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edgar-cuentos

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a lo cual había en ella algo que me decepcionó, sin que me fuera posible decir exactamente<br />

de qué se trataba. He dicho «decepcionó», pero la palabra no hace al caso. Mis sentimientos<br />

se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Asumieron un tono en el que había menos<br />

transporte y más entusiasmo sereno, un entusiasmo reposado. Quizá ese sentimiento nació<br />

del aire matronil, como de Madonna, que reinaba en aquel semblante, pero al mismo<br />

tiempo comprendí que no procedía enteramente de ello. Había otra cosa, un misterio que no<br />

alcanzaba a develar, cierta expresión del rostro que me perturbaba a la vez que acrecía<br />

intensamente mi interés. En suma, me hallaba en ese estado mental que predispone a un<br />

hombre joven y susceptible a cometer cualquier extravagancia. De haber visto sola a la<br />

dama hubiera entrado resueltamente en su palco para hablarle; pero, afortunadamente, la<br />

acompañaban dos personas: un caballero y una mujer extraordinariamente hermosa, que<br />

parecía varios años menor que ella.<br />

Di vueltas en mi imaginación a mil planes que me permitieran ser presentado a la<br />

dama, o que, por lo menos, me permitieran apreciar más de cerca su hermosura. De haber<br />

podido hubiese buscado un asiento cercano al palco, pero el teatro estaba repleto; para<br />

colmo, los despiadados decretos de la moda habían prohibido imperiosamente el uso de<br />

gemelos y me hallaba desprovisto de un instrumento que tanto me hubiese ayudado.<br />

Por fin me decidí a apelar a mi compañero.<br />

—Talbot —dije—, sé que usted tiene unos gemelos. Préstemelos.<br />

—¡Unos gemelos! ¡Vamos! ¿Y para qué querría yo unos gemelos? —respondió,<br />

volviéndose impaciente hacia el escenario.<br />

—Pero, Talbot —insistí, tocándole el hombro—, escúcheme al menos, por favor... ¿Ve<br />

ese palco? ¡Allí... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa?<br />

—No cabe duda de que es muy hermosa —dijo él.<br />

—¿Quién puede ser?<br />

—¡Vamos! ¿Va usted a decirme que no lo sabe? «No reconocerla significa que usted<br />

mismo es desconocido...» Es la celebrada Madame Lalande, la belleza de la temporada por<br />

excelencia, el tema de conversación de toda la ciudad. Inmensamente rica, además... viuda,<br />

y un magnífico partido... Acaba de llegar de París.<br />

—¿La conoce usted?<br />

—Sí, he tenido ese honor.<br />

—¿Me presentará a ella?<br />

—Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo?<br />

—Mañana, a la una, nos encontraremos en B...<br />

—Perfectamente. Y ahora cállese, si le es posible.<br />

Me vi precisado a obedecer, pues Talbot se mantuvo obstinadamente sordo a mis<br />

restantes preguntas o pedidos, ocupándose exclusivamente de lo que ocurría en el escenario<br />

hasta el fin de la velada.<br />

Entretanto guardaba yo mis ojos fijos sobre Madame Lalande, y por fin tuve la buena<br />

suerte de contemplar de frente su rostro. Era exquisitamente hermoso como mi corazón me<br />

lo había anunciado aun antes de que Talbot me lo confirmara; empero, ese algo ininteligible<br />

continuaba perturbándome. Concluí finalmente que lo que me afectaba era cierto aire de<br />

gravedad, de tristeza o, más exactamente, de cansancio, que robaba algo de juventud y<br />

frescura a aquel rostro, dándole en cambio una seráfica ternura y majestad, y multiplicando<br />

así diez veces su interés para un temperamento tan romántico y entusiasta como el mío.<br />

Mientras satisfacía mis ojos descubrí con profunda conmoción que la dama acababa de<br />

advertir la intensidad de mi mirada y que se había sobresaltado levemente. Pero me sentía

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