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el principe y el mendigo - Educando

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MARK TWAIN EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO<br />

© Pehuén Editores, 2001<br />

EL PRÍNCIPE PRISIONERO<br />

H<br />

ENDON SONRIÓ A SU PESAR, MIENTRAS SE INCLINABA y<br />

cuchicheaba al oído d<strong>el</strong> rey:<br />

–Cuidado, príncipe. Habla con caut<strong>el</strong>a... aunque<br />

mejor será que no hables. Confía en mí, que todo saldrá bien al<br />

final. –Y añadió para sí: «¡Sir Miles!» ¡Anda! ¡Ya se me había<br />

olvidado que era un caballero! ¡Cuán maravilloso es ver cómo se<br />

aferra su memoria a sus locuras... ! Mi título es fantástico y necio,<br />

y, sin embargo, es una cosa que he merecido, porque a mi ver es<br />

más honor que le tengan a uno por digno de ser <strong>el</strong> espectro de un<br />

caballero en este reino de los sueños y de las sombras, que ser<br />

considerado lo bastante rastrero para ser conde en algunos de<br />

los reinos de verdad de este mundo.<br />

La muchedumbre se apartó para dar paso a un alguacil, quien<br />

se aprestaba a poner manos en <strong>el</strong> hombro d<strong>el</strong> rey, cuando dijo<br />

Hendon:<br />

–Despacio, buen amigo. Retira la mano, porque él irá<br />

pacíficamente. Yo te respondo de <strong>el</strong>lo. Guía, que te seguimos.<br />

Echó a andar <strong>el</strong> alguacil con la mujer y su paquete, y Miles y<br />

<strong>el</strong> rey fueron en pos de <strong>el</strong>los, seguidos por la turba. El rey se<br />

mostraba propenso a reb<strong>el</strong>arse, pero Hendon le dijo en voz baja:<br />

–Reflexiona, señor, que tus leyes son la saludable emanación<br />

) 77 (<br />

de tu propia realeza. Si <strong>el</strong> que las dicta se resiste, ¿cómo podría<br />

obligar a los demás a respetarlas? En apariencia, se ha infringido<br />

una de esas leyes. Cuando <strong>el</strong> rey vu<strong>el</strong>va a estar en su trono, ¿podrá<br />

humillarle recordar que, cuando era particular, se sometió a la<br />

autoridad de las leyes?<br />

Tienes razón; no digas más. Ya verás cómo cualquier<br />

sufrimiento que pueda imponer <strong>el</strong> rey de Inglaterra a un súbdito,<br />

con arreglo a la ley, lo padecerá él mismo mientras ocupa <strong>el</strong> puesto<br />

de un vasallo.<br />

Cuando llamaron a la mujer a declarar ante <strong>el</strong> juez de paz,<br />

juró que <strong>el</strong> preso que se hallaba en la barra era la persona que<br />

había cometido <strong>el</strong> hurto. Como nadie podía demostrar lo<br />

contrario, <strong>el</strong> rey quedó convicto. Se deshizo <strong>el</strong> paquete, y cuando<br />

su contenido resultó ser un cerdito aderezado, <strong>el</strong> juez se mostró<br />

perplejo, mas <strong>el</strong> rey permaneció impertérrito por su ignorancia.<br />

Meditó <strong>el</strong> juez durante una pausa siniestra y luego se volvió a la<br />

mujer, preguntándole:<br />

–¿Cuánto crees tú que vale eso?<br />

–Tres ch<strong>el</strong>ines y seis peniques, señor –contestó la mujer,<br />

haciendo una cortesía–. No podría rebajar un penique para decir<br />

honradamente su valor.<br />

El juez miró con cierto desasosiego a la muchedumbre y<br />

luego hizo una señal al alguacil, ordenando:<br />

–Despejad la sala y cerrad las puertas.<br />

Así se hizo, sin que quedaran dentro más que <strong>el</strong> juez y <strong>el</strong><br />

alguacil, <strong>el</strong> acusado, la acusadora y Miles Hendon. Este último<br />

estaba tieso y pálido y de su frente brotaban gotas de sudor que<br />

caían por su semblante. El juez se volvió de nuevo a la mujer y<br />

dijo, con voz compasiva:<br />

–Este es un pobre muchacho ignorante, que quizá ha sido<br />

hostigado por <strong>el</strong> hambre, porque son duros los tiempos para los<br />

desdichados. Repara en que no tiene cara de malvado, pero<br />

cuando acosa <strong>el</strong> hambre... ¿Sabes, buena mujer, que si se roba

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