130 LA TORRE Por Roberto Omar Román
Marlene, te envío una tarjeta postal de la torre, ¿recuerdas?, la que contemplamos cierta tarde en una página de Magazine Magic, en la sala de espera del Dr. Fourman: la que tanto te gustó que me pediste arrancar la hoja para después pegarla en tu recámara. Tal como suponías, tiene más de setenta pisos; para ser exactos, ochenta y cinco; lo sé porque aquí vivo. No, no te sorprendas, te voy a explicar: un día hallé al pie de la puerta de mi casa un sobre estampado con un burdo escudo medieval: una armadura flanqueada por una espada y un cáliz. Dentro del sobre venía una invitación– pasaporte, por decirlo de algún modo, a un viaje. El nombre del remitente y la firma eran ilegibles; sin embargo, estaba claramente marcada la dirección, la fecha y la hora de salida del autobús en un boleto. El itinerario fue espléndido, reconocí los lagos, las plazuelas, los kioscos y las pirámides por donde tú y yo paseamos alguna ocasión. Así las cosas, cuando repentinamente divisé la torre, me levanté de mi asiento y bajé apresurado del autobús, con el consiguiente espanto del chofer, que me soltó una retahíla de augurios. A un costado del herrumbroso portón de la torre había una estrecha entrada que daba a una escalera de piedra en espiral. Subí. Cuando llegué al primer piso, el vigilante, así se nombró, un hombre encorvado, de ojos prudentes, gelatinados por la vejez, me advirtió, por bien mío, no subir al siguiente piso; es más, me exigió, con su voz quebrada, bajar de inmediato. Tú conoces mi carácter rebelde; envalentonado por la prohibición puse en su mano tres billetes y lo ignoré. Me desplacé al siguiente piso; no te imaginas mi sorpresa de encontrar allí a otro octogenario vigilante, quizás sólo un par de años menor al primero, quien me palmeó el hombro e invitó paternalmente a descender antes de arrepentirme, pero volví a echar mano del dinero, y acicateado por la curiosidad alcancé el tercer piso. Mi azoro se convirtió en incredulidad: el tercer custodio era también muy viejo y también me instó, menos enfático, a desistir; le guiñé un ojo y repetí el cohecho. Continué ascendiendo. Supondrás mi desagrado de sobornar viejos corrompidos, pero bien sabes mi intrepidez es imbatible. Lo trascendente de esta maniobra destaca en el descubrimiento de que, conforme ascendía al piso inmediato y repartía menos dinero, descendía, por así decirlo, la edad de los vigilantes. Y, en esa misma proporción, menguaba su interés en persuadirme a bajar. Para no ser repetitivo con los hechos, te cuento que, colgado en un muro del piso ochenta y cinco, el último de la torre, como ya te comenté, reconocí el escudo medieval estampado en el sobre. Y, en concordancia, el vigilante de este piso, un hombre más o menos de mis años, llevaba puesta una armadura, en la mano derecha empuñaba una espada, y en la izquierda sostenía un cáliz. Él ya no me persuadió a bajar; por el contrario, sonrió y me invitó a sentarme en un diván turco idéntico al del consultorio del Dr. Fourman. Después de darle mi última moneda, me contó la historia de la .torre. Palabras más, palabras menos, te la refiero: A la cumbre se acude por un llamado o destino inaudito; nadie sabe cuál es la importancia o razón de cuidarla, pero quien arriba asume de inmediato 131
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Tomé un descanso de una hora. El t
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