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Parte primera<br />

A D. Simón Rodríguez Laso<br />

¡Oh tú! do quiera que estés, pues lo ignoro: alma digna de la memoria de un pobre, cuya<br />

desnudez vestiste, recibe este tributo de mi reconocimiento en el Eusebio que te presento. Si<br />

él llega a ser útil a uno solo, no podrás desdeñar que tu nombre sirva de corona a su frente; y<br />

si es digno de tu aprecio, queda mi gratitud acreditada. El aplauso o desprecio de los hombres<br />

sólo podrán merecerme una mirada indiferente. La aprobación de uno bueno es preferible a<br />

todas las alabanzas de opinión. Pueda la virtud, el honor y la fortuna suplir de colmo a lo que<br />

falta a mi agradecimiento.<br />

Prólogo<br />

El hombre es el objeto de este libro: las costumbres y las virtudes morales son el<br />

cimiento de su religión. Católico, la tuya es sola la verdadera, sublime y divina; mas tú no<br />

eres solo en la tierra y el Eusebio está escrito para que sea útil a todos. El impío, el libertino,<br />

el disoluto, no se mueven por objetos de que hacen burla, ni se dejan convencer de razones<br />

que desprecian; y aquellos mismos que desde el trono de su altanera filosofía, querrán tal vez<br />

dignarse de poner los ojos en el Eusebio, lejos de aprovecharse de su lectura, le volverían con<br />

desdén el rostro después de haberle arrojado de sus manos, si en vez de la doctrina del<br />

filósofo gentil Epicteto, vieran la de Kempis, o la de otro católico semejante. Tal es la<br />

extravagancia de la mente y la depravación del corazón humano. Deja, pues, que estos tales<br />

vean la virtud moral desnuda y sin los adornos de la cristiana, para que reconociéndola<br />

después ataviada con ellos, puedan tributarle mejor sus sinceras adoraciones.<br />

Libro primero<br />

Los vientos amansaban sus iras y el cielo, todavía rebozado, abría al alba el horizonte,<br />

cuyos dulces albores alegraban la tierra trabajada de un horrible huracán que cubrió de<br />

espanto y estragos las costas del Maryland y de la Carolina. Las aves, roto su silencioso<br />

pavor, parecía que se regocijaban con blandos quiebros y alborozados cantos de la venida de<br />

la aurora que amanecía.<br />

De sus rayos herida la granja de Henrique Myden, honrado cuáquero de Filadelfia, dale<br />

indicios de la deseada serenidad. Ansioso deja el lecho para gozar del hermoso espectáculo<br />

que el cielo, en parte sereno, y la tierra, dorada de los vivos resplandores del esperado día, le<br />

presentaban a la vista.<br />

Mientras se <strong>com</strong>placía en el cotejo del horror de la pasada tempestad con la dulce quietud<br />

y alegría de la serenidad presente, tiende sus ojos al mar y llama su atención un objeto que<br />

fluctuaba sobre las olas, pareciéndole fragmento de navío. Empeñada su curiosidad en<br />

distinguirlo, parecíale descubrir señas y movimientos que excitaban sus dudas <strong>com</strong>pasivas.<br />

Instigado de éstas, entra a llamar a su mujer Susana, a quien da parte de sus piadosos recelos,

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