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obos <strong>com</strong>o él, pues a fe que las hubo con mis bigotes. Los cestos aquí están y mi señor don<br />

Eusebio se fue sin ellos. ¡Bueno sería que un caballero <strong>com</strong>o él anduviese por esas calles<br />

haciendo el cestero! ¿Y de dónde sabéis, dijo Henrique Myden, que Eusebio hubiese de llevar<br />

esos cestos? Él mismo vino muy avergonzado a decírmelo, asegurándome que se le caía la<br />

cara de vergüenza. Echó de ver entonces Henrique Myden los estorbos que ponen los criados<br />

a la educación de los muchachos en las casas paternas, <strong>com</strong>enzando a loar en su interior la<br />

resolución de Hardyl en no querer educar a Eusebio sino en su casa. Hacia ella prosiguió su<br />

camino con el nuevo deseo de saber el modo con que Hardyl se había llevado a Eusebio sin<br />

los cestos.<br />

¡Cuán grandes son los disgustos y daños que acarrea al hombre su propia presunción!<br />

Quiero decir, aquella estima y concepto que concibe o de su nacimiento, o de su riqueza, o de<br />

su talento y prendas exteriores. A cada paso que da en el mundo tropieza con mil motivos de<br />

humillación que lo afligen y desazonan. Un ademán, una mirada agria, aunque inocente,<br />

tomada en mala parte, nos llega a lo vivo del alma. Una palabra picante, un gesto tal vez, nos<br />

provocan a cruel venganza o producen enemistades irreconciliables; el hombre ve, prueba<br />

cada día estos daños y disgustos, mas no piensa en ponerles remedio. Creemos que el mal nos<br />

viene de allende y no del fondo de nuestra soberbia y vanidad; y aunque alguno se persuada<br />

de esto, ninguno piensa en remediarlo, porque las pasiones no refrenadas desde la infancia,<br />

hechas a sus solturas, cobran fuerza de imperio y avasallan a la edad adulta, hallando motivos<br />

de patrocinio en el honor con que la vanidad irritada se abroquela.<br />

Este honor, este fantástico pero terrible móvil de nuestras pasiones, asentó su trono sobre<br />

la opinión, desde donde acrimina y agrava las ofensas, en vez de adjudicarlas al resentimiento<br />

de su vanidad y al amor propio. Verdad es que casi todos los muchachos oyen de sus padres y<br />

maestros: Hijo, no te ensoberbezcas, no te enojes, no presumas de ti. La <strong>com</strong>ún enseñanza se<br />

reduce a solos consejos. Llega la ocasión y el hijo se ensoberbece, se enoja y presume siempre<br />

de sí. No se le acuerdan más los consejos después de oídos, o si se le vienen a la memoria es<br />

para despreciarlos; y aunque sea por ello castigado volverá a dar de mano a los consejos, no<br />

habiéndolo jamás acostumbrado a practicarlos, ni quedó su mente convencida del bien que se<br />

le puede seguir y de los males que puede evitar, refrenando su presunción.<br />

Hardyl, sin dar razón alguna de su modo de obrar y sin hacer vano alarde de sus<br />

conocimientos sobre la educación, hizo ver a Henrique Myden cuánto más prestan las mudas<br />

obras que los elocuentes consejos y amonestaciones; las cuales son sin ejercicio para los<br />

muchachos <strong>com</strong>o la aguzadera para el hierro en masa. Aunque toda la vida hubiese recibido<br />

Eusebio consejos de moderación, de desprecio de las vanas opiniones de los hombres, jamás<br />

se hubiera determinado a llevar un cesto por la calle, ni se hubiera persuadido del bien que por<br />

ello le había de venir. Y aunque entonces no llevó los cestos porque Altano los escondió; pero<br />

Hardyl que poseía en sumo grado esta excelente parte en un maestro de no dejarse denostar de<br />

las supercherías del discípulo, antes de quedar vencido del engaño si porfiaba en no querer<br />

salir de casa sin los cestos, le dijo a Eusebio: No importa, hijo mío, dejémoslos en casa y<br />

vamos a la mía que allí te enseñaré a trabajar otros y, hechos, los traeremos a mostrar a tus<br />

padres, los cuales los apreciarán mucho más. Con lo cual sacó mayores ventajas para su<br />

intento, tomando motivo del ardid vencido para hacerle entrar en el aprendizaje,<br />

encareciéndole el gusto que tendrían sus padres en ver un cesto hecho por sus manos.<br />

Y así, luego que llegó a la tienda hízolo sentar junto a sí y atender al entretejo, cruzando<br />

muy despacio los juncos, <strong>com</strong>o si acabado aquel cesto que <strong>com</strong>enzaba a <strong>com</strong>poner Hardyl,<br />

hubiese de saber hacer Eusebio otro semejante. En esta ocupación los halló empleados<br />

Henrique Myden cuando llegó a la tienda. Grande fue su interior conmoción a vista de la<br />

docilidad de Eusebio y de la idea del humilde oficio a que atendía; y sin poder contener sus<br />

lágrimas, echándole los brazos al cuello, desahogaba en él su <strong>com</strong>pasiva ternura, diciendo:

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