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Repaso por encima mi piso, ordenando las cosas que el día anterior dejé fuera
de su lugar y limpiando superficialmente el polvo que hay sobre los muebles.
Cuando considero que he dejado todo bien preparado y que me puedo
marchar tranquila de viaje, me dejo caer sobre el sofá y enciendo el televisor.
Supongo que Cora no se habrá enterado de que ni Lindsay ni yo estaremos en
Manhattan las próximas semanas, así que le mando un mensaje de texto
poniéndola al día de las novedades. La última semana de nuestra amiga ha
sido un verdadero desastre, aunque espero que la situación esté más calmada
ahora que ha hecho las paces con Héctor García.
“Tranquila, estaré bien”, me responde inmediatamente. Le respondo con un
emoticono sonriente mientras algo en mi interior me dice que me encontraré a
esos dos lanzándose cuchillos y odiándose en cuanto vuelva a poner un pie en
la isla.
“Ay, Cora, Cora…”, pienso, mientras bajo y subo canales en busca de un
programa que me mantenga entretenida y despeje mi mente. Mi amiga no
tiene remedio.
Ya tengo hechas las maletas.
Viajaré con una maleta pequeña y otra que tendré que facturar, como
siempre. En uno de mis primeros viajes con Dexter, con destino a Punta
Cana, la aerolínea perdió nuestras maletas y nos vimos obligados a comprar
un buen surtido de bañadores y cremas de sol. Por suerte, la compañía pagó
esos gastos tras varias reclamaciones y semanas de espera, aunque las
maletas jamás volvieron a aparecer. Desde entonces, siempre llevo una
pequeña maleta de “imprescindibles” conmigo. “Chica precavida vale por
dos”, me digo a mí misma. También he escogido la ropa que llevaré para el