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el principe y el mendigo - Educando

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MARK TWAIN EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO<br />

aqu<strong>el</strong>la mole de mampostería, las amplísimas alas, los bastiones<br />

y torrecillas amenazantes, la enorme puerta de entrada de piedra,<br />

con sus barras doradas y su magnífico adorno de gigantescos<br />

leones de granito y todos los signos de la realeza inglesa. ¿Se<br />

vería satisfecho <strong>el</strong> deseo de su alma? Allí tenía, por fin <strong>el</strong> palacio<br />

de un rey. ¿Querría <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o que pudiese ver ahora a un príncipe<br />

de carne y hueso?<br />

A cada lado de la puerta dorada se erguía una estatua viviente,<br />

es decir, un guardia, majestuoso e inmóvil, resplandeciente de la<br />

cabeza a los talones en su armadura de acero. Veíanse a respetuosa<br />

distancia muchos provincianos y gentes de la ciudad, que<br />

aguardaban poder ver a las personas de la familia real. Por varias<br />

de las otras magníficas puertas de entrada que se abrían en <strong>el</strong><br />

recinto de la residencia real, iban llegando y saliendo carruajes<br />

hermosos que llevaban en su interior a gentes muy importantes.<br />

El pobre Tomás, cubierto de andrajos, se acercó y cuando<br />

pasaba tímidamente por d<strong>el</strong>ante de los centin<strong>el</strong>as, con <strong>el</strong> corazón<br />

palpitante, descubrió de pronto por entre la reja dorada un<br />

espectáculo que casi le hizo gritar de alegría.<br />

En <strong>el</strong> interior se veía a un muchacho muy bien parecido, de<br />

cutis curtido y atezado por los deportes y ejercicios viriles al aire<br />

libre. Vestido con ropas de seda y de raso y cent<strong>el</strong>leante de joyas,<br />

llevaba al costado un espadín y una daga cuajados de pedrería.<br />

Calzaba borceguíes de fino cuero; sobre la cabeza llevaba un<br />

airoso gorro color carmesí con plumas. Cerca de él se veía a<br />

varios caballeros que eran, sin duda, sus servidores. ¡Aquél era<br />

un príncipe, un príncipe en carne viva, un príncipe auténtico, sin<br />

sombra de duda! Así se cumplía <strong>el</strong> deseo d<strong>el</strong> niño <strong>mendigo</strong>.<br />

Tomás estaba muy emocionado, y se le iban agrandando los<br />

ojos por efecto d<strong>el</strong> asombro y d<strong>el</strong> d<strong>el</strong>eite que aqu<strong>el</strong>lo le producía.<br />

En su alma había un solo deseo, <strong>el</strong> de aproximarse al príncipe y<br />

poder contemplarlo. Antes que se diera cuenta de lo que hacía se<br />

encontró con la cara pegada a los barrotes de la reja de la puerta<br />

© Pehuén Editores, 2001<br />

) 7 (<br />

de entrada. Un instante después, uno de los soldado, lo arrancó de<br />

allí con rudeza y lo tiró, rodando de un empujón hasta <strong>el</strong> grupo de<br />

campesinos y de ociosos londinenses que miraban con la boca<br />

abierta. El soldado le dijo: –¡Cuidado con lo que haces, <strong>mendigo</strong>!<br />

La multitud se echó a reír. El príncipe se acercó de un salto a<br />

la reja, con <strong>el</strong> rostro encendido y los ojos cent<strong>el</strong>lantes de<br />

indignación, y gritó:<br />

–¡Cómo te atreves a tratar de esa manera un pobre muchacho!<br />

¡Cómo te atreves a tratar de ese modo ni al más humilde de los<br />

súbditos d<strong>el</strong> rey, mi Padre! Abre las puertas y déjalo entrar.<br />

Entonces todos se descubrieron, quitándose los sombreros,<br />

vitorearon y gritaron:<br />

–¡Viva <strong>el</strong> Príncipe de Gales!<br />

Los soldados presentaron armas con sus alabardas, abrieron<br />

las puertas y volvieron a presentar armas cuando <strong>el</strong> pequeño<br />

príncipe de la pobreza entró, con un ondear de harapos, y <strong>el</strong> príncipe<br />

de la riqueza sin límites le estrechó la mano.<br />

Eduardo Tudor dijo:<br />

–Parece que estás cansado y hambriento, te han tratado<br />

injustamente. Sígueme.<br />

Algunos de los acompañantes d<strong>el</strong> príncipe se abalanzaron<br />

a..., a yo no sé que, me imagino que a entrometerse. Pero la<br />

mano d<strong>el</strong> príncipe los apartó a un lado, y se quedaron clavados<br />

en su sitio, parecidos a otras tantas estatuas. Eduardo llevó a<br />

Tomás hasta un suntuoso departamento d<strong>el</strong> palacio, que llamó<br />

su despacho. Por orden suya se trajo una comida como Tomás<br />

no había visto hasta entonces sino en los libros. El príncipe, con<br />

d<strong>el</strong>icadeza y educación, despidió a los criados, a fin de que su<br />

humilde huésped no se sintiera cohibido con la presencia burlona<br />

de éstos. A continuación tomó asiento cerca, y mientras Tomás<br />

comía le fue haciendo preguntas.<br />

–¿Como te llamas, muchacho? –Tomás Canty, para servirlo<br />

señor.

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