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Conversaciones con Fellini- Giovanni Grazzini

El creador de La Dolce Vita en estado puro. Un diálogo íntimo con el genial director sobre política, terrorismo, sexo, el amor y las mujeres. Un Federico Fellini auténtico. En estas conversaciones con Giovanni Grazzini, uno de los más renombrados críticos cinematográficos de Italia, el director de Amarcord nos desvela sus secretos más privados y recónditos. Directo y sincero, en este libro Fellini no sólo nos brinda sus pareceres sobre el séptimo arte sino que, además, nos acerca a sus opiniones sobre el paso del tiempo, su manera de comprender el mundo y, sobre todo, nos desvela a un ser humano original y auténtico, capaz de opinar sobre los temas más diversos y actuales, lo que lo confirma como una de las figuras emblemáticas de nuestro tiempo. Fellini nació en Rimini en 1920 y fue en sus orígenes dibujante y colaborador de varias revistas italianas. Entró en el mundo del cine de la mano de Rossellini, como escenógrafo en Roma cittá aperta, y a partir de ese momento pasó a dirigir películas que el público y la crítica mundial han aclamado unánimemente. Falleció en Italia en 1993.

El creador de La Dolce Vita en estado puro. Un diálogo íntimo con el genial director sobre
política, terrorismo, sexo, el amor y las mujeres. Un Federico Fellini auténtico. En estas
conversaciones con Giovanni Grazzini, uno de los más renombrados críticos
cinematográficos de Italia, el director de Amarcord nos desvela sus secretos más privados
y recónditos. Directo y sincero, en este libro Fellini no sólo nos brinda sus pareceres sobre
el séptimo arte sino que, además, nos acerca a sus opiniones sobre el paso del tiempo, su
manera de comprender el mundo y, sobre todo, nos desvela a un ser humano original y
auténtico, capaz de opinar sobre los temas más diversos y actuales, lo que lo confirma
como una de las figuras emblemáticas de nuestro tiempo. Fellini nació en Rimini en 1920 y
fue en sus orígenes dibujante y colaborador de varias revistas italianas. Entró en el mundo
del cine de la mano de Rossellini, como escenógrafo en Roma cittá aperta, y a partir de
ese momento pasó a dirigir películas que el público y la crítica mundial han aclamado
unánimemente. Falleció en Italia en 1993.

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haber visto en su niñez, treinta o treinta y cinco años antes. Nos habíamos puesto en manos de un<br />

lugareño que tenía un ojo tapado por un paño negro. Decía que una noche, al ir a robar anguilas en la<br />

propiedad de una <strong>con</strong>desa, ésta le había disparado desde la ventana una lluvia de balas. El tuerto,<br />

que además era algo cojo, nos llevó a la rastra durante todo el día por el fango, por el agua, sin poder<br />

en<strong>con</strong>trar la cabaña. Después, al atardecer, se arrodilló ante Rosselini invitándolo a dispararle sobre<br />

el otro ojo. Pero no teníamos fusiles ni nada de eso, y Rossellini se echó a reír, Y entonces fue él<br />

quien se obstinó en seguir dando vueltas, llevando detrás a todo el elenco, en un paisaje de película<br />

de Kurosawa, <strong>con</strong> el camión que de tiempo en tiempo se empantanaba en la ciénaga y grandes<br />

pajarracos negros que volaban cada vez más bajo. Hubo momentos de gran tensión: los <strong>con</strong>ductores<br />

querían regresar, Rossellini subió a un jeep y pronunció una arenga prometiendo a todos algo más de<br />

medio litro de ron. Caía la tarde, ya no sabíamos dónde estábamos ni qué hacíamos en esa ciénaga<br />

interminable. De pronto, de entre las cañas salió un niño de unos tres años que después de decir en<br />

dialecto véneto que era socialista, nos <strong>con</strong>dujo rápidamente a la cabaña Pancirli que quedaba sólo a<br />

dos pasos, muy cerca del lugar de donde habíamos partido por la mañana.<br />

Comimos anguilas cortadas vivas y cocidas en un fuego de zarzas. Ya era noche. Como en la<br />

Anábasis de Jenofonte.<br />

—Es sabido que no vas a menudo al cine. Pero en el panorama internacional, ¿cuáles son<br />

los directores —o las películas— que más despiertan tu curiosidad?<br />

—Poco a poco perdí la costumbre de ir al cine. No encuentro explicaciones <strong>con</strong>vincentes<br />

respecto de este distanciamiento. Por otro lado, tampoco de niño frecuentaba las salas<br />

cinematográficas. Me deleitaba ante los avisos de los filmes, ante las grandes fotografías que<br />

anunciaban la inminente programación en los negocios de la Avenida. Puede que prefiriera imaginar<br />

el ritual encantado que se realizaba dentro del cine antes que gozarlo en persona. En Rímini el «cine»<br />

se llamaba Fulgor, ya lo he <strong>con</strong>tado en casi todas mis películas. Ahora, en el vestíbulo, hay una gran<br />

fotografía mía. Ahí estoy, justo sobre la taquilla y no puedo menos de pensar que cuando un filme no<br />

gusta, la gente, al salir, se la tomará <strong>con</strong>migo, me mirará <strong>con</strong> desilusión. En cambio, hace muchísimos<br />

años quien estaba cerca de la taquilla era el propietario del local que estaba <strong>con</strong>vencido de ser el<br />

sosia de Ronald Colman. A decir verdad, no se le parecía mucho, tal vez algo cuando se ponía de<br />

tres cuartos de perfil, <strong>con</strong> el sombrero haciendo sombra sobre uno de sus ojos, pero debía estar<br />

quieto y sostener el cigarro entre los dedos, bajo el mentón, un poco hacia la derecha, <strong>con</strong> el humo<br />

que ascendía en línea recta como un hilo. Él lo sabía, y por eso se quedaba casi sin respirar, inmóvil,<br />

entre la puerta de entrada y la boletería donde detrás de la ventanilla estaba su mujer que separaba<br />

los billetes y amamantaba a su hijo, cubriendo al niño y el pecho <strong>con</strong> un chal floreado a través del<br />

cual se oían las chupadas y cada tanto, chillidos ensordecedores.<br />

Él veía unos días antes, en Bolonia, la película que luego se proyectaba en su local y al llegar se<br />

hacía el misterioso y decía: «Ah, yo no hablo», pero después, <strong>con</strong> grandes movimientos de cabeza y<br />

una serie in crescendo de «ostcia-burdél», daba a entender <strong>con</strong> toda claridad que en Bolonia había<br />

sido testigo de hechos extraordinarios. «¿Muere?», preguntábamos nosotros sobre ascuas. «¡Muere<br />

un pito!» vociferaba él, perdiendo algo del aplomo de Ronald Colman. Lo observábamos admirados,<br />

llenos de envidia. «Y Jean Harlow, ¿cuándo viene?». «Para Navidad estará aquí», anunciaba <strong>con</strong>

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