Modulo Dos: Antología para el Estudiante - dgespe
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Esta otra, es Teresita su hermana, inocente como una paloma, y que comulga todos<br />
los días. El Señor la ha puesto en mis manos <strong>para</strong> salvarla de los p<strong>el</strong>igros a que su<br />
hermosura y su candor la exponían en ese mundo pícaro en que iba a quedar<br />
abandonada.<br />
Las muchachas estaban coloradas como amapolas, y decían tartamudeando.<br />
—¡Ah, qué padre! ¡Jesús!… ¡qué vergüenza!<br />
Yo, en unión d<strong>el</strong> gravedoso alcalde indígena, bebí a su salud, y <strong>el</strong> curita les pasó su<br />
copa <strong>para</strong> que probaran <strong>el</strong> jerez, lo que <strong>el</strong>las hicieron mortificadas. Pero tranquilizándose<br />
a poco, sentáronse, y <strong>el</strong> cura, llamando a un topile, le mandó que fuera a decir al<br />
preceptor que cerrara la escu<strong>el</strong>a, y se viniese a acompañar a las niñas con la guitarra.<br />
—Cantan estas niñas, señor, cantan y tienen una voz no maleja; sólo que no saben<br />
acompañarse, y es preciso que <strong>el</strong> maestro de escu<strong>el</strong>a, que es un inf<strong>el</strong>iz que no sabe<br />
nada, pero que rasga un poco la guitarra, las acompañe.<br />
—Pero, padre – exclamaron las chicas–, ¿qué va a decir <strong>el</strong> señor de nosotras? Él, que<br />
ha estado en México, que habrá oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que le<br />
cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!… ¡ha hecho un frío!… Yo dije lo que<br />
dice cualquier tonto en casos semejantes, y <strong>el</strong>las, cada vez más animadas, comenzaron a<br />
hacerme preguntas sobre México, en donde nunca habían estado; distinguiéndose por su<br />
curiosidad la que comulgaba diariamente. Las copitas de jerez se menudearon, la<br />
conversación se animó, <strong>el</strong> curita, que era b<strong>el</strong>laquísimo, salpicó la plática con algunas<br />
chanzonetas dirigidas a sus sobrinas, a fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y<br />
fueran aprendiendo a tratar con las gentes civilizadas; y hasta <strong>el</strong> alcalde, que había<br />
guardado un respetuoso silencio y permanecía encogido en una silla, con la enorme vara<br />
de la justicia en las manos, se atrevió a decir no sé qué brutalidad.<br />
En esto oímos la gritería de los muchachos, que exclamando en coro: ¡Ave María<br />
Purísima! Salían de la escu<strong>el</strong>a, dispersándose a carrera abierta por la placita y por las<br />
calles.<br />
A poco llegó <strong>el</strong> maestro de escu<strong>el</strong>a, con <strong>el</strong> sombrero quitado y cruzando los brazos<br />
humildemente.<br />
Lo que son los maestros de pueblo.<br />
Al ver a este hombre, se me oprimió <strong>el</strong> corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de<br />
la angustia, en medio de aqu<strong>el</strong>la reunión alegre. Era <strong>el</strong> maestro un hombre como de<br />
cuarenta años, flaco, moreno, de ojos hundidos pero int<strong>el</strong>igentes, miserablemente vestido<br />
y trémulo. —Buenas tardes, señor cura; buenas tardes, niñas; buenas tardes, señor<br />
alcalde –dijo–, y después de este triple saludo, apenas pudo dirigirme una mirada de<br />
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