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La chica del tren

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permanece sentado igual que en nuestras<br />

sesiones, mirándome directamente a los<br />

ojos con las manos entrelazadas en el<br />

regazo, paciente, inmóvil. Esa quietud,<br />

esa pasividad, debe de requerir un<br />

autocontrol increíble; debe de ser<br />

agotadora.<br />

Me tiemblan las piernas. Es como si<br />

los hilos de un marionetista tiraran de<br />

mis rodillas. Para detener el temblor, me<br />

pongo en pie, voy hasta la puerta de la<br />

cocina y luego vuelvo al sillón<br />

frotándome las palmas de las manos.<br />

—Los dos éramos estúpidos —digo<br />

a continuación—. No queríamos<br />

reconocer lo que estaba pasando, nos<br />

limitamos a seguir a<strong>del</strong>ante como si

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