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tienes los labios morados.
Incapaz de no sonreír, me acerco a él y acepto que me proteja con sus brazos.
Sé que debería sentirme incómoda, pero lo curioso es que me gusta que
paseemos así. Me gusta mucho, y eso es preocupante.
— ¿Y ahora?
— Ahora seguimos paseando — me dice, mirando hacia el mar.
Caminamos en silencio.
Se escucha el vaivén de las olas de fondo y el graznar de alguna gaviota que
acecha la orilla. El viento continúa silbando, pero sopla con la suficiente
suavidad como para permitirnos disfrutar del momento. Mientras caminamos
por encima de las tablas de madera, rodeados de vegetación en ese enclave
tan maravilloso, pienso que este será, seguramente, el último momento que
comparta con Mario antes de regresar a Manhttan.
— Espero que tengas un bonito recuerdo de las montañas — me dice, como
si pudiera adivinar mis pensamientos.
Yo no respondo.
No sé porqué, un nudo se forma en mi garganta y tengo que contener las
ganas de echarme a llorar. Bueno, en realidad, sí sé porqué. Me he encariñado
más de lo que debía y eso pasa factura.
Unos minutos después, Mario se detiene junto a un puesto de ambulante. Una
señora mayor, con gorro, guantes y un chal que parece tejido a mano, nos
saluda con su rostro repleto de arrugas y sabiduría.
— Dos paquetes — le pide con amabilidad.
La mujer asiente y comienza a preparar algo en su carrito.
— ¿Qué es? — inquiero, curiosa.
— Son castañas asadas — explica — . No comerás unas castañas asadas
mejor que las de Galicia — asegura.
— ¿También tienes orgullo gallego? — pregunto, risueña.
Él me guiña un ojo.