el principe y el mendigo - Educando
el principe y el mendigo - Educando
el principe y el mendigo - Educando
You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
MARK TWAIN EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO<br />
Pugnó otra vez por libertarse, retorciéndose a un lado y a otro y<br />
tirando con frenesí, desesperadamente, pero en vano, y entre<br />
tanto <strong>el</strong> viejo ogro no dejaba de sonreírle moviendo la cabeza y<br />
afilando plácidamente <strong>el</strong> cuchillo. De cuando en cuando<br />
refunfuñaba:<br />
–Los momentos son preciosos, son pocos y preciosos. Reza<br />
la oración de los moribundos.<br />
Lanzó <strong>el</strong> niño un gemido de desesperación, y jadeante cesó<br />
en sus forcejeos, luego asomaron a sus ojos las lágrimas, que<br />
cayeron una tras otra por su semblante. Pero este lastimero<br />
espectáculo no logró suavizar al loco.<br />
Se acercaba ya <strong>el</strong> alba. Al advertirlo, <strong>el</strong> ermitaño habló<br />
bruscamente, con un matiz de temor nervioso en la voz:<br />
–No debo demorar más tiempo. La noche ha pasado ya.<br />
El viejo cayó de rodillas, cuchillo en mano, y se inclinó sobre<br />
<strong>el</strong> gemebundo niño.<br />
¡Silencio! Oyó ruido de voces cerca de la choza y <strong>el</strong> cuchillo<br />
cayó de manos d<strong>el</strong> ermitaño, <strong>el</strong> cual arrojó una pi<strong>el</strong> de cordero<br />
sobre Eduardo y se levantó tembloroso. Aumentaron los ruidos,<br />
y pronto las voces sonaron bruscas y coléricas. Sobrevinieron<br />
luego golpes y gritos de socorro, y por fin <strong>el</strong> rumor de pasos<br />
rápidos que se retiraban. Inmediatamente se oyeron unos golpes<br />
en la puerta de la choza, seguidos de estas palabras:<br />
–¡Abrid! ¡Despertad, en nombre de todos los diablos!<br />
Este fue un sonido más grato que cuántas músicas sonaron<br />
jamás en los oídos d<strong>el</strong> rey, por que era la voz de Miles Hendon.<br />
El ermitaño, rechinando los dientes con impotente rabia,<br />
salió vivamente d<strong>el</strong> cuarto, cerrando la puerta tras sí, y al instante<br />
oyó <strong>el</strong> rey una conversación semejante a ésta:<br />
–Mi homenaje y mi saludo, reverendo señor.<br />
–¿Dónde está <strong>el</strong> muchacho... mi muchacho?<br />
–¿Qué muchacho, amigo?<br />
–¿Qué muchacho? Vamos, señor ermitaño, y no trate de<br />
© Pehuén Editores, 2001<br />
) 72 (<br />
engañarme, que no estoy de humor. Cerca de este paraje he<br />
cogido a los b<strong>el</strong>lacos que me lo robaron y les he hecho confesar.<br />
Me han dicho que se había escapado otra vez y que le habían<br />
seguido hasta la puerta de esta choza. He visto sus hu<strong>el</strong>las. No<br />
me demore más, porque le aseguro que si no me lo entrega...<br />
¿Dónde está?<br />
–¡Oh, mi buen señor! ¿Acaso se refiere al andrajoso<br />
vagabundo que vino aquí anoche? Ya que una persona como<br />
usted se interesa por un <strong>mendigo</strong> como él, pues ha ido a hacer<br />
un mandado. No tardará en venir.<br />
–¿Cuánto tardará? ¿Cuánto tardará por volver?<br />
–No necesita molestarse. Volverá pronto.<br />
–Trataré de esperar. Pero...un momento. ¿Dice que ha ido a<br />
un mandado? ¿Lo ha enviado usted?<br />
Eso es una mentira, porque él no habría ido. Le habría tirado<br />
de esas viejas barbas si hubiera osado tal insolencia. Ha mentido,<br />
amigo, seguramente ha mentido. No iría ni por usted ni por hombre<br />
alguno.<br />
–Por otro hombre, no, por suerte, no. Pero yo no soy un<br />
hombre.<br />
–¿Qué? Entonces en nombre de Dios, ¿qué es?<br />
Es un secreto... Cuidad de no rev<strong>el</strong>arlo. Yo soy un arcáng<strong>el</strong>.<br />
–Eso explica muy bien su complacencia. Harto sabía yo que<br />
no movería pie ni mano en servicio de ningún mortal, pero hasta<br />
un rey debe obedecer cuando un arcáng<strong>el</strong> se lo manda. ¡Silencio!<br />
¿Qué ruido es ese?<br />
Entretanto, <strong>el</strong> reyecito, en <strong>el</strong> otro aposento, no paraba de<br />
temblar alternativamente de terror y de esperanza, y ponía en<br />
sus gemidos de angustia toda la fuerza que podía, aguardando<br />
siempre que llegaran a oídos de Hendon, y viendo siempre con<br />
amargura que no llegaban, o por lo menos que no le causaban<br />
impresión.<br />
–¿Ruido? No he oído más que <strong>el</strong> viento.