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HENRIQUE MYDEN.- Lo entiendo, lo entiendo; <strong>com</strong>encemos a tomar desde ahora<br />

providencias y se celebrará cuanto antes. ¿No es así, Leocadia, hija mía?, ¿no lo deseas así,<br />

Eusebio?<br />

EUSEBIO.- Así sea, padre mío, así sea.<br />

Confirmó Eusebio su voluntad abrazando a Henrique Myden, que lo abrazó también él,<br />

diciéndose mutuamente tiernas expresiones, nacidas del paterno afecto y del filial<br />

reconocimiento a tan buen padre. Interrumpió estas dulces demostraciones Taydor, que traía<br />

del bastimento la cajita de los regalos para Leocadia. Consistían en algunas joyas engastadas<br />

con sumo primor, y en otras preciosas bujerías de gusto, sin las cuales no sabe pasarse la<br />

generosidad de un amor tierno y puro cual era el de Eusebio. En ellas no ponía otro aprecio<br />

que el que sólo se merecían por el fin para que las <strong>com</strong>pró. Así se lo manifestó a Leocadia al<br />

entregarle la cajita, diciéndole:<br />

EUSEBIO.- Aquí tenéis, Leocadia, esta prueba de mi memoria, mas no de mi afecto;<br />

pues sólo es señal que tuve dinero para emplearlo en esos lucientes dijes; espero que los<br />

recibiréis <strong>com</strong>o demostración igual a la que hace un pobre labrador a su amada con las flores<br />

que sólo le cuestan el cogerlas.<br />

LEOCADIA.- Así las recibo, don Eusebio; estad seguro que la más preciosa joya para<br />

mí es vuestro corazón; vuestro solo amor pudiera suplir en mi aprecio a todas las joyas de la<br />

tierra.<br />

EUSEBIO.- Y vos sola, divina Leocadia, y vuestros virtuosos sentimientos suplirán en<br />

mi estimación a todos los bienes de este suelo. ¿Qué son para mí todas las riquezas de la<br />

tierra, en cotejo de vuestras gracias y hermosura, y de la virtud que las realza?<br />

LA MADRE.- ¡Lindas preseas son!, ¿dónde las habéis <strong>com</strong>prado, don Eusebio?<br />

EUSEBIO.- En Londres las <strong>com</strong>pré. Vuestra pregunta ha enfriado el encendido<br />

transporte con que iba a besarlas, no porque son joyas, sino porque son de Leocadia.<br />

LEOCADIA.- Las besaré, pues, yo, no por lo que valen sino por quien me las regala.<br />

EUSEBIO.- Provocado de tan amable ejemplo, lo imito según mi intención ardiente.<br />

LA MADRE.- Quien os viera y oye, tacharía de sobrado pueril ese vuestro cariñoso<br />

entretenimiento.<br />

EUSEBIO.- No lo dudo, doña Cecilia, si los ojos que nos vieran fueran ávidos, secos y<br />

endurecidos del interés y de la vanidad, que sofocan en el corazón los más tiernos y dulces<br />

sentimientos del amor; ni le dejan probar sino los efectos vanos de la codicia y de la<br />

ambición, que forman el débil cimiento de sus sórdidos casamientos.<br />

LA MADRE.- ¿Y al vuestro qué cimiento le queréis dar?<br />

EUSEBIO.- La educación que habéis dado a Leocadia y los adorables sentimientos de la<br />

misma, me hacen esperar que el solo cimiento de nuestra unión será la virtud, exenta de<br />

ambición y de vanidad, y superior a todos los objetos exteriores que absorben y enfrían los<br />

afectos de la mutua correspondencia de dos amables genios. La virtud hace que éstos se<br />

ocupen sólo de sí mismos; la misma los estrecha con fuerza poderosa para resistir a la de los<br />

trabajos y desgracias, si con ellos quiere <strong>com</strong>batirlos la fortuna. La misma consume todos los

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