Arlt, Roberto - El juguete rabioso - ET Nº32 DE 14
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Robert <strong>Arlt</strong> - <strong>El</strong> <strong>juguete</strong> <strong>rabioso</strong> <strong>El</strong> Ortiba<br />
Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a<br />
las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a<br />
sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto<br />
y hermoso.<br />
Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.<br />
Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una<br />
inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.<br />
Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde<br />
traficaba. Recuerdo...<br />
¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal!<br />
Un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de<br />
sogas junto a los mostradores de estaño. <strong>El</strong> piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor<br />
de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible<br />
aserra a los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas... y afuera... afuera estaba el<br />
cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la<br />
primavera.<br />
Nada me preocupaba en el camino sino el espacio, terso como una porcelana celeste en el<br />
confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis<br />
ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de<br />
mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las fúricas ciudades de la alegría.<br />
Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.<br />
Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban<br />
verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo y los simios hacían juegos<br />
malabares en tanto que reían las diosas escuchando la flauta de un sapo.<br />
Con estos festivos rumores cantando en los orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos,<br />
disminuía las distancias sin advertirlo.<br />
Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes<br />
disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme, sacando de debajo del mostrador unas<br />
virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas:<br />
—¿Y con estas tiras de papel qué quiere envolver usted?<br />
Yo replicaba:<br />
—Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.<br />
Estas razones especiosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus<br />
cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.<br />
Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba<br />
tras el mostrador y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena<br />
voluntad podían servir para amortajar a una res.