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edgar-cuentos

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Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque<br />

quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y<br />

Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,<br />

y así procede él con lo suyo.<br />

Ingenio.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África.<br />

Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de<br />

prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco<br />

menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.<br />

«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca<br />

tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más<br />

que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como<br />

una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de<br />

la antigua Baia.<br />

Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos<br />

le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo<br />

gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había<br />

obtenido mediante un timo sin originalidad.<br />

Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en<br />

jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara.<br />

Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos<br />

tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.<br />

Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita<br />

socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado,<br />

cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento<br />

privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la<br />

cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis.<br />

Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.<br />

El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador<br />

fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota.<br />

Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los<br />

cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos<br />

timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.<br />

He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente<br />

varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la<br />

puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá<br />

que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer<br />

de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura<br />

a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que<br />

el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones<br />

y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La<br />

dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya<br />

hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo<br />

recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.<br />

Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las<br />

facilidades para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y

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