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La sirena varada: Año 1, Anual

El especial del primer año de La sirena varada: Revista literaria

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Rodeado de casuchas que tejen<br />

redes de vecindades laberínticas,<br />

con familias que lo único que tienen<br />

en abundancia es su miseria, se<br />

encuentra el templo de San Joaquín.<br />

Santuario que alberga un seminario y<br />

es cabecera de un panteón. Su interior<br />

es frío porque tiene mucha piedra en su<br />

construcción. Aun así, su silencio, sus<br />

altares, sus santos y sus vírgenes crean<br />

un ambiente sacro.<br />

En una de sus bancas de madera<br />

bien barnizada está sentado, con recogimiento,<br />

el padre Salvador. El padre<br />

Chava, como lo conocen sus feligreses.<br />

Joven, de corazón sencillo.<br />

Tiene la cabeza cubierta con el capuchón<br />

del hábito café de los Carmelitas<br />

Descalzos. No se sabe si está despierto<br />

o dormido, no se le ve el rostro. Permanece<br />

tan quieto que parece otro más<br />

de los iconos del templo. Ni la misma<br />

presencia que tiene a su lado lo saca de<br />

su misticismo.<br />

El hombre que está a su lado, permanece<br />

de pie. Ninguno de los dos se<br />

atreve a decir algo. El hombre de pie<br />

es un señor de entre cincuenta y sesenta<br />

años. Su rostro tiene rasgos inconfundibles<br />

del sufrimiento del alma.<br />

<strong>La</strong> inclinación de su espalda no es por<br />

la edad, es por su derrota. Sufre de alcoholismo,<br />

enfermedad que llevó a la<br />

tumba a su primera esposa y lo ha alejado<br />

de la segunda, una mujer joven de<br />

treinta y dos años.<br />

Sólo ellos dos están en el santo<br />

recinto.<br />

—Necesito de confesión —por fin se<br />

atreve a romper el silencio el hombre<br />

de pie.<br />

El sacerdote no se mueve, pareciera<br />

que no escucha.<br />

—Quiero confesarme —repite el hombre.<br />

El clérigo sigue sin moverse. El hombre<br />

ya no habla, agacha la cabeza haciendo<br />

más trágica su derrota.<br />

—No hay sacerdotes para confesarte —finalmente<br />

pronuncia el fraile con voz profunda.<br />

—¡No quiero otro sacerdote! ¡Quiero<br />

que tú me confieses! —contesta el feligrés,<br />

ahogando la exclamación.<br />

Otra vez el silencio. El hombre que<br />

desea la confesión se cubre el rostro<br />

con las manos en señal de desesperación<br />

y se deja caer de hinojos. El tiempo<br />

pasa y el silencio es flagelante.<br />

—Yo no te puedo confesar.<br />

—¿Por qué? ¿Acaso tú no eres<br />

sacerdote?<br />

—No te puedo confesar porque eres<br />

mi padre.<br />

—¡Por eso mismo, es necesario que<br />

seas tú quien escuche mi confesión!<br />

—Yo no puedo confesarte, no puedo<br />

oír tus pecados porque eres mi familia.<br />

—¡¿Qué no los preparan para confesar<br />

a cualquiera que necesite del perdón<br />

de Dios?!<br />

El clérigo no contesta la pregunta.<br />

Vuelve a su mutismo. El tiempo pasa y<br />

el hombre no se levanta.<br />

—¡Por piedad, confiésame!<br />

—No hay sacerdotes, vuelve mañana.<br />

—¡Mañana puede ser demasiado tarde,<br />

me siento morir de la pena, confiésame,<br />

no seas ingrato!<br />

Como el hombre desesperado está<br />

de rodillas, el sacerdote le dice: «reza el<br />

Señor mío Jesucristo».<br />

Con ansias, lo reza de corrido. El clérigo<br />

agrega: «Dime tus pecados.» El<br />

hombre tiene un brillo mortecino en<br />

sus ojos.<br />

—Acúsome de quitarle la vida a un hombre.<br />

Y como el sacerdote no expresa ninguna<br />

emoción ni emite preguntas, el<br />

confeso repite.<br />

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