VE-15 JULIO/AGOSTO 2015

Elisa y Antonio
Hacía más de diez años que Antonio no sabía nada de su mujer.
Después de tantos años de casados, un día al volver a casa se
encontró con una nota en la mesa de la cocina. Su mujer, Elisa, le
escribía que hacía tiempo que lo estaba pensando, que no era feliz y
había decidido buscar nuevos aires, que esperaba que se las apañara
bien solo y estaba segura de que lo conseguiría.
Antonio ya estaba entonces en la cincuentena, con mucha
antigüedad en el trabajo a sus espaldas y deseando que en su
empresa le ofrecieran pronto una prejubilación, lo justo para
retirarse a su casa de la playa y dedicarse a pasear, a cuidar el
pequeño jardín, a leer y a ver la televisión. Pero siempre había
pensado hacerlo junto a su mujer, ni por un momento se le había
ocurrido que podía arreglárselas solo, él que se desde que se casó
había dependido de ella en las rutinas normales de la casa.
Aun así, tenía que reconocer que no le había ido mal del todo.
Aprendió a cocinarse cuatro platos sencillos, a plancharse las camisas
que necesitaba, y se sentía satisfecho de este tiempo pasado en
soledad, con la compañía esporádica de su hijo, que vivía lejos, pero
encontraba siempre un hueco para pasar juntos unos días todos los
veranos.
Precisamente el último verano antes de su jubilación, su hijo le
comunicó su boda. Después de una larga convivencia con su pareja, y
ante la esperada llegada de un bebé, habían decido casarse, por lo
civil, por supuesto, y ofrecer un banquete a los familiares y amigos
más íntimos.
Antonio se alegró mucho. Apreciaba a su nuera y no podía negar
que la perspectiva de ser abuelo le hacía verdadera ilusión. La
73