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edgar-cuentos

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ápida y desagradablemente en mi pensamiento. Pero me esperaba una tranquilidad tan<br />

grande como instantánea al ver que la dama se limitaba a alcanzar un programa al caballero<br />

sin decirle palabra; el lector podrá empero hacerse una vaga idea de mi estupefacción, de<br />

mi profundo asombro, del delirante trastorno de mi corazón y de mi alma cuando, después<br />

de haber mirado furtivamente en torno, Madame Lalande posó de lleno sus ojos en los<br />

míos, y luego, con una débil sonrisa que dejaba ver sus brillantes dientes como perlas, me<br />

hizo dos inclinaciones de cabeza tan inequívocas como afirmativas...<br />

Sería inútil que me extendiera sobre mi alegría, mi transporte, el ilimitable éxtasis de<br />

mi corazón. Si algún hombre se volvió loco por exceso de felicidad, ése fui yo en aquel<br />

momento. Amaba. Era mi primer amor y lo sentía así. Era un amor supremo, indescriptible.<br />

Era «amor a primera vista», y también a primera vista había sido apreciado y<br />

correspondido.<br />

¡Sí, correspondido! ¿Cómo y por qué había de dudarlo? ¿Qué otra explicación podía<br />

dar de semejante conducta por parte de una mujer tan hermosa, tan acaudalada, tan llena de<br />

cualidades y altísimos méritos, de posición social tan encumbrada y en todo sentido, tan<br />

respetable como indudablemente lo era Madame Lalande? ¡Sí, me amaba... correspondía al<br />

entusiasmo de mi amor con un entusiasmo tan ciego, tan firme, tan desinteresado, tan lleno<br />

de abandono, tan ilimitado como el mío!<br />

Aquellas deliciosas fantasías se vieron interrumpidas por la caída del telón. Levantóse<br />

el público y sobrevino la confusión de costumbre. Apartándome de Talbot, me esforcé<br />

desesperadamente por acercarme a Madame Lalande. Pero como la multitud no me lo<br />

permitiera, renuncié a mi propósito y volví a casa, consolándome por no haber podido rozar<br />

siquiera el borde de su manto, al pensar que Talbot me presentaría a ella al día siguiente.<br />

Llegó, por fin, la mañana; vale decir que por fin amaneció después de una larga y<br />

fatigosa noche de impaciencia. Las horas se arrastraron, lúgubres e innumerables caracoles,<br />

hasta la una. Pero está dicho que aun Estambul tendrá su fin, y la hora llegó. Oyóse la<br />

campanada de la una. Con su último eco me presenté en B... y pregunté por Talbot.<br />

—Está ausente —me respondió el lacayo, que era precisamente el de mi amigo.<br />

—¡Ausente! —exclamé, retrocediendo varios pasos—. Permítame decirle, amiguito,<br />

que eso es completamente imposible. Mr. Talbot no está ausente. ¿Qué quiere usted<br />

hacerme creer?<br />

—Nada, señor... salvo que Mr. Talbot está ausente. Se fue a S... apenas terminó de<br />

desayunar, y dejó dicho que no volvería hasta dentro de una semana.<br />

Me quedé petrificado de horror y rabia. Quise replicar, pero la lengua no me obedecía.<br />

Por fin, me alejé, lívido de cólera, mientras en mi interior enviaba a toda la familia Talbot a<br />

las regiones más recónditas del Erebo. No cabía duda de que mi amable amigo, il fanatico,<br />

habíase olvidado de su cita conmigo y que la había olvidado en el momento mismo de<br />

fijarla. Jamás había sido hombre de palabra. Imposible remediarlo, y, por tanto, ahogando<br />

lo mejor posible mi resentimiento, remonté malhumorado la calle, haciéndole fútiles<br />

averiguaciones sobre Madame Lalande a cuanto amigo encontraba en mi camino. Descubrí<br />

que todos habían oído hablar de ella, pero como sólo llevaba algunas semanas en la ciudad,<br />

pocos podían jactarse de conocerla personalmente. Estos pocos carecían de familiaridad<br />

suficiente para creerse autorizados a presentarme en el curso de una visita matinal.<br />

Mientras, lleno de desesperación, hablaba con un trío de amigos sobre el único tema<br />

que absorbía mi corazón, ocurrió que el tema mismo pasó cerca de nosotros.<br />

—¡Allí está, por mi vida! —exclamó uno de ellos.<br />

—¡Extraordinariamente hermosa! —dijo el segundo.

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