Arlt, Roberto - El juguete rabioso - ET Nº32 DE 14
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Robert <strong>Arlt</strong> - <strong>El</strong> <strong>juguete</strong> <strong>rabioso</strong> <strong>El</strong> Ortiba<br />
<strong>El</strong> Rengo gozaba de popularidad. Además, como a todos los personajes de la historia, le<br />
agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería<br />
que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato.<br />
Cuando hablaba de cosas sucias, su cara roja resplandecía como si la hubieran cardado con<br />
tocino, y el círculo de mondongueras, verduleros y vendedoras de huevos se regocijaba de la<br />
inmundicia con que las salpicaban las chuscadas del jaquetón.<br />
Llamaban:<br />
—Rengo... vení, Rengo.<br />
Y los fornidos carniceros, los robustos hijos de napolitanos, toda la barbuda suciedad que se<br />
gana la vida traficando miserablemente, toda la chusma flaca y gorda, aviesa y astuta, los vendedores<br />
de pescado y de fruta, los carniceros y mantequeras, toda la canalla codiciosa de dinero se complacía<br />
en la granujería del Rengo, en la desvergüenza del Rengo, y el Rengo olímpico, desfachatado y<br />
milonguero, semejante al símbolo de la feria franca, en el pasaje sembrado de tronchos, berzas y<br />
cáscaras de naranja, avanzaba contoneándose, y prendida a los labios esta canción obscena.<br />
Y es lindo gozar de garrón.<br />
Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento<br />
sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta y<br />
adornadas de arabescos rosados.<br />
Con un látigo que nunca abandonaba recorría rengueando de un lado a otro la fila de carros,<br />
para hacer guardar compostura a los caballos que por desaburrirse se mordisqueaban ferozmente.<br />
<strong>El</strong> Rengo, además de cuidador, tenía sus cascabeles de ladrón, y siendo "macró" de afición no<br />
podía dejar de ser jugador de hábito. En substancia, era un pícaro afabilísimo, del cual se podía<br />
esperar cualquier favor y también alguna trastada.<br />
Él decía haber estudiado para jockey y haberle quedado ese esguince en la pierna porque de<br />
envidia los compañeros le espantaron el caballo un día de prueba, pero yo creo que no había pasado<br />
de ser bostero en alguna caballeriza.<br />
Eso sí, conocía más nombres y virtudes de caballos que una beata santos del martirologio. Su<br />
memoria era un almanaque de Gotha de la nobleza bestial. Cuando hablaba de minutos y segundos se<br />
creía escuchar a un astrónomo, cuando hablaba de sí mismo y de la pérdida que había tenido el país<br />
al perder un jockey como él, uno sentíase tentado a llorar.<br />
¡Qué vago!<br />
Si iba a verle, abandonaba los puestos donde conferenciaba con ciertas barraganas, y<br />
cogiéndome de un brazo decía a vía de introito:<br />
—Pasá un cigarrillo, que... —y encaminándonos a la fila de carros, subíamos al que estaba<br />
mejor entoldado para sentarnos y conversar largamente.<br />
Decía:<br />
—Sabés, lo amuré al turco Salomón. Se dejó olvidada en el carro una pierna de carnero, lo<br />
llamé al Pibe (un protegido) y le dije: "Rajando esto a la pieza."<br />
Decía: