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Nota<br />
de tapa<br />
LO ÚLTIMO<br />
QUE SE PIERDE<br />
POR Christian Kupchik<br />
Michael Nash | Varsovia 1946<br />
1.<br />
“El que espera desespera, / dice la voz popular. / ¡Qué verdad<br />
tan verdadera! / La verdad es lo que es, / y sigue siendo<br />
verdad / aunque se piense al revés.”<br />
Esta cita pertenece a los Proverbios y Cantares de Antonio<br />
Machado, y aun en su evidente certeza no deja de asomar<br />
un atisbo de perplejidad. ¿Qué es lo que se espera después<br />
de la espera? No deben existir tantas sentencias populares<br />
como la que refieren a la esperanza, y sin embargo su definición<br />
se presume enjabonada, escapa casi de continuo a una<br />
conclusión categórica.<br />
Poetas y filósofos de todas las épocas lucharon por intentar<br />
domeñar su resbaladizo significado, chocando una y otra vez<br />
con visiones encontradas sobre su esencia. Así, para Aristóteles<br />
“la esperanza es el sueño del hombre despierto”, en<br />
tanto Nietzsche albergaba una idea más oscura de acuerdo<br />
a su naturaleza pesimista: “La esperanza es el peor de los<br />
males, pues prolonga el tormento del hombre”. Del sueño<br />
al tormento, la esperanza es la posibilidad de creer en un<br />
paso más allá del horizonte, el filo de un improbable futuro<br />
cortando la hoja del cielo.<br />
2.<br />
Etimológicamente, como resulta previsible –la tentación<br />
es escribir “dado a esperar”– la palabra esperanza tiene su<br />
origen en el vocablo latino sperare –“tener esperanza”–, del<br />
que se deprende spes, ahora sí, “esperanza”. De modo que<br />
no implica una acción tanto como la promesa de esa acción.<br />
Cuando alguien espera a una persona, es porque tiene la<br />
esperanza de que llegará. Al perder esa esperanza, se va. No<br />
espera más. Todo se reduce a una amarga ilusión. Maurice<br />
Maeterlinck llegó a entenderlo con precisión: “La desesperanza<br />
está fundada en lo que sabemos, que es nada, y la<br />
esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo”.<br />
De acuerdo a esto, la esperanza se ve íntimamente asociada<br />
a la decepción. Una y otra forman las caras de una misma<br />
moneda y el giro inesperado en el aire puede determinar a<br />
una u otra. Nos movemos en un mundo donde todo parece<br />
conspirar contra la larga duración, contra proyectos distendidos<br />
en el tiempo, no podemos contar con la seguridad de<br />
vínculos duraderos o identidades imperecederas. Hasta los<br />
saberes que ayer creímos definitivos, hoy se vuelven dudosos<br />
y relaciones que creíamos inquebrantables ante cualquier<br />
adversidad observamos que se resquebrajan con la menor<br />
brisa. Queda entonces la esperanza de que al otro lado del<br />
cristal nos bañe una luz nueva que nos permita seguir creyendo.<br />
Hacia allí vamos.<br />
Lo que impulsa al nómada es la decepción de su última<br />
estancia y la esperanza, nunca abandonada del todo, de que<br />
el próximo lugar, aún desconocido, se muestre libre de las<br />
frustraciones del anterior.<br />
3.<br />
Hasta el siglo XVII, el verde manifestó un carácter transgresor<br />
y turbulento. Excepto en Alemania, se lo consideraba<br />
un color excéntrico, acaso agresivo. El motivo quizá fuera<br />
porque antaño el verde tenía la particularidad de ser una<br />
tonalidad químicamente inestable. No resultaba demasiado<br />
complicado obtenerlo debido a que existen muchos productos<br />
vegetales –raíces, hojas, flores o cortezas– que podían<br />
llegar a servir como colorantes, pero que soportan poco<br />
sobre fibras y tejidos. Lo mismo ocurría en la pintura: ya sea<br />
el aliso, el abedul, el puerro e incluso la espinaca, se consumen<br />
con la luz, apelándose entonces a materias artificiales,<br />
como el verdín que se obtiene mezclando cobre con vinagre,<br />
orina o tártaro, con el que, si bien se conseguían tonos<br />
intensos y luminosos, eran corrosivos. El verde fabricado<br />
por esos medios era tóxico, en alemán la expresión Giftgrün<br />
significa precisamente “verde venenoso”. Hasta un período<br />
relativamente reciente, las fotografías color también se veían<br />
afectadas por el carácter volátil del verde.<br />
En suma, el verde es inestable y en ocasiones hasta peligroso,<br />
pero aun así se lo asocia indisolublemente con la<br />
esperanza. No resulta claro de donde proviene el parentesco<br />
–los colores ligados a determinadas cualidades humanas,<br />
como el rojo con la ira, el amarillo con la envidia, el negro<br />
con los celos, el blanco con la pureza, pueden explicarse<br />
por la teoría de los humores u otras de acuerdo al marco<br />
cultural en el que se insertan–, pero lo cierto es que el<br />
matrimonio entre el verde y la esperanza se muestra sólido<br />
como pocos. Quizás no haya que buscar incompatibilidades.<br />
Simbólicamente, el color se ha organizado de modo tal<br />
que representa todo lo que se mueve, cambia, varía. ¿Acaso<br />
la esperanza no sigue el mismo derrotero? ¿No queda a la<br />
espera de una respuesta muchas veces librada al azar? Muy<br />
bien, el azar, como la esperanza, es verde. A partir del siglo<br />
XVI en los casinos de Venecia se echaban las cartas sobre<br />
un tapete de ese color y en las cortes del XVII se jugaba sobre<br />
mesas verdes. En el mundo feudal los duelistas elegían<br />
para enfrentarse un prado verde y tanto juglares como bufones<br />
y cazadores optaban por la misma tonalidad, así como<br />
los jóvenes enamorados. Hasta hoy, verdes son las mesas<br />
de ruleta, de las salas de administración donde se juega el<br />
destino de las empresas, los campos de tenis (incluso sobre<br />
tierra batida) y los de ping pong.<br />
Es que así también es la esperanza: esquiva, promete la<br />
suerte y quizás entrega infortunio. A veces, se ilumina por<br />
la inmadurez, de los frutos verdes, y en otras el vigor, propio<br />
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