y terminé aquella epístola, la más<br />

exaltada y entusiasta que se haya escrito nunca, con una franca declaración de mi estado<br />

social y mi fortuna, a la vez que le ofrecía mi corazón y mi mano.

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