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misma que todo va bien, me siento mal. Cada vez peor.
Apago los grifos y alargo la mano en busca del albornoz hasta que
comprendo que he debido de dejármelo en la habitación. Me escurro el pelo y
dejo que mi cuerpo se seque libremente para no encharcar los suelos antes de
salir de la ducha. Tiritando por el brusco cambio de temperatura, camino
descalza por la fría baldosa y abro la puerta para salir al exterior.
— ¿Qué demonios haces…? — murmuro, plasmada.
Mario me repasa de hito a hito y, en ese instante, comprendo que estoy
completamente desnuda.
— No tengo la fea costumbre de llamar a la puerta — dice, sonriendo con
picardía.
— ¡Joder! — grito.
No pierdo más el tiempo y me escondo tras la puerta del baño.
Sacando la cabeza, intento dar con el paradero de mi albornoz.
— ¿Buscas esto? — pregunta, alzándolo en alto.
Como cabía esperar, Mario parece muy divertido con la escena.
— ¡Dámelo!
— Sí, claro… — murmura, levantándose de mi cama y acercándose a la
puerta — , pero antes quería comentar una cosa contigo…
Pongo los ojos en blanco, exasperada.
— ¿Qué?
Él se ríe.
— Me gustaría saber qué planes tienes.
— ¿Planes? — repito, perdiendo los papeles — … ¿Puedes darme de una
vez el maldito albornoz?
El sacude la cabeza en señal de negación.
— Ven a por él — me reta, muy divertido.