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JUDAS DE KERIOT - Difusión obra María Valtorta

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¡Oidme, vosotras, mujeres de la sagrada tierra de Belén! Oid a uno que viene de David, que<br />

sufrió persecuciones, que honrándose con hablaros, lo hace para daros luz y consuelo.<br />

Escuchadme‖. La multitud deja de hablar, de pelear, comprar y se amontona. ―Es un Rabí‖.<br />

―Ciertamente que viene de Jerusalén‖. ―¿Quién es?‖. ―¡Qué hermoso es!‖. ―¡Qué voz!‖. ―¡Qué<br />

ademanes!‖. ―¡Claro, si es de la descendencia de David!‖. ―¡Entonces es nuestro! ¡Oigamos!<br />

¡oigamos!‖. Toda la plaza está ahora contra la pequeña escalera, que parece púlpito. ―Está dicho<br />

en el Génesis: «Pondré enemistad entre ti y la Mujer... Ella te aplastará la cabeza y tú estarás<br />

al acecho de su calcañal...». Y también está dicho: «Multiplicaré tus sufrimientos y tus partos...<br />

y la tierra producirá cardos y espinas». Ésta es la condena del hombre, de la mujer y de la<br />

serpiente. Habiendo venido de lejos a venerar la tumba de Raquel, he oído en el viento de la<br />

tarde, en el rocío de la noche, en el llanto del ruiseñor por la mañana, el sollozo de la Raquel de<br />

antaño, repetido por bocas y bocas de madres de Belén en medio de los sepulcros o en medio de<br />

sus corazones. Y he escuchado el dolor de Jacob clamando en el dolor de los viudos, ya sin<br />

esposa porque el dolor la mató...Yo lloro con vosotros. Pero oid, hermanos de la tierra mía.<br />

Belén, tierra bendita, la más pequeña de entre las ciudades de Judá, pero la mayor ante los ojos<br />

de Dios y del linaje humano, porque siendo la cuna del Salvador, como dice Miqueas,<br />

precisamente por esta razón, por estar destinada a ser el tabernáculo en que reposaría la gloria<br />

de Dios, el Fuego de Dios, su amor Encarnado, Satanás desencadenó su odio. «Pondré<br />

enemistad entre ti y la Mujer...». ¿Qué mayor enemistad puede haber que la que tiene por objeto<br />

los hijos, corazón del corazón de la mujer? Y ¿qué pie más fuerte que el de la Madre del<br />

Salvador? He aquí por tanto que fue natural la venganza de Satanás vencido, el cual, no, no<br />

contra el calcañal, sino contra el corazón de las madres, lanzó su asechanza. ¡Oh!, los<br />

sufrimientos del parto de los hijos se multiplicaron al perderlos! ¡Oh, terribles cardos que<br />

después de haber sembrado y sudado por los hijos, seguir siendo padre pero sin prole! Pero<br />

¡regocíjate, Belén! Tu sangre más pura, la sangre de los inocentes, ha abierto camino de<br />

llama y púrpura al Mesías...”. ■ La multitud, que, desde que Jesús ha nombrado al Salvador<br />

y luego a la Madre del mismo, ha ido progresivamente inquietándose, ahora muestra un indicio<br />

más claro de agitación. ―¡Calla, Maestro!‖ dice Judas ―¡Vámonos!‖. Pero Jesús no le hace caso.<br />

Continúa: ―... al Mesías, salvado de los tiranos por la Gracia de Dios Padre para conservárselo al<br />

pueblo para su salvación y...‖. Se oye una voz chillona de mujer: ―¡Cinco, cinco, había yo<br />

parido y ninguno de ellos está en mi casa! ¡Desgraciada de mí!‖ histéricamente grita. Es el<br />

principio de la gritería. Otra mujer se arroja al polvo y desgarrando sus vestidos, muestra un<br />

pecho con el pezón mutilado y grita: ―¡Aquí, aquí en esta mama me degollaron a mi<br />

primogénito! La espada le partió la cara junto con mi pezón. ¡Oh, Elíseo mío!‖. Otra: ―¿Y yo?<br />

¿Y yo?... ¡He ahí mi palacio!: tres tumbas en una, veladas por el padre. Marido e hijos<br />

juntos.¡Ahí, ahí está!... Si está el Salvador entre nosotros, que me devuelva a mis hijos, a mi<br />

esposo, y que me salve de la desesperación, ¡que me salve Belzebú!‖. Todos a una gritan: ―A<br />

nuestros hijos, a nuestros hijos, a nuestros maridos y padres, ¡que nos los devuelva, si está entre<br />

nosotros!‖. Jesús mueve los brazos para imponer silencio. ―Hermanos de mi misma tierra: yo<br />

querría devolver a vuestra carne, sí, incluso a vuestra carne, los hijos. Pero Yo os digo: sed<br />

buenos, resignaos; perdonad, tened esperanza, regocijaos en una certeza. Pronto volveréis a<br />

tener a vuestros hijos, ángeles en el Cielo, porque el Mesías va a abrir pronto la puerta del Cielo,<br />

y, si sois justos, la muerte será Vida que viene y Amor que vuelve...‖. Gente: ―¡Ah!, ¿eres Tú el<br />

Mesías?¡En nombre de Dios, dilo!‖. Jesús baja los brazos con ese gesto suyo tan dulce, tan<br />

manso, que parece un abrazo y dice: ―Lo soy‖. La gente grita: ―¡Lárgate! ¡Lárgate!... Entonces...<br />

¡Tú tienes la culpa!‖. Vuela una piedra entre silbidos e insultos. ■ Judas tiene un bello gesto...<br />

¡Si así hubiese sido siempre! Se interpone ante el Maestro, que está de pie sobre la pared<br />

pequeña del balconcito, con el manto abierto, y sin miedo alguno recibe las pedradas, sangrando<br />

incluso, y les dice a Juan y a Simón chillando: ―Llevaos a Jesús. Detrás de esos árboles, yo<br />

después iré. ¡Id, en nombre del Cielo!‖. Y a la multitud le grita: ―¡Perros rabiosos! Soy del<br />

Templo. Os denunciaré ante el Templo y ante Roma‖. La multitud siente, por un momento,<br />

temor. Pero luego vuelve otra vez a las piedras, que por fortuna no le atinan. Impertérrito Judas<br />

las recibe, y con injurias responde a las maldiciones de la multitud. Aún más, coge a vuelo una<br />

piedra y se la tira a la cabeza a un viejecito que grita como una garza desplumada viva. Y, dado<br />

que intentan asaltar la escalerilla, rápido recoge una rama seca que hay en el suelo (ya no está<br />

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