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Sin título - Revista Biblica

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Año 58 - 1996<br />

Págs. 1-55<br />

[1]<br />

HISTORIA E HISTORICIDAD DE LA REVELACIÓN<br />

La estructura temporal de la revelación<br />

Armando J. Levoratti<br />

La carta a los Hebreos lleva como portada una frase solemne, densa de contenido<br />

teológico, que resumen en pocas palabras la trayectoria completa de las intervenciones de<br />

Dios en la historia. Dios ‘habló” —es decir, hizo oír su voz (3,7), abriendo de ese modo un<br />

espacio para el diálogo— pero no se manifestó plenamente de una sola vez. Hay, por lo tanto,<br />

una historia de la revelación y de la verdad salvífica revelada por Dios; una historia que tuvo<br />

un desarrollo progresivo antes de llegar a su punto culminante, y que comprende dos etapas<br />

distintas y complementarias, cada una con su tiempo, sus destinatarios, sus características y<br />

sus mediadores propios.<br />

A la revelación acaecida “antiguamente” se contrapone la manifestación plena y<br />

definitiva de Dios en la persona de Jesús, hecho que introdujo un cambio epocal en el curso de<br />

los tiempos e hizo que el tiempo presente sea ya el “período final”.<br />

Además, a cada una de estas etapas corresponde una diferencia en los destinatarios de la<br />

revelación, expresada en el texto mediante la oposición "los padres” - "nosotros”. Con el<br />

pronombre "nosotros”, el autor se refiere, en primer lugar aunque no exclusivamente, a sí<br />

mismo y a la comunidad de sus lectores, mientras que "los padres” son los israelitas de las<br />

generaciones pasadas (3,9; 8,9), que recibieron las promesas divinas pero murieron sin verlas<br />

cumplidas (11,13.39).<br />

Y a esta doble diferencia —en el tiempo y en los destinatarios— se añade otra más,<br />

fundada esta vez en el modo de la revelación. El autor caracteriza esta nueva diferencia por<br />

medio de dos adverbios (polymeros


[2] kai polytropos), que ponen de relieve el carácter fragmentario, parcial e incompleto de<br />

la revelación otorgada a Israel: como Dios había hablado antiguamente “en múltiples<br />

ocasiones y de diversas maneras”, ninguna de las muchas palabras dirigidas a los israelitas (y<br />

ni siquiera el conjunto de ellas) podría ser considerada como la plenitud de la verdad revelada;<br />

máxime, si tenemos en cuenta la última de las oposiciones distintivas señaladas en los dos<br />

primeros versículos: la multiplicidad y la variedad de las manifestaciones divinas (rasgos<br />

característicos de una revelación que aún no había llegado a su etapa definitiva) implicaban<br />

necesariamente una pluralidad de mediadores, que aquí son designados globalmente con el<br />

nombre de “profetas”, y cuya mediación, transitoria y prefigurativa como todas las demás<br />

instituciones de la antigua alianza (8,5: 9,9; 10,1), aparece claramente contrapuesta a la<br />

revelación nueva y definitiva (o, como suele decirse, a la revelación “escatológica”) realizada<br />

por Dios en las palabras y en la persona del “Hijo".<br />

Así, a través de una serie de oposiciones dispuestas simétricamente en dos enunciados<br />

paralelos (este procedimiento estilístico se inspira indudablemente en el paralelismo<br />

“antitético” de la antigua poesía hebrea), el autor de la carta a los Hebreos fue conduciendo a<br />

sus lectores, en forma gradual, hasta el acontecimiento que recapitula todo el pasado y a la vez<br />

contiene implícitamente todo el porvenir. Este acontecimiento —la revelación de Dios en el<br />

Hijo- acaeció una sola vez (efapax) en el curso de la historia terrena, y es por eso mismo<br />

único, singular e irrepetible (7,27; 9,12; 10,10); pero es al mismo tiempo el acontecimiento<br />

final y definitivo (“escatológico”), porque introdujo en este mundo transitorio ese kreittón ti o<br />

“algo mejor” (11,40), que habían anunciado los profetas y estaba prefigurado en los ritos e<br />

instituciones de la antigua alianza, pero cuya plena manifestación había quedado reservada<br />

para los últimos tiempos (9,26).<br />

El comparativo griego kreitton, “mejor”, es una palabra clave en la carta a los Hebreos,<br />

que a veces tiene el significado general de “más grande” o “más valioso” (1,4; 7,7), pero que<br />

con más frecuencia establece una comparación entre los dones concedidos a Israel y los bienes<br />

aportados por Cristo. La nueva alianza es una “alianza mejor” (7,22; 8,6; cf. 12,24), ya que, al<br />

tener a Cristo como mediador y garante, lleva a su cumplimiento esa unión con Dios que la<br />

alianza antigua había sido incapaz de realizar plenamente.<br />

Esto quiere decir que el comparativo "mejor” pone de relieve la relación de continuidad y<br />

discontinuidad que existe entre lo antiguo y lo nuevo, o, más precisamente, la semejanza, la<br />

diferencia y la superioridad de lo nuevo con respecto a lo antiguo. La nueva alianza,


[3] en efecto, es en cierto sentido similar a la del <strong>Sin</strong>aí, porque también aquella tendía a<br />

establecer una auténtica comunión con Dios. Pero la antigua economía estaba radicalmente<br />

incapacitada para hacer que el pueblo llegara a esa meta, debido a la exterioridad de su<br />

ordenamiento jurídico y cultual. Por eso el mismo Dios, por medio de un oráculo profético<br />

(Jer 31, 31-34: Heb 8,8-12; 10,16-17), declaró provisoria e imperfecta la alianza sellada con<br />

los padres y. llegado el momento, cumplió aquel anuncio estableciendo a Cristo como<br />

“mediador de una alianza mejor, fundada en promesas mejores” (8, 6).<br />

Así se manifiesta el aspecto de discontinuidad, de diferencia y de ruptura que entraña<br />

necesariamente el cumplimiento de las promesas: la nueva alianza deroga y reemplaza a la<br />

antigua (8,13), del mismo modo que la acción sacerdotal de Cristo suprime “el primer culto”<br />

para instituir uno nuevo (10,9) e instaurar el tiempo de salvación que ya no puede ser<br />

superado. Y la instauración en el tiempo presente de esta realidad nueva y definitiva —o. para<br />

decirlo con un término ambiguo pero inevitable, de esta realidad “escatológica”— constituye<br />

para el autor de la carta el verdadero “cumplimiento” de las Escrituras.<br />

Aquí ya no se trata simplemente de la realización de algunos anuncios proféticos, sino de<br />

la sustitución de las antiguas instituciones judías por el “camino nuevo y viviente” que Cristo<br />

inauguró con el ofrecimiento de su propia vida (10,20) y que conduce a una “liberación<br />

definitiva” (9, 12), incomparablemente superior a las liberaciones temporarias acaecidas en la<br />

historia de Israel. Lo que Dios había exigido antiguamente en la ley y en los profetas, ahora lo<br />

ha realizado en el Hijo y por medio de él en los creyentes. Cristo, en efecto, “después de<br />

realizar la purificación de los pecados” (1,3), entró “de una vez para siempre” (efapax) en el<br />

santuario celestial, convirtiéndose así en “causa de salvación eterna para todos los que le<br />

obedecen” (5, 9).<br />

Esto quiere decir que la glorificación de Cristo ha modificado radicalmente la situación de<br />

espera descrita en el Antiguo Testamento. La esperanza cristiana ya no lo aguarda todo del<br />

futuro, sino que es “como un ancla del alma, sólida y firme”, que penetra hasta el lugar donde<br />

Jesús entró como “precursor” (pródromos) de sus hermanos (6, 19-20). De ahí que la vida<br />

cristiana deba ser descrita como una participación anticipada en los bienes del mundo<br />

venidero: los creyentes “han sido Iluminados una vez, han saboreado el don celestial y<br />

participado del Espíritu Santo, han gustado la palabra excelente de Dios y las fuerzas de la<br />

edad futura” (6, 4-5). Y hacia el final de la carta, el autor presenta la iniciación cristiana como<br />

un acercamiento gozoso al “monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, la


[4] Jerusalén celestial”, y a la “reunión festiva” donde Cristo, el mediador de la nueva<br />

alianza, celebra su liturgia escatológica (12, 22-24).<br />

Al describir con elocuencia inusitada esta espléndida liturgia celestial, el autor hace<br />

resaltar más aún una idea que ya había expresado anteriormente: Cristo vive eternamente para<br />

“interceder” por nosotros (7, 25). Su intercesión no es ya aquella súplica humilde y ardiente<br />

que había dirigido “en los días de su carne”, con clamor y lágrimas, al que podía salvarlo de la<br />

muerte (5. 7). Es la intercesión del “sumo sacerdote de los bienes futuros” (9, 11), que se ha<br />

sentado para siempre a la derecha de Dios (1, 3) y ha obtenido una “redención eterna” (9, 12).<br />

Pero esta liturgia celestial no está desconectada de la actividad terrena de Jesús. Todo lo<br />

contrario: su mediación celestial es el coronamiento y la consumación definitiva de todo lo<br />

que él hizo en la tierra, de manera que sus acciones terrenas, sin dejar de ser históricas en el<br />

sentido más pleno que se le puede dar a este término (ya que se trata de acontecimientos<br />

realmente acaecidos en la historia del mundo presente), poseen una dimensión que transciende<br />

el ámbito de lo puramente histórico y que les confiere una eficacia y un valor eternos.<br />

Esto lo ha dicho el autor una y otra vez a lo largo de toda la carta, y en 12,24 lo vuelve a<br />

repetir, aunque el procedimiento aquí empleado es tan sutil que suele pasar desapercibido. En<br />

efecto: entre los que celebran la solemne y gozosa fiesta escatológica, él no sólo menciona a<br />

Jesús, sino que se refiere expresamente a “la sangre de la aspersión” con que ha sido sellada la<br />

nueva alianza; y esa sangre derramada en la Cruz —es decir, en la tierra— está ahora presente<br />

en el cielo, donde “habla” eternamente “mejor que la de Abel”, ya que ésta pedía venganza,<br />

mientras que la sangre de Cristo, derramada en el Calvario, pide misericordia y perdón. 1<br />

De ahí que en el texto aparezcan contrapuestas, como dos cuadros antitéticos, la teofanía<br />

del monte <strong>Sin</strong>aí y la liturgia del monte Sión y de la Jerusalén celestial: en el <strong>Sin</strong>aí, la voz del<br />

Señor se hizo oír en medio de un espectáculo tan tremendo, que el pueblo de Israel y el mismo<br />

Moisés quedaron estremecidos de terror (12, 18-21): la liturgia celestial, en cambio, sin dejar<br />

de ser un espectáculo grandioso, tiene mucho más de fascinante que de numinoso.<br />

1<br />

“La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo”, había dicho Yahvé a Caín después del<br />

fratricidio (Gn 4,10).


[5]<br />

La salvación de la comunidad está garantizada por Aquel que intercede al Padre por ella.<br />

El sumo sacerdote celestial pone constantemente ante los ojos de Dios la ofrenda de sí mismo<br />

realizada eh el Gólgota. Y esto une íntimamente la liturgia celestial a la pasión de Jesús. La<br />

oblación consumada en la cruz permanece actual por toda la eternidad, y la iglesia terrena<br />

tiene en la Cena del Señor el anticipo sacramental de aquella liturgia escatológica. 2 Por eso el<br />

autor, para acentuar la tensión entre el ‘ya” de la fe y el “todavía no” de la esperanza,<br />

presenta aquí como un hecho (“ustedes se han acercado”) lo mismo que en otros pasajes<br />

expresa en forma de exhortación (“acerquémonos, entonces...” 4,16).<br />

Esta estructura temporal de la revelación está presupuesta, aunque no de manera tan<br />

explícita, casi en cada página del Nuevo Testamento. Para Pablo, predicar a Jesús significa dar<br />

a conocer un misterio guardado en secreto desde la eternidad, pero revelado “ahora (nyn) y<br />

anunciado a todas las naciones” (Rm 16, 25-26). La venida de Cristo, una vez cumplida la<br />

etapa de preparación atestiguada en el Antiguo Testamento, constituye “la plenitud del<br />

tiempo” (Gl 4,4: cf. Ef 1,10). Y esta misma idea se encuentra en el prólogo del cuarto<br />

evangelio: “La Ley fue dada por medio de Moisés, la gracia de la verdad vino por medio de<br />

Jesucristo” (1, 17). Jn distingue aquí las dos grandes etapas de la revelación: la ley, revelada<br />

por la mediación de Moisés, y la plenitud de la verdad, realizada en Jesucristo. La forma<br />

verbal egéneto del v. 17 describe un devenir histórico, un acontecimiento del pasado: es el<br />

momento más importante de toda la economía de la revelación, la venida del Verbo, “lleno de<br />

gracia y de verdad” (1, 14). 3<br />

En una palabra: Dios hubiera podido darse a conocer de un modo distinto, insertando toda<br />

la revelación en la historia de la humanidad de una sola vez. Pero su pedagogía ha sido otra, y<br />

ha querido que el tiempo formara parte esencial de su designio de salvación. Las reflexiones<br />

siguientes tratan de llamar la atención sobre algunos textos bíblicos que no dejan dudas al<br />

respecto.<br />

2<br />

Cf. J. Thurèn. Das Lobopfer der Hebräer. Abo, 1973: P. Andriessen, “L’Eucharistie dans l’épitre aux<br />

Hébreux” en: NRT 94 (1972) 269-277: A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo testamento.<br />

Sígueme, Salamanca, 1984. págs. 238-240.<br />

3<br />

Cf. I. de la Potterie. ‘Storia e veritá”. en: Problemi e prospettive di Teología fondamentale. Queriniana,<br />

Brescia. 2 1982. pág. 133 y <strong>Revista</strong> Bíblica 39(1977)293-295.


[6]<br />

El pueblo de Israel<br />

Hacia el siglo XIII a.C. una nueva realidad histórica comenzó a emerger en la región que<br />

más tarde se habría de llamar Palestina. Esa nueva realidad era Israel, un pueblo que en el<br />

decurso del tiempo iba a vivir un destino singular, pero cuyo carácter único y nuevo aún no<br />

podían comprender los primeros que lo hacían surgir a la existencia.<br />

Esta nueva realidad histórica se fue gestando lentamente, en medio de las culturas<br />

establecidas en el sector geográfico que va desde la Mesopotamia hasta Egipto, y desde el mar<br />

Mediterráneo hasta el desierto de Arabia. En ese contexto, rico en manifestaciones culturales<br />

heterogéneas, Israel supo ejercer su notable capacidad de asimilación y de discriminación. Las<br />

culturas ambientes le ofrecían una incontable variedad de elementos: géneros literarios como<br />

las cosmogonías y los himnos a los dioses, prácticas cultuales (como las fiestas religiosas y los<br />

sacrificios) y, sobre todo, una abigarrada mitología. Israel supo mantener un contacto fluido<br />

con esas culturas, y asimiló muchas de las riquezas que ellas le ofrecían. Pero la incorporación<br />

nunca se realizó en forma indiscriminada, sino que estuvo siempre dirigida por una aguda<br />

conciencia crítica. Así el pueblo de Israel logró crecer y desarrollarse a través del tiempo, sin<br />

perder para nada su propia identidad.<br />

En una etapa relativamente avanzada de su historia, los israelitas se consideraron a sí<br />

mismos “descendencia de Abraham” e “hijos de Jacob”, es decir, nacidos todos de un solo<br />

tronco común. La Biblia da testimonio de esta convicción, porque describe la formación de<br />

Israel como el crecimiento por dilatación de un núcleo original. El núcleo originario fue la<br />

familia de Jacob, que al término de muchas migraciones bajó a Egipto y allí se multiplicó<br />

hasta convertirse en un pueblo fuerte y numeroso (cf. Ex 1,1-7: Deut 26,5-10). Al ver que<br />

aquel grupo de extranjeros no cesaba de expandirse, los egipcios sintieron miedo y trataron de<br />

eliminarlos, matando a los varones recién nacidos e imponiendo a los demás una dura<br />

servidumbre. Pero el Dios de sus antepasados oyó el clamor de los oprimidos, se reveló a<br />

Moisés con el nombre de Yahvé, y los liberó de la esclavitud con brazo extendido y mano<br />

poderosa. Así el pueblo de Israel salió de Egipto y peregrinó por el desierto durante cuarenta<br />

años: luego, bajo la guía de Josué, entró en la Tierra prometida, conquistó su territorio,<br />

eliminó a sus antiguos habitantes (los cananeos), y creció cada vez más hasta constituir la<br />

nación que eligió como reyes primero a Saúl y después a David (cf. Deut 26, 5-10).


[7]<br />

Esta interpretación genealógica, si bien era apta para grabarse fácilmente en la memoria de<br />

un pueblo sencillo, simplifica demasiado los hechos y reduce a un esquema lineal un<br />

desarrollo histórico extremadamente complejo. Aunque las fuentes disponibles no permiten<br />

reconstruir en detalle cómo se desarrollaron los hechos, lo cierto es que la formación de Israel<br />

no puede explicarse como el simple crecimiento de una sola familia —el clan de Jacob—, sino<br />

que fue el resultado de un vasto proceso de incorporación y de integración. Esto quiere decir<br />

que el principio unificador de Israel no fue la homogeneidad racial, sino un destino y unas<br />

experiencias comunes. Y entre el cúmulo de factores que contribuyeron a la formación de<br />

Israel como nación, el más decisivo fue sin duda el culto a Yahvé.<br />

La Biblia confirma de algún modo esta interpretación, cuando dice, por ejemplo, que a la<br />

salida de Egipto se unió a los israelitas una “multitud heterogénea” de gente extranjera (Ex<br />

12,38: cf. Nm 11,4: Jos 8,35), o cuando refiere la estratagema que urdieron los gabaonitas<br />

para concluir con Josué un tratado de paz. Al descubrirse el engaño, los gabaonitas quedaron<br />

incorporados a Israel como ciudadanos de segundo orden (en calidad de leñadores y<br />

aguateros); pero la alianza había sido confirmada con un juramento irrevocable, y gracias a<br />

ella aquellos antiguos habitantes de Canaán no fueron aniquilados sino que pudieron salvar<br />

sus vidas (Jos 9,3-27). 4<br />

Cuando grupos originariamente autónomos se integran en una unidad superior, no por eso<br />

dejan de existir como elementos activamente diferenciados. La historia del antiguo Israel da<br />

una buena prueba de ello, porque muestra cómo las tribus israelitas, que al comienzo habían<br />

mantenido una forma de vida más o menos independiente, fueron luego capaces de llevar a<br />

cabo un notable proceso de unificación. Este proceso tuvo al comienzo una bien definida línea<br />

ascendente, pero no llegó a consolidarse plenamente y terminó gradualmente en una relativa<br />

desintegración.<br />

El primer intento de unificación de las tribus se produjo a fines del segundo milenio a.C.,<br />

cuando los filisteos constituían una grave amenaza para Israel. El estado de semianarquía en<br />

que se encontraban las tribus israelitas no era el más indicado para responder a un desafío tan<br />

serio y enfrentarlo de manera eficaz. Se requería la formación de un frente común, bajo la<br />

conducción de un caudillo guerrero reconocido por todos. El hombre providencial fue Saúl, un<br />

4<br />

Para una exposición más detallada de esta afirmación, véase mi articulo “En tiempos de Josué y de los<br />

Jueces”, en: Palabra y Vida 40/42. págs. 9ss.


[8] labrador de la tribu de Benjamín, que encabezó una exitosa incursión militar en el<br />

territorio de la Transjordania, al término de la cual se hizo proclamar rey (1 Sam 11). Saúl<br />

puso las bases de un estado monárquico, pero no logró eliminar la amenaza exterior ni<br />

consolidar la unidad interior. Sus tropas llevaron a cabo algunos atrevidos golpes de mano,<br />

pero al fin terminó por imponerse la superioridad bélica de los filisteos. El monte Gelboé fue<br />

el trágico escenario de aquella derrota final, acaecida hacia el año 1010 a.C. Allí quedaron<br />

tendidos Saúl y tres de sus hijos (1 Sam 31,8).<br />

Una vez desaparecido Saúl, David tomó el relevo. Su enérgica acción logró afianzar la<br />

institución monárquica, pero tampoco llegó a consolidar plenamente el proceso de unificación.<br />

Con la muerte de Salomón, su heredero en el trono, hicieron crisis las antiguas rivalidades<br />

entre el norte y el sur, y el “cisma” puso fin al período de la “monarquía unida” (cf. 1 Re 12).<br />

A partir de entonces, los reinos de Israel y de Judá siguieron cada uno su propio destino, hasta<br />

que la expansión imperialista, primero de Asiria y luego de Babilonia, acabó sucesivamente<br />

con los dos reinos.<br />

Los profetas<br />

A lo largo de casi todo el período de los reyes se entabló una larga lucha para decidir si el<br />

que debía ser adorado era Yahvé, el Dios del <strong>Sin</strong>aí, o Baal, la divinidad cananea de la<br />

fertilidad. Una de las etapas más duras en este enfrentamiento aparece reflejada en las<br />

tradiciones sobre la actividad del profeta Elías (1 Re 17-19). La narración del juicio de Dios<br />

sobre el Carmelo (1 Re 18) describe de manera típica la victoria de Yahvé, que hace bajar<br />

fuego del cielo para demostrar que él, y no Baal, es verdaderamente Dios. Por otra parte, los<br />

relatos sobre la sequía y la lluvia (1 Re 17,1; 18,1-2; 16, 41-46) transfieren de Baal a Yahvé el<br />

poder de bendecir y de dar la fertilidad al suelo. Otro testigo fundamental de esta lucha es el<br />

profeta Oseas. 5<br />

5<br />

El culto de Baal estuvo presente en Israel desde sus primeros contactos con el país de Canaán (Nm 25.1-5). Se<br />

siguió practicando durante el período de los jueces (cf. Jc 6, 25-32) y en tiempos del profeta Elías (1 Re 18.18), y<br />

sobrevivió a pesar de los esfuerzos de Jehú para eliminarlo del reino del Norte en forma sangrienta (2 Re<br />

10,18-27). La polémica de Oseas en el siglo VIII no deja dudas sobre el atractivo que aún ejercía sobre los israelitas<br />

el culto de Baal, y parece que esa misma situación se mantuvo hasta la caída de Samaria (cf. 2 Re 17,16).<br />

También en Judá hubo intentos de erradicar el baalismo violentamente (2 Re 11,18), pero este cobró un nuevo<br />

impulso en el siglo VII, durante el reinado de Manasés (2 Re 21.3). Los textos mitológicos del antiguo Oriente<br />

(especialmente los de Ugarit, que dan la descripción más precisa de ese dios) presentan a Baal como una divinidad<br />

ligada a los fenómenos meteorológicos: es el dios de las tormentas, que concede las lluvias y la fecundidad;<br />

el viento, los truenos, relámpagos y rayos, el rocío y la nieve son el lugar de sus teofanías. Esos mismos textos lo<br />

presentan también como un dios guerrero y describen sus relaciones amorosas con sus esposas, Atirat y particularmente<br />

Anat, identificada luego con Astarté. Siempre que el AT habla de Baal lo hace en tono despectivo o<br />

polémico, y por eso resulta difícil saber qué características asumió en Israel el culto de Baal. Resulta claro, sin<br />

embargo, que incluía altares y estelas, personal de culto como sacerdotes y profetas, ofrendas y banquetes sacrificiales,<br />

fiestas y tal vez procesiones (es probable que la expresión “ir detrás de los baales”, por los menos en<br />

algunos casos, deba ser interpretada en sentido estrictamente físico). El AT habla indistintamente de Baal y de<br />

los Baales, aludiendo a los diversos lugares donde se celebraba su culto y a las distintas formas que asumía, sin<br />

que esto obligue a poner en duda la unicidad del dios. Un testimonio de esta Identidad son los nombres de Baal<br />

Peor (Nm 23,3.5; Dt 4,3; Os 9,10; Sal 106,28), Baal Berit (Jc 8,33; 9,4) y Baal Zebub (2 Re 1,2.6.16); estos tres<br />

nombres se refieren sin duda al mismo dios Baal, venerado, respectivamente, en la Transjordania, en Siquem y<br />

en Eqrón (la ciudad filistea).


[9]<br />

La certeza de hablar en nombre de Dios constituye un rasgo fundamental de la conciencia<br />

profética. Esta certeza se pone de manifiesto en las frases con que los profetas suelen<br />

introducir su mensaje: “Así habla Yahvé” y "¡Escuchen la palabra de Yahvé!". De ese modo<br />

se presentan a sí mismos como mensajeros, heraldos o portavoces que no hablan en nombre<br />

propio sino que trasmiten un mensaje que no les pertenece. Cuando las duras palabras que<br />

Jeremías pronunció contra el templo de Jerusalén lo pusieron al borde de la muerte, lo único<br />

que pudo decir en su defensa fue: “Yahvé me ha enviado” (26,1). Su existencia entera estaba<br />

al servicio de esa misión: “Yahvé me envió para profetizar contra esta Casa y esta ciudad<br />

todas las palabras que ustedes escucharon... En cuanto a mí, aquí estoy en manos de ustedes.<br />

Hagan conmigo lo que mejor les parezca” (Jer 26, 12.14). En esto radica lo esencial del<br />

profetismo bíblico, como lo confirman las palabras de Isaías: “Lo que oí de Yahvé... eso es lo<br />

que yo les anuncio” (Is 21, 10).<br />

Esta compenetración de lo humano y lo divino en la conciencia profética —<br />

compenetración que es, a un mismo tiempo, revelación y respuesta, receptividad y<br />

espontaneidad, acontecimiento y experiencia— ha sido analizada y descrita con notable<br />

profundidad por el rabino Abraham J. Heschel, en una obra que ya se ha vuelto clásica.<br />

Heschel acepta que se hable del profeta como de un portavoz o mensajero, pero en seguida<br />

añade que un examen cuidadoso nos impide considerar la inspiración profética como una<br />

recepción pura-


[10] mente pasiva. El profeta no se limita a repetir en forma impersonal el mensaje<br />

recibido. Al contrario, la actividad y la experiencia proféticas implican la total participación y<br />

el compromiso de la persona en el acto de transmitir el mensaje.<br />

Más concretamente, esta participación es una identificación plena y absoluta con el pathos<br />

divino. En el pathos de Dios —es decir, en la pasión con que él ama a su pueblo- está para<br />

Heschel la clave de la profecía bíblica. Dios está comprometido con la vida humana. Su papel<br />

no es el de un juez o el de un observador indiferente, sino el de una parte apasionadamente<br />

comprometida. Una relación personal (expresada con el término “alianza” o mediante el<br />

simbolismo de la unión conyugal) lo liga de manera entrañable al pueblo de Israel. Las<br />

manifestaciones de su amor y su misericordia, de su desengaño y su ira, de su ternura y su<br />

dolor son revelaciones de su ser más profundo, y ese mismo pathos divino se hace presente<br />

con particular intensidad en la palabra de los profetas. En casi todas las páginas de los escritos<br />

proféticos se percibe un eco de esa pasión de Yahvé por su pueblo y del desengaño divino por<br />

la falta de respuesta:<br />

¿Cómo te abandonaré, Efraim?...<br />

Mi corazón se conmueve en mi interior,<br />

todas mis entrañas se estremecen.<br />

No daré curso al ardor de mi ira,<br />

no destruiré de nuevo a Efraim.<br />

Porque yo soy Dios, no un hombre,<br />

el Santo en medio de ti,<br />

y no vendré para destruir.<br />

(Os 11,8-9)<br />

Pueblo mío, ¿qué te hice,<br />

en qué te molesté? Respóndeme.<br />

Yo te hice subir de Egipto,<br />

te rescaté de la esclavitud...<br />

(Miq 6,3-4)<br />

La intensidad de los sentimientos expresados en estos textos resultaría un enigma<br />

indescifrable si el profeta no estuviera emocionalmente identificado con el pathos de Dios.<br />

Pero esa identificación no implica la fusión del ser o la pérdida de la identidad por parte del<br />

portador del mensaje profético, sino que es más bien una íntima armonía de voluntad y de<br />

sentimiento (o bien, como dice Heschel, un estado que podría llamarse unio sympathetica). El<br />

profeta vibra con las mismas emociones que conmueven a Yahvé. En virtud de esta<br />

sympathía, el pathos de Dios se convierte en pasión humana y entra en la historia como fuerza<br />

operante y como principio perturbador del orden establecido.


[11]<br />

La absoluta alteridad de la palabra de Dios se hace más evidente todavía cuando el profeta<br />

vive su mensaje como una carga insoportable y como un peso casi imposible de sobrellevar.<br />

El pathos de Dios y el de su portavoz entran entonces en conflicto, porque el mensaje que<br />

debe proclamar contradice sus deseos y sentimientos más íntimos. Y en esos momentos de<br />

crisis el profeta sufre un tremendo desgarramiento interior: “Yahvé, tú me has seducido y yo<br />

me dejé seducir... Cada vez que anuncio la Palabra tengo que hablar a gritos y exclamar:<br />

‘¡Violencia!’ ‘¡Destrucción!’. A causa de la Palabra de Yahvé soy objeto de ultrajes y de<br />

burlas constantes” (Jer 20, 7-8).<br />

Expresiones como éstas —de cuya sinceridad es imposible dudar— atestiguan claramente<br />

que el profeta no considera su mensaje como un eco o una proyección de sus propios deseos.<br />

La Palabra de Yahvé “llega” al profeta, se le impone como una fuerza irresistible y se<br />

distingue de sus propios sentimientos e ideas. “Si el león ruge, ¿quién no temerá? Si Yahvé<br />

habla, ¿quién no profetizará?” (Am 3, 8).<br />

Por ser al mismo tiempo palabra de Dios y palabra humana, la palabra profética lleva en sí<br />

un misterio inquietante. Al proclamar su mensaje, el profeta sabía que su palabra no era sólo<br />

un anuncio, una advertencia o una enseñanza. Era también un acontecimiento salvífico y un<br />

juicio de Dios. Porque al presentarse delante del pueblo como mensajero de Dios, él ponía a<br />

su auditorio en la necesidad de dar una respuesta, y de esa respuesta dependía que la palabra<br />

fuera causa de juicio o de salvación. Para el que sabia reconocer la voz de Dios en la palabra<br />

del profeta, el mensaje era fuente de salvación y de vida; de lo contrario se convertía en<br />

motivo de ruina y de condenación, como lo hace notar, entre muchos otros pasajes proféticos,<br />

el siguiente texto de Jeremías (11, 6-8):<br />

Yahvé me dijo: Proclama todas estas palabras en las ciudades de Judá y en las calles<br />

de Jerusalén, diciendo: Escuchen las palabras de esta Alianza y pónganlas en<br />

práctica. Porque yo dirigí una solemne advertencia a sus padres el día en que los hice<br />

salir del país de Egipto, y hasta el día de hoy les he advertido incansablemente,<br />

diciendo:“¡Escuchen mi voz!”. Pero ellos no han escuchado ni inclinado sus oídos,<br />

sino que han seguido los impulsos de su corazón obstinado y perverso. Por eso hice<br />

venir sobre ellos todas las palabras de esta Alianza, que yo les había ordenado<br />

practicar y ellos no han practicado.<br />

El carácter paradójico de la revelación —fuente de bendición y de vida para unos, y causa<br />

de ruina y de condenación para otros— se expresa igualmente en Deut 30, 15-19:<br />

Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha.


[12] Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas a<br />

Yahvé, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces<br />

vivirás, te multiplicarás, y Yahvé tu Dios te bendecirá en la tierra donde ahora vas a<br />

entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te<br />

dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo les anuncio hoy<br />

que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que<br />

van a poseer después de cruzar el Jordán. Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo<br />

y a la tierra: yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición.<br />

Elige la vida y vivirás, tú y tus descendientes...<br />

También el Nuevo Testamento mantiene viva la idea de la Palabra que salva y que juzga. 6<br />

La carta a los Hebreos la expresa con una imagen particularmente sugestiva: “La Palabra de<br />

Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de doble filo: penetra hasta la división del<br />

alma y del espíritu, hasta lo más profundo del ser y discierne los pensamientos y las<br />

intenciones del corazón” (Heb 4,12). Pero es el cuarto evangelio el que pone de relieve esta<br />

idea con una fuerza particular. Según este evangelio, Jesús no es solo el encargado de<br />

proclamar un mensaje de Dios, sino que su palabra es el mensaje definitivo que revela en<br />

plenitud el designio- de Dios (un designio, por otra parte, que él mismo viene a realizar). Así<br />

queda relegado y superado el tema de la inspiración profética. Jesús no es un simple portavoz<br />

de Dios como los profetas antiguos, sino que da testimonio de lo que él mismo ha visto y oído<br />

(Jn 3,31-32). Su testimonio presupone una experiencia inmediata, un conocimiento sin<br />

intermediarios de los designios divinos y del mismo Dios. Y sólo Jesús puede darlo, porque<br />

el que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la<br />

tierra y habla de la tierra; el que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído,<br />

pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz.<br />

El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida<br />

(Jn 3, 31-34).<br />

6<br />

En el plano puramente humano, la palabra, una vez proferida, queda a merced del interlocutor y de su<br />

capacidad de comprensión y de respuesta. El interlocutor (o el lector) es su intérprete; él la puede deformar, alterar<br />

o tergiversar; pero también puede comprenderla en profundidad y hacerla fructificar con frutos que pueden<br />

ser esperados o imprevisibles. La palabra proferida es corno una semilla sembrada; no se sabe si dará frutos o si<br />

morirá estéril. Paradójicamente, todo esto sucede también con la palabra de Dios. Como la palabra humana, ella<br />

es entregada como un don a los seres humanos y buscar influir sobre ellos sin violentar su libertad. Cuando es<br />

escuchada y suscita una respuesta, la palabra penetra en la historia y ejerce allí su poder de imprimir una nueva<br />

dirección al curso de los acontecimientos.


[13]<br />

La revelación es una gracia, el don supremo del amor paternal de Dios, porque “tanto amó<br />

Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que<br />

tenga Vida eterna” (Jn 3,16). En cuanto revelación de Dios, la palabra de Jesús es fuente de<br />

vida eterna y tiene poder para introducir al creyente en la comunión con el Padre. Pero esa<br />

palabra exige una respuesta. De ahí que el acto supremo del amor de Dios pueda convertirse<br />

en causa de condenación para el que se obstina en su pecado y rechaza el mensaje de<br />

salvación: “El que cree en él no será condenado, pero el que no cree en él ya está condenado,<br />

por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn 3,18). “El que cree en el Hijo tiene Vida<br />

eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él”<br />

(Jn 3,36). 7<br />

Por lo tanto, la palabra de la revelación constituye una estructura divino-humana que<br />

alcanza su realización más plena en el misterio de la encarnación. Según la teología epifánica<br />

del cuarto evangelio, el Verbo, que en su preexistencia trascendente y eterna era Dios y estaba<br />

con Dios (Jn 1,1), se hizo carne y habitó entre nosotros (1,14). Esto<br />

7<br />

El cuarto evangelio ha puesto especial énfasis en el doble aspecto de salvación y de juicio que implica<br />

necesariamente el hecho de la revelación. Cuando Jesús dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12),<br />

o bien, “Yo soy la luz que ha venido a este mundo” (12, 46), aclara de inmediato el sentido de esa metáfora: Él es<br />

la “luz de la Vida”, que ha venido al mundo no para condenar sino para salvar (o, en lenguaje joánico, para hacer<br />

posible el paso de las tinieblas a la luz). Luz es sinónimo de vida y de salvación. Pero el paso de las tinieblas a la<br />

luz (o de la muerte a la vida, Jn 5, 24), no se produce en forma automática: siempre y únicamente se realiza por<br />

medio de la fe, es decir, mediante una participación activa del que escucha el mensaje, como lo hace notar el<br />

mismo Jesús cuando dice: “el que me sigue”, el que “escucha mi palabra” (5, 24) y "cree en mi” (12, 46). Así<br />

tiene lugar la paradoja que el cuarto evangelio señala con más fuerza que los demás escritos del NT: en Jesús se<br />

revela plenamente el Dios Invisible (Jn 1, 18); la gloria de Dios se ha manifestado en él (1,14; 2, 11); sus<br />

palabras son espíritu y vida. Pero no todos reaccionan de la misma manera ante esa epifanía de Dios. Por eso, la<br />

persona y las palabras de Jesús provocan una “división” (sjisma, 7, 43; 9,16; 10.19): al ser interpeladas por la<br />

palabra de Dios, las personas tienen que elegir entre la fe y la incredulidad, y así la venida de la luz, precisamente<br />

porque abre la posibilidad de alcanzar la salvación mediante una decisión personal, desencadena una krisis, la<br />

más decisiva de todas. Juan juega entonces con el doble sentido de la palabra krisis. Las diferentes respuestas a la<br />

palabra de Jesús producen una “separación” entre los que la aceptan y los que la rechazan: para el creyente, es<br />

resurrección y vida; para el que la rechaza es krisis en el sentido de “juicio” condenatorio. La crisis alcanza los<br />

caracteres del juicio y la condenación siempre que los hombres amen más las tinieblas que la luz (3, 19). Por eso<br />

Jesús define su misión como una krisis: “Yo he venido a este mundo para un juicio (krisis): para que vean los<br />

que no ven y queden ciegos los que ven” (Jn 9, 39).


[14] quiere decir que todo el ser de Jesús, en los días de su vida terrena, era la revelación<br />

del Padre, la más perfecta epifanía de Dios: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (14,9);<br />

“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14,6). Pero la gloria divina de Jesús permanecía<br />

oculta tras la debilidad de su figura humana, y por eso muchos no aceptaron su palabra y se<br />

negaron a creer que él era el Enviado del Padre (cf. 5,38,40).<br />

O según las palabras de Pablo en Flp 2, 6-11: el que era de condición divina no se aferró<br />

celosamente a su igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo y asumió la condición de<br />

esclavo, convirtiéndose en un ser humano igual en todo a los demás (2, 6-7). También aquí la<br />

condición divina estaba oculta tras la humillación de Aquel que “se anonadó a sí mismo” y se<br />

humilló hasta aceptar la muerte, y muerte de cruz” (2, 8), de manera que sólo la fe podía<br />

reconocerla. Y este misterio de la encarnación se prolonga hoy en la palabra de la predicación,<br />

que es a un mismo tiempo “demostración del poder del Espíritu” y “mensaje de la cruz”. En<br />

ella se encierra una sabiduría divina y misteriosa; pero esa sabiduría no se expresa “en<br />

discursos sabios y persuasivos”, sino que se presenta “con temor y temblor”, para que la fe no<br />

se fundamente en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios” (cf. 1 Cor 2, 1-5).<br />

La época del exilio<br />

Al término del período de los reyes, la deportación a Babilonia señaló el comienzo de una<br />

nueva etapa creativa: el Judaísmo. A veces se piensa que el exilio fue para Israel una etapa<br />

vacía. Los hechos demuestran, por el contrario, que fue uno de sus momentos más fecundos y<br />

creativos. La catástrofe que culminó en el destierro ayudó a clarificar retrospectívamente la<br />

historia vivida hasta entonces. Israel meditó sobre su pasado, lo juzgó con lucidez y severidad,<br />

y extrajo de esa dura experiencia una idea más clara de su misión como Pueblo de Dios. Las<br />

inquietantes preguntas suscitadas por aquellos terribles acontecimientos hicieron que muchos<br />

israelitas, unos en Babilonia y otros en Palestina, trataran de encontrar la respuesta a partir de<br />

una seria reflexión sobre lo que había acaecido. Si Yahvé había establecido una alianza con<br />

Israel (Ex 19) —una alianza que debía alcanzar, en definitiva, a todas las naciones de la tierra<br />

(cf. Gn 12, 1-4)— ¿por qué había permitido la destrucción de Jerusalén y la deportación de<br />

sus habitantes? ¿Era Israel más perverso que las naciones que lo habían humillado y llevado al<br />

exilio? El Señor había


[15] dado a Israel como herencia el país de Canaán y había prometido a David una dinastía<br />

eterna, pero los acontecimientos actuales parecían desmentir esas promesas divinas. En estas y<br />

otras preguntas semejantes se manifestaba la crisis moral que había sacudido a Israel y que<br />

hacía tambalear la fe en él. ¿Era todavía posible seguir creyendo en él y afirmar que es justo y<br />

bueno?<br />

Sería demasiado largo hacer el balance de todo lo realizado mientras duró el exilio<br />

(598-539 a.C.) o en la época inmediatamente posterior. 8 Hay, sin embargo, algunos hechos<br />

significativos que merecen ser destacados.<br />

Una de las realizaciones más notables del período exílico ha sido la llamada historia<br />

deuteronomista. 9 Esta síntesis histórica pasó por distintas etapas antes de recibir su forma<br />

final. La última redacción tuvo lugar muy probablemente en Palestina, después que el rey de<br />

Babilonia Evil Merodac, sucesor de Nabucodonosor (562-560), libró de la prisión al rey<br />

Jeconias de Judá y lo acogió en su corte (2 Rey 25,27-30). Los hechos que abarca esa obra se<br />

extienden desde la época de los “Jueces” hasta la destrucción de Jerusalén (587); pero su<br />

verdadero propósito no es exponer simplemente “cómo ocurrieron las cosas”, sino<br />

interpretarlas y enjuiciarlas a la luz de la legislación<br />

8<br />

Cf. A. Gelin-J. Pierron-J. G. Gourbillon, Espiritualidad del exilio, Ediciones Marova, S.L.. Madrid.<br />

1968: Peter R.Ackroyd. Exile and Restoration. TheWestminster Press. Filadelfia. 1968.<br />

9<br />

Algunos exégetas consideran que la serie Jos-2 Rey no constituye una sola obra, y aun cuestionan la<br />

existencia de una “escuela deuteronomista” (así llamada porque de ella procede el Deuteronomio). <strong>Sin</strong> embargo,<br />

la presencia de la teología deuterónomica es claramente perceptible a través de toda la obra, como lo muestran de<br />

un modo especial las reflexiones que se insertan en los puntos históricos más decisivos, unas veces en forma<br />

narrativa y otras como palabras del personaje principal. Estas reflexiones no añaden datos nuevos, sino que tratan<br />

más bien de interpretar y de enjuiciar los hechos, en una forma de discurso que pudo haberse inspirado en la predicación<br />

profética. La obra deuteronomista, en su conjunto, intenta explicar por qué Israel había sido arrojado<br />

fuera del país que el Señor le había dado en herencia. Por eso el autor se remonta hasta las vísperas de la entrada<br />

en Canaán y hace ver en qué condiciones le habla sido dada esa tierra: no en términos incondicionales y absolutos,<br />

sino a condición de que se pusieran en práctica las cláusulas de la alianza (cf. Deut 30, 15-20). Véase<br />

también W. Schmidt. Introducción al Antiguo Testamento. Sigueme. Salamanca. 1983, pág. 176: Antonio González<br />

Lamadrid, Las Tradiciones históricas de Israel. Ed. Verbo Divino. Estella (Navarra), 1993. págs. 23-174.


[16] deuteronómica La destrucción de Jerusalén y el destierro habían sido para Israel un<br />

golpe tremendo, con múltiples repercusiones de carácter político, social, económico y, sobre<br />

todo, religioso. De un modo especial, planteaban de manera dramática la pregunta sobre la<br />

existencia y el destino de Israel como pueblo de Dios. Para contrarrestar la decepción y el<br />

derrotismo que amenazaban al pueblo (cf. Jer 31,29; Ez 12,21-22; 18,2; 37,11; Is 40,27), era<br />

necesario encontrar una respuesta a tan graves interrogantes, y eso es lo que trata de hacer la<br />

historia deuteronomista. La respuesta, en términos generales, es bastante clara: Israel no puede<br />

acusar al Señor de injusticia y de infidelidad a sus promesas, porque toda su historia pasada,<br />

desde la entrada en la tierra hasta la deportación a Babilonia, había sido una historia de<br />

constante claudicación ante Dios. Los profetas, en nombre del Señor, habían dirigido<br />

continuas advertencias al pueblo y a sus reyes, llamándolos a la conversión una y otra vez.<br />

Pero la predicación profética había caído en el vacío, y al final el Señor tuvo que castigar con<br />

extrema severidad las rebeldías de su pueblo. Por lo tanto, los verdaderos causantes de aquel<br />

desenlace fatal habían sido los pecados de los israelitas, con sus reyes a la cabeza, y no la<br />

arbitrariedad o la malicia de Dios. La historia deuteronomista tiene así un sentido concreto:<br />

demuestra la culpa de Israel y la justicia de Dios. Este mensaje coincide con lo expresado en<br />

el Salmo Miserere: “Será justa tu sentencia, y tu juicio irreprochable (Sal 51, 6).<br />

Otro aporte memorable de este período histórico fue la predicación de un gran profeta —<br />

Ezequiel—, maestro y guía espiritual de los Israelitas en el exilio.<br />

Ezequiel tuvo plena conciencia de haber sido llamado a ejercer la misión profética en un<br />

momento particularmente crítico. Situado en el límite de un mundo que se hundía y de otro<br />

que estaba a punto de nacer, tuvo que mirar al pasado para enfrentar el desafío presente y<br />

poner los cimientos del futuro. Por eso su predicación se divide en dos épocas, separadas por<br />

la caída de Jerusalén. En la primera etapa, el profeta muestra que ya se ha colmado la medida<br />

de los pecados y que el fin del reino de Judá es el castigo merecido por tantas infidelidades.<br />

En la segunda etapa su predicación cambia de tono y solo anuncia la salvación: ya nunca<br />

volverá a repetirse un castigo semejante.<br />

Ezequiel compara su misión profética con la del vigía o centinela (3,16-21; 33,1-9). Así<br />

como el centinela alerta a la ciudad cuando amenaza el peligro, así también el profeta debe<br />

advertir al malvado que un peligro de muerte se cierne sobre él. Ser escuchado o no es algo


[17] que escapa a su responsabilidad. Pero él tendrá que dar cuenta al Señor si no cumple<br />

con su deber de avisar. 10<br />

Hasta la destrucción de Jerusalén (cf. 24, 20-27), Ezequiel repitió incansablemente que el<br />

pasado debía quedar atrás definitivamente. Uno de los elementos más característicos.de su<br />

predicación es el trazado de grandes cuadros históricos, que le sirven para reprochar a Israel<br />

toda su historia de pecados (caps. 16, 20, 23). Ezequiel supera en este punto a todos sus<br />

predecesores, por la grandiosidad de la visión y por la implacable severidad con que anuncia<br />

el inminente juicio de Dios. La historia de Israel en su conjunto se le presentaba como un ciclo<br />

ya terminado. A diferencia de Jeremías (2, 1-3), no encontraba en ella ningún momento de<br />

auténtico amor y de fidelidad a Yahvé. El pecado no era un hecho esporádico, sino que<br />

atravesaba toda la historia de Israel, desde sus mismos comienzos. Las imágenes del<br />

matrimonio y del adulterio, heredadas de la tradición profética, le sirvieron para expresar<br />

simbólicamente la historia de la alianza dada por el Señor a Israel y conculcada por el pueblo.<br />

Particularmente duras son las palabras de Ezequiel contra Jerusalén. En 22, 1-16, el<br />

profeta enumera una lista de pecados considerados como “delitos de sangre”, y acusa a<br />

Jerusalén de todos ellos. A las acusaciones contra la “ciudad sanguinaria” (22, 2) se añade<br />

luego un sermón contra los distintos estamentos del país —príncipes, sacerdotes, profetas y<br />

nobles—, que se hicieron culpables por no haber cumplido con la misión recibida (22, 23-31).<br />

También los deportados a Babilonia fueron objeto de sus reproches. El profeta era para ellos<br />

“como un cantor de hermosa voz” (33, 32): acudían a él en masa, como quien va a un<br />

entretenimiento: escuchaban sus palabras, pero no las practicaban.<br />

Al mismo tiempo que denunciaba las falsas esperanzas de sus compatriotas en el exilio,<br />

Ezequiel combatió el fatalismo que se había apoderado de muchos israelitas. En 18, 2, él cita<br />

el refrán que muchos repetían con amarga ironía: “Los padres comieron los frutos agrios y los<br />

hijos sufren la dentera”. Contra esta idea se alza Ezequiel y la declara insostenible. El pasado<br />

de un individuo no pesa sobre él como un destino fatal e inexorable. Cada uno es responsable<br />

de sus propias acciones, y nadie tendrá que pagar por el pecado que cometieron sus<br />

antepasados. 11 Yahvé no quiere la muerte del pecador, sino que se<br />

10<br />

La imagen del centinela se encuentra también en Jer 6, 17, aplicada a los profetas en general. Cf. Is 21,<br />

6-9; Hab 2, 1.<br />

11 Así queda definitivamente superado el principio de la responsabilidad colectiva, expresado, por ejemplo, en<br />

Ex 20, 5 y en Deut 5,9 (cf. también Jn 9,1-2). En su afán por inculcar a los israelitas el sentido de la responsabilidad<br />

personal, Ezequiel no matiza sus afirmaciones. Hoy se pondría más de relieve el indudable influjo de la<br />

herencia y del medio ambiente sobre el carácter y el destino de cada individuo.


[18] convierta de su mala conducta y viva (18, 27-28). De ahí el apremiante llamado a la<br />

conversión: “Conviértanse y apártense de sus rebeldías, de manera que nada los haga caer en<br />

el pecado. Arrojen lejos de ustedes todas las rebeldías que han cometido contra mí y háganse<br />

un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué quieres morir, casa de Israel? Yo no quiero la<br />

muerte de nadie —oráculo de Yahvé—. Conviértanse y vivirán” (18, 30-32).<br />

Una vez que el Señor ejecutó su sentencia (33, 21-22), se inauguró una nueva etapa en la<br />

predicación de Ezequiel. Aunque muchos pensaban que todo estaba terminado y que ya no<br />

quedaba para Israel ninguna esperanza de supervivencia, el Señor decidió otorgar a su pueblo<br />

un nuevo comienzo. El profeta recapitula una vez más la historia pasada y hace ver cómo<br />

Israel, a causa de su impureza, fue dispersado entre las naciones. Pero esta dispersión tuvo<br />

también una consecuencia negativa, que afectaba el honor de Dios: al ver a los israelitas<br />

dispersos, muchos afirmaban despectivamente que el Dios de Israel había sido impotente para<br />

defender a su pueblo y retenerlo en el país que le había dado como herencia (36, 20), y así el<br />

nombre de Yahvé era profanado entre las naciones. Por eso él siente compasión de su santo<br />

nombre y decide reunir de nuevo a Israel, para hacerlo volver del exilio y restablecerlo en su<br />

antiguo suelo, a la vista de todas las naciones. <strong>Sin</strong> embargo, Ezequiel insiste en dejar bien<br />

claro el verdadero motivo de esta acción divina: “No lo hago por consideración a ustedes, casa<br />

de Israel, sino por el honor de mi santo nombre, que ustedes han profanado entre las naciones<br />

adonde han ido. Yo santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones, profanado por<br />

ustedes. Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé, cuando les muestre mi santidad por medio<br />

de ustedes” (36, 22-23).<br />

Esta promesa de salvación encuentra su expresión más impresionante en la visión de 37,<br />

1-14, cuyos elementos figurativos proceden de las palabras que pronunciaban los exiliados:<br />

“Se han secado nuestros huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza. ¡Estamos perdidos!”<br />

(37, 11). En este desesperanzado contexto, el profeta anuncia la restauración de Israel: muchos<br />

creen que el pueblo de Dios ha quedado reducido a un montón de huesos resecos: pero el<br />

Señor lo hará volver de nuevo a la vida bajo el soplo del espíritu. La nueva vida prometida a<br />

Israel es una nueva creación, en la que Yahvé, como


[19] en Gn 2, 67, modela los cuerpos sirviéndose de los huesos muertos y les insufla el<br />

aliento de vida.<br />

Pero no bastan la reunificación de los exiliados y el retorno a la tierra prometida. Es<br />

necesario producir en el corazón de cada uno de ellos una total transformación. Por eso la<br />

promesa de una nueva interioridad constituye el punto culminante de la predicación de<br />

Ezequiel. Si antes él había dicho y repetido que su pueblo se había contaminado con el culto a<br />

los ídolos, ahora el tema central de su anuncio a los exiliados es la purificación de los pecados<br />

y la transformación interior: “Los rociaré con agua pura y los purificaré de todas sus<br />

impurezas e idolatrías. Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les<br />

arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (36, 25-26). Así se volverán<br />

dóciles a la voluntad divina y serán capaces de practicar su Ley. Al profeta sacerdote le bastó<br />

recordar las abluciones que se practicaban al comienzo de las celebraciones litúrgicas para<br />

pensar que tal ilustración sería necesaria después de los años de exilio en la tierra impura de<br />

Babilonia. 12<br />

Ezequiel ha sido llamado, no sin motivo, el “profeta de la reconstrucción”. Este aspecto de<br />

su mensaje se pone de relieve en la parte final del libro que lleva su nombre (caps. 40-48),<br />

donde se trazan planes minuciosos para la reorganización de la comunidad a la vuelta del<br />

exilio. En estos capítulos el cuadro visionario del conjunto es manifiesto, aunque la<br />

presentación literaria muestra que no todos los detalles han sido percibidos en un momento de<br />

éxtasis. Cierto día, “la mano del Señor” se posó sobre Ezequiel y le hizo contemplar en una<br />

visión los contornos generales de la nueva Jerusalén y del Templo futuro. Después de ese<br />

rapto extático, el profeta reelaboró todos los detalles, dando a lo que brotaba de su reflexión o<br />

de su imaginación la forma de una larga serie de experiencias visuales. En esta gran visión<br />

final el profeta contempla el nuevo santuario de Israel emplazado sobre el monte más alto,<br />

dotado de proporciones armónicas y con una clara separación entre lo sagrado y lo profano.<br />

La esperanza de lo nuevo se une aquí con las reflexiones y los planes de los exiliados, que<br />

quizá llegaron a bosquejar algunos planos. El Israel renovado con que sueña Ezequiel es una<br />

comunidad cultual y teocrática, bajo el cetro del sumo sacerdote y reunida en torno al Templo.<br />

La lectura de esos textos resulta tediosa, pero detrás de ellos se descubre una convicción<br />

profunda: aunque la situación presente<br />

12<br />

31,31ss.<br />

Este pasaje de Ezequiel promete en otros términos lo que se anuncia acerca de la nueva alianza en Jer


[20] parecía indicar todo lo contrario, Israel tenía un futuro delante de sí. Las razones de<br />

Ezequiel para creer en ello no provenían de cálculos humanos, sino de su fe profética en la<br />

inquebrantable fidelidad de Dios para con su pueblo.<br />

La elección de Israel y la alianza<br />

La doctrina de la elección ocupa un lugar relevante en la conciencia religiosa de Israel. La<br />

Biblia no explica el porqué de esa elección divina, pero insiste en destacar la libre iniciativa de<br />

Dios y la gratuidad del don concedido a Israel:<br />

El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los<br />

pueblos. Al contrario, tú eres el más insignificante de todos. Pero por el amor que les<br />

tiene, y para cumplir el juramento que hizo a tus padres, el Señor los hizo salir de<br />

Egipto con mano poderosa y los libró de la esclavitud y del poder del Faraón, rey de<br />

Egipto (Deut 7,7-8).<br />

Israel ha sido elegido, no por méritos propios, sino por el amor de Yahvé y por la fidelidad<br />

con que él mantiene sus promesas. Esta elección no implicaba un privilegio, si por privilegio<br />

se entiende el derecho a dominar y a ser servido. Tampoco era un acto de favoritismo que<br />

confería arbitrariamente a Israel prerrogativas no concedidas a otros pueblos, aunque está<br />

claro que es una gracia excepcional el hecho de oír la Palabra de Dios y de pertenecer al<br />

pueblo de su elección. Pero el aspecto que más se destaca en la teología de la elección, tal<br />

como la presenta el Antiguo Testamento, no tiene que ver con ventajas o prerrogativas, sino<br />

más bien con la designación para una responsabilidad especial: “Solo a ustedes los conocí<br />

entre todas las familias de la tierra; por eso les pediré cuenta de todas sus iniquidades” (Am 3,<br />

2). 13 Aunque resulta imposible explicar racionalmente por qué la elección recayó sobre Israel y<br />

no sobre otro pueblo, lo que sí se puede afirmar es que el “escándalo del particularismo”<br />

(como se ha dado en llamarlo) es inseparable de una revelación histórica. La historia consta de<br />

acontecimientos, y los acontecimientos suceden aquí y no<br />

13<br />

Con estas palabras. Amós corrige una tendencia bastante arraigada en el espíritu de los israelitas, sobre<br />

todo, en una época de prosperidad y de conquistas militares como el reinado de Jeroboam II. La elección divina<br />

según el profeta, no era un privilegio que ponía a Israel por encima de los demás pueblos (cf. Am 9,7). Menos<br />

aún había motivos para fundar en ella un sentimiento de falsa seguridad, como si el pueblo elegido estuviera eximido<br />

de toda responsabilidad moral (cf. Am 2,6.16).


[21] allí, ahora y no entonces, a esta persona y no a aquella. Por otra parte, si Dios se<br />

reveló de un modo especial a este pueblo y no a otro, lo hizo con la intención de que a través<br />

de él la revelación se extendiera a toda la humanidad (cf. Gn 12, 3; Is 2, 1-5; 42, 1-4). Los<br />

profetas no dejaron de señalar este último aspecto, pero insistieron mucho más en mostrar qué<br />

significa ser el pueblo elegido. Para ellos, ser objeto de una especial elección divina<br />

significaba, antes que nada, estar expuesto de manera inmediata a escuchar la palabra de Dios,<br />

y esto hacía a Israel particularmente responsable ante Dios. Así el pueblo de la antigua alianza<br />

estaba formado por los que llevaban el peso de esa responsabilidad, aunque no siempre ese<br />

pueblo estuvo a la altura de la misión que se le había confiado. 14<br />

Cuando el elegido es un individuo, se pone de relieve, sobre todo, la gratuidad de la<br />

elección divina. Las objeciones de Moisés muestran bien a las claras que él no se consideraba<br />

particularmente apto para desempeñar la misión que el Señor le encomendaba (Ex 3,11-4,17).<br />

Algo semejante sucede con Gedeón y Saúl (Jc 6,15; 1 Sam 9,21), ambos pertenecientes a las<br />

familias o tribus más pequeñas. En cuanto a Salomón —el menor de los hijos de David,<br />

nacido de un adulterio— su elección resulta incluso escandalosa. <strong>Sin</strong> embargo, el narrador se<br />

contenta con señalar el hecho, sin dar ninguna justificación: “Yahvé lo amó y mandó al<br />

profeta Natán para que le pusiera el nombre de Yedidías, es decir, amado de Yahvé” (2 Sam<br />

12,24-25).<br />

Toda elección implica predilección, pero la predilección divina, tal como la concibe el<br />

Antiguo Testamento, está orientada históricamente y tiene que ver, ante todo, con el pueblo de<br />

Dios y con su misión histórica. Esto quiere decir que el hecho de la elección trae siempre<br />

aparejada la imposición de una responsabilidad para el cumplimiento de una misión. Incluso<br />

cuando recae sobre un individuo en particular, está constantemente referida a la función que<br />

dicho individuo es llamado a cumplir en la historia de su pueblo. Al elegido le compete la<br />

responsabilidad de cumplir una misión, lo cual supone la posibilidad de ser infiel a la misión<br />

que le ha sido confiada, y, por lo tanto, la eventualidad de una reprobación. Así el juicio de<br />

Dios se introduce como un elemento indispensable en la teología de la elección y la alianza.<br />

Ya vimos cómo Amós no interpretaba la elección de Israel como una garantía de seguridad,<br />

sino, muy por el contrario, como un anuncio de juicio (Am 3,2). El Déutero-Isaías, por su<br />

parte, amplía de<br />

14<br />

Lo que el Antiguo Testamento dice de Israel en cuanto pueblo elegido vale también, en no escasa<br />

medida, para la Iglesia del Nuevo Testamento. Cf. C. H. Dodd. La Biblia y el hombre de hoy, Ed. Cristiandad,<br />

Madrid, 1973, págs. 125 ss.


[22] un modo especial la perspectiva misionera, extendiéndola a las relaciones de Israel<br />

con todas las naciones. Israel es el “servidor” elegido por Dios para realizar sus designios en<br />

el mundo. Pero ya no se espera que los paganos afluyan a Jerusalén (Is 2, 1-5: Miq 4,1-3), sino<br />

que Israel es enviado como “luz de las naciones”, para iluminarlas en lo que se refiere a la<br />

justicia (Is 42,1). En esta visión, la alianza de Dios con un pueblo particular adquiere un<br />

significado para toda la humanidad.<br />

El lugar que ocupa el tema de la elección se expresa en la rica variedad de imágenes con<br />

que el Antiguo Testamento representa la unión de Dios con su pueblo. La imagen de la arcilla<br />

y del alfarero podría sugerir que se trata de una acción arbitraria por parte de Dios. Él tiene en<br />

sus manos el destino del pueblo que se ha elegido, y en este sentido, como lo indica el texto de<br />

Jeremías (18,1-10), su soberanía se asemeja al dominio incontrastable que ejerce el alfarero<br />

sobre la vasija que está fabricando. Pero este dominio, si bien es absoluto, no es arbitrario,<br />

porque tiene en cuenta la libertad humana. Los seres humanos son libres, y lo son hasta tal<br />

punto que su conversión puede hacer que Dios revise sus decisiones: a veces el Señor se dirige<br />

a una nación y habla de arrancar, derribar y destruir; pero si esa nación se convierte y deja de<br />

cometer el mal, entonces él “se arrepiente” del mal que había pensado infligirle (Jer 18.7).<br />

La imagen de la unión conyugal tiene una cierta preeminencia sobre las demás. Oseas<br />

aplicó por primera vez esa imagen a la relación de Yahvé con Israel (caps. 1-3), y luego la<br />

retomaron Jeremías (2, 1-7; 3,11-12), Ezequiel (16 y 23) y el Déutero-Isaías (50,1; 54.5.8.10;<br />

62,4-5). Ya en el marco de la alianza esa relación debía estar basada en la lealtad (Jesed) y en<br />

la fidelidad (emet) recíprocas. Pero el concepto de alianza se prestaba a ser entendido en un<br />

sentido puramente jurídico (o, peor aún, como un simple contrato del tipo do ut des), y por eso<br />

el simbolismo conyugal se agregó oportunamente para introducir en el vínculo establecido por<br />

la alianza una nota de mayor calidez afectiva. Así, al elegir a Israel y al establecer su alianza<br />

con él, Yahvé, como un esposo fiel, se comprometió a mantener para siempre el lazo de unión<br />

que él mismo había instituido. 15 Pero Israel podía ser infiel al compromiso contraído y romper<br />

de ese modo la unión, como de hecho fue lo que sucedió. El amor de Dios no fue<br />

correspondido, y la alianza se rompió a causa del pecado:<br />

15<br />

Antes de ser una alianza, el matrimonio es una elección. Este principio es tanto más verdadero cuanto<br />

que el derecho israelita concedía al marido la facultad de repudiar a su mujer.


[23]<br />

Como una mujer traiciona a su marido,<br />

así me han traicionado ustedes, casa de Israel.<br />

(Jer 3, 20).<br />

¡Camella veloz, que va de un lado a otro!<br />

¡Asna salvaje, habituada al desierto!<br />

En el ardor de su deseo aspira el viento,<br />

¿quién puede refrenar su ansiedad?<br />

Los que la buscan no necesitan fatigarse,<br />

en su tiempo de celo se la encuentra.<br />

(Jer 2, 23-24).<br />

Oseas da cuenta de esta infidelidad y expresa simbólicamente la ruptura de la alianza,<br />

dándole a uno de sus hijos el nombre de Lo’ ‘Ammi, “No-mi-pueblo”: porque “ustedes no son<br />

mi pueblo, ni yo seré para ustedes E1 que es’” (Os 1, 9).<br />

El pueblo elegido abrigó algunas veces la ambición de ocupar un lugar de preeminencia<br />

entre los grandes de este mundo. Una de esas etapas comenzó cuando los israelitas quisieron<br />

tener un rey como las demás naciones, y después de vencer ciertas resistencias más o menos<br />

tenaces —la de un cierto número de tribus (Jc 9) y las de algunos profetas como Samuel (1<br />

Sam 8)—, lograron unificarse bajo el cetro de un monarca. Saúl, el primero de los reyes,<br />

apenas pudo formar un ejército estable y organizar una rudimentaria forma de administración.<br />

Pero más tarde, durante los reinados de David y Salomón, Israel soñó con erigir un imperio<br />

según el modelo de los grandes imperios orientales.<br />

<strong>Sin</strong> embargo, el curso ulterior de los acontecimientos muestra bien a las claras que no era<br />

ese el tipo de grandeza a la que estaba llamado el pueblo de Dios. Judá y las tribus del Norte<br />

se habían unido en tomo a la carismática personalidad de David, pero incluso bajo su reinado,<br />

en dos ocasiones, la unidad de los dos reinos se vio seriamente amenazada: cuando Absalón se<br />

hizo proclamar rey en Hebrón (2 Sam 15,7-12; cf. 19,41-44) y cuando el benjaminita Sebná<br />

lanzó el grito de rebelión:<br />

¡Nosotros no tenemos parte con David,<br />

ni herencia común con el hijo de Jesé!<br />

¡Cada uno a sus carpas, Israel!<br />

(2 Sam 20,1)<br />

Aquella unión demasiado frágil hizo crisis después de la muerte de Salomón, el primer<br />

sucesor de David. Salomón no era un guerrero como su padre, sino que supo afianzar el<br />

prestigio de su reino más que con la fuerza de las armas con su talento organizativo, con una<br />

hábil


[24] diplomacia y con el desarrollo del comercio exterior. Sus enormes riquezas y sus<br />

magníficas construcciones —sobre todo la del templo de Jerusalén— sirvieron para acrecentar<br />

su fama. Pero la gloria de su reino llevaba en sí el germen de la ruina. Las obras emprendidas<br />

por el rey y el boato de su corte exigían contribuciones enormes en dinero y en mano de obra,<br />

que significaron para el pueblo “un yugo penoso” y una "dura servidumbre” (1 Re 12,4). Por<br />

eso, antes de reafirmar su lealtad a Roboam, el sucesor de Salomón, los ancianos de Israel le<br />

presentaron un informe de agravios y reclamaron de él un comportamiento menos despótico<br />

que el de su padre. Al escuchar esa demanda, Roboam se tomó un tiempo para deliberar, y en<br />

lugar de escuchar los justos reclamos del pueblo, procedió de una manera insensata. Entonces<br />

resonó una vez más el grito de rebeldía, y se produjo la separación definitiva de los reinos que<br />

antes habían estado unidos bajo el cetro de David y de Salomón:<br />

¿Qué parte tenemos nosotros con David?<br />

¡No tenemos herencia común can el hijo de Jesé!<br />

¡A tus carpas, Israel!<br />

¡Ahora ocúpate de tu casa, David!<br />

(1 Re 12,16)<br />

Con monótona insistencia, los libros de los Reyes hacen constar cómo los Israelitas, una<br />

vez consumado el cisma, nunca se mantuvieron realmente fieles a su Dios. De los reyes del<br />

Norte se repite siempre la fórmula estereotipada: “No se apartaron de los pecados con que<br />

Jeroboam, el hijo de Nebat, había hecho pecar a Israel”. Los reyes de Judá, en cambio, son<br />

juzgados a luz del “mandamiento principal” (Deut 6,4-9) y se los acusa de rendir culto en los<br />

“lugares altos”. A ello se añade ocasionalmente, también en la perspectiva del precepto<br />

deuteronómico, la acusación de erigir postes sagrados y estelas, y hasta de permitir la<br />

prostitución sagrada (1 Re 14,23-24). Esta denuncia es particularmente severa en el caso de<br />

Manasés: “Él edificó altares a todo el Ejército de los cielos en los atrios de la Casa de Yahvé;<br />

inmoló a su hijo en el fuego, practicó la astrología y la magia, e instituyó nigromantes y<br />

adivinos” (2 Re 21,5-6; cf. 23, 4-5).<br />

Pero los teólogos deuteronomistas no se contentan con dejar constancia de los pecados<br />

cometidos, sino que dan cuenta también del juicio que pronunció el Señor sobre los pecados<br />

de su pueblo. Este juicio se hizo evidente cuando se produjeron las dos grandes catástrofes<br />

que marcaron el ocaso, respectivamente, de los reinos de Israel y de Judá. El relato de la<br />

destrucción de Samaria está acompañado del siguiente comentario:


[25]<br />

Esto sucedió porque los israelitas pecaron contra Yahvé, su Dios, que los había hecho<br />

subir del país de Egipto, librándolos del poder del Faraón, rey de Egipto. Ellos<br />

imitaron las costumbres de las naciones que el Señor había desposeído delante de los<br />

israelitas, y las que habían introducido los reyes de Israel (2 Re 17, 7-8). 16<br />

En los relatos sobre Judá se dice a veces que la ira de Yahvé se contuvo por amor a David,<br />

su servidor (1 Re 15,4; 2 Re 8,19; 19,34; 20,6). Pero las culpas que Manasés acumuló sobre<br />

Judá fueron tantas y tan graves, que ni siquiera la reforma de Josías pudo evitar el juicio de<br />

Dios. A causa de todos estos pecados, Yahvé apartó su rostro también de Judá, y<br />

Nabucodonosor, rey de Babilonia, fue el ejecutor de la ira divina (2 Re 24,3):<br />

Rechazaré al resto de mi herencia, los entregaré en manos de sus enemigos, porque han<br />

hecho lo que es malo a mis ojos y no han cesado de provocar mi indignación, desde el<br />

día en que sus padres salieron de Egipto hasta el día de hoy (2Re 21,14-15).<br />

Estos sucesos catastróficos despertaron una viva conciencia del pecado y suscitaron el<br />

arrepentimiento: “Jerusalén ha pecado gravemente”, dice el poeta de las Lamentaciones:<br />

“hasta en sus vestidos aparece su impureza” (Lam 1,8.9). Y la ciudad de Jerusalén,<br />

personificada por el poeta, también confiesa sus culpas: “Yo fui rebelde a su palabra... llamé a<br />

mis amantes y ellos me engañaron” (Lam 1,18-19). Por eso recayó sobre Judá el justo juicio<br />

de Dios: “Yahvé ha realizado su designio, ha cumplido su palabra, la que había decretado<br />

hacía tiempo” (Lam 1,17).<br />

La devastación y la ruina, interpretadas como una manifestación de la ira de Dios, llevaron<br />

al reconocimiento del pecado, y este reconocimiento, a su vez, sirvió de estímulo para la<br />

reflexión teológica. Como resultado de estas reflexiones, Israel llegó a tener una teología de la<br />

alianza más profunda y realista.<br />

En efecto: la teología de la alianza, tal como la expresaba el Deuteronomio, resultaba a<br />

todas luces insuficiente. Porque la alianza instituida por Dios cuando tomó a Israel de la mano<br />

para hacerlo salir de Egipto (cf. Jer 31,32) había sido dada en forma condicional:<br />

16<br />

En realidad habría que leer 2 Re 17,7-23, porque la reflexión deuteronomista que interpreta este acontecimiento<br />

como el juicio de Yahvé sobre la obstinada impenitencia de Israel abarca todos esos versículos.


[26]<br />

Ahora, si escuchan mi voz y observan ml alianza serán mi propiedad exclusiva entre<br />

todo los pueblos.<br />

(Ex 19,5) 17<br />

Esta formulación condicional daba a entender con claridad que Israel había recibido la<br />

alianza de un modo tal que hacía posible la ruptura. Dios daría su protección si Israel le<br />

prestaba obediencia. De lo contrario, la alianza quedaría rota e Israel sería No-mi-pueblo (cf.<br />

Os 1,9). La ruptura no podía proceder de Dios, porque él la había confirmado con un<br />

juramento y no podía ser infiel a su palabra. Pero no sucedía lo mismo con Israel: él sí podía<br />

ser infiel a las estipulaciones de la alianza y romper con sus infidelidades y pecados el lazo de<br />

unión establecido por Dios: más aún, esto es lo que había hecho una y otra vez desde los<br />

comienzos de su historia.<br />

Por lo tanto, si Dios quería reimplantar su alianza, si quería ponerla de nuevo en vigor y<br />

hacer que fuera un vínculo inquebrantable, tenía que abrir él mismo la posibilidad de un nuevo<br />

comienzo a instituirla de una forma nueva, como lo anuncia el célebre oráculo de Jer<br />

31,31-34: el pasado estaba determinado por la ruptura de la alianza; el futuro lo estaría por el<br />

perdón de los pecados y por el establecimiento de una “nueva alianza”.<br />

De esta nueva alianza se afirman varias cosas que no podían aplicarse a la alianza anterior.<br />

Ante todo, la Torá de Moisés se mantendrá vigente, solo que ya no será una ley puramente<br />

exterior, 18<br />

17<br />

Ex 19.3b-8 no es un texto deuteronomista, pero está bajo la influencia del Deuteronomio. En realidad se<br />

trata de un perícopa autónoma, que no depende de ninguna de las “fuentes” tradicionales. Israel está llamado a<br />

ser un “reino sacerdotal” y una “nación santa”. Estas expresiones han sido interpretadas de distintas maneras. <strong>Sin</strong><br />

embargo, es posible mostrar que la palabra goy designa la nación políticamente constituida y gobernada por un<br />

rey, y que el término mamlaká, además de reino, puede significar también “realeza” o “rey” (esto es lo que significa<br />

de hecho cuando está conectada con nación, a partir de 1 Re 18.10; Jer 18.67; 27.8). Por lo tanto, la<br />

proposición nuclear de la perícopa indica que Yahvé quiere formar una nación santa, con una realeza y un rey<br />

sacerdotales. En cuanto a la fecha de composición del texto, hay que tener en cuenta varios factores, como la<br />

influencia del lenguaje deuteronómico (observada hace ya mucho tiempo) y la semejanza lingüística y conceptual<br />

con la Ley de Santidad, que se remonta a tradiciones anteriores al exilio. De ahí se puede concluir que Ex<br />

19,3b-8 proviene de los círculos sacerdotales de Jerusalén, hacia el final de la época de los reyes. Cf. Ernst<br />

Sellin-Georg Fohrer, Einleitung in das Alte Testament Quelle & Meyer. Heidelberg. 1979, pág. 205s.<br />

18<br />

En otras palabras: en la economía instaurada por la nueva alianza, la ley ya no debía ser “letra” que mata<br />

al que la infringe (cf. 2 Cor 3,6), sino que estaría acompañada de una inspiración y de un impulso interior que<br />

hacen al creyente dócil a la voluntad de Dios. En esta misma línea, San Pablo usará más tarde la expresión énnomos<br />

Christou, expresión intraducible que presenta al “Cristo interior” como ley de sus fieles. No la ley que<br />

ilumina desde fuera para dar a conocer el bien y el mal, sino que actúa desde dentro, como fuente interior de luz<br />

y de energía espiritual, es decir, que con sus inspiraciones y exigencias da el querer y el hacer (1 Cor 9.2 1). En<br />

otros pasajes de sus cartas, Pablo identifica esa ley interior con el Espíritu Santo (cf. Rom 8).


[27] sino que cada uno la llevará escrita en las fibras de su corazón. 19 El segundo rasgo<br />

característico de la nueva alianza será el “conocimiento de Dios”, expresión que designa la<br />

relación íntima y personal que Dios establecerá con cada uno de sus fieles. No un<br />

conocimiento puramente intelectual, sino la sumisión efectiva y afectiva a la voluntad de Dios,<br />

hecha de amor, fidelidad y obediencia: y será un conocimiento tan personal y entrañable, que<br />

ya no habrá necesidad de instruirse para aprenderlo, sino que el mismo Dios lo infundirá por<br />

una especie de iluminación interior. Por último, y como condición previa para la expansión y<br />

el desarrollo de la comunidad futura, Dios impartirá generosamente el perdón de los pecados.<br />

De este modo, la nueva alianza será también una alianza de reconciliación, y el Señor podrá<br />

decir sin reservas: “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”.<br />

19<br />

El “corazón”, en el lenguaje corriente, aparece vinculado principalmente al mundo de las emociones y<br />

de los sentimientos. De ahí la célebre frase de Pascal: “El corazón tiene sus razones que la razón no conoce”.<br />

Pero esta dicotomía entre “corazón” y “razón” no tiene su equivalente en la Biblia hebrea. En el lenguaje bíblico,<br />

el corazón posee un significado, un simbolismo y un campo de acción mucho más amplios: es la raíz profunda de<br />

toda la vida psíquica y moral, la fuente de la que brotan no sólo los sentimientos, sino también, y sobre todo, los<br />

pensamientos, los proyectos y las decisiones. Según algunos pasajes, el corazón es la sede de ciertas disposiciones<br />

afectivas como la tristeza, la alegría y la preocupación (v.gr., Prov. 15.13: “Un corazón contento alegra el<br />

semblante y un corazón afligido abate el espíritu”). Pero en la mayoría de los textos se atribuyen al corazón funciones<br />

de índole intelectual y racional: así como los ojos están hechos para ver y los oídos para oír, así el corazón<br />

está puesto para entender (cf. Deut 29,3) y para pensar (Eclo 17,6). Por eso el joven rey Salomón pidió un “corazón<br />

comprensivo”, capaz de discernir entre el bien y el mal, porque solo un corazón sabio y prudente está<br />

capacitado para gobernar con rectitud (1 Re 3,9). El corazón es también el lugar de las decisiones; él fragua los<br />

planes que impulsan a correr hacia el mal (Prov 6,18), y por ese motivo debe ser custodiado con el mayor<br />

esmero: “Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Prov 6. 23). El profeta<br />

Ezequiel, para indicar que la conversión debía renovar hasta lo más íntimo del ser de cada uno, dirigió esta<br />

exhortación a los israelitas en el exilio: “¡Háganse un corazón nuevo!” (Ez 18,31). Pero como reconocía que el<br />

ser humano es incapaz, con sus solas fuerzas, de renovar lo más profundo de su corazón, también les anunció en<br />

nombre del Señor: “Yo arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (11,29).


[28]<br />

Los nuevos valores que anuncia la profecía de la nueva alianza coexisten todavía con los<br />

antiguos: el beneficiario de la alianza sería un grupo nacional (la casa de Israel y la casa de<br />

Judá, no ya separadas como dos reinos independientes, sino formando un mismo pueblo):<br />

tampoco cambiarían las obligaciones que prescribía la Torá, y las bendiciones seguirían<br />

siendo de orden temporal. Es una de las condiciones del progreso religioso que el vino nuevo<br />

sea recogido en odres viejos, que está destinado a romper. Pero el paso del tiempo Iba a<br />

mostrar todas las virtualidades que contenía aquel anuncio; en particular, el hecho que el<br />

profeta seguramente no alcanzó a prever: cuando la nueva alianza llegara a su cumplimiento,<br />

tendría que romperse el marco religioso y nacionalista en que el texto había sido formado.<br />

Crecimiento a través de la crisis<br />

Una cultura viva no se constituye sin una sólida tradición. Pero los elementos tradicionales<br />

corren siempre el peligro de convertirse en estereotipos o en formas más o menos fosilizadas,<br />

cuyo peso se arrastra rutinariamente. La recepción de una herencia cultural ahorra el esfuerzo<br />

de la creación, pero también favorece la tendencia a dejarse arrastrar por la inercia, si no se la<br />

repiensa y recrea. Israel no pudo ceder a esa tendencia, porque con cierta periodicidad tuvo<br />

que superar situaciones de crisis que lo obligaron a renovarse en profundidad.<br />

En efecto, en el curso de su larga historia, el pueblo de Israel pasó por una serie sucesiva<br />

de etapas, cuyas diferencias son tan manifiestas como su continuidad. Los momentos de crisis,<br />

con sus fracasos y decepciones, desempeñaron un papel fundamental a lo largo de todo ese<br />

proceso histórico, porque las situaciones críticas, una vez superadas, produjeron siempre<br />

resultados positivos: Israel se llamó a la reflexión, se liberó de muchas ilusiones y llegó a una<br />

comprensión más profunda de los designios de Dios. En una palabra: la crisis dejó detrás de sí<br />

una huella profunda e imprimió una nueva dirección al curso de los acontecimientos.<br />

Ya hemos visto que una crisis tremenda sobrevino cuando los asirios conquistaron<br />

Samaria y pusieron fin al reino del Norte. Otra más grave aún se desató después, cuando las<br />

fuerzas de disgregación interna y los repetidos embates del poderoso imperio babilónico<br />

llevaron el reino de Judá a la catástrofe del año 587 a.C. Esta fecha señaló el hundimiento de<br />

la monarquía davídica y acabó con los


[29] signos de su poder: Jerusalén cayó en manos del enemigo, el Templo de Yahvé fue<br />

presa de las llamas y una parte del pueblo tuvo que ir al exilio (cf. 2 Rey 25). <strong>Sin</strong> embargo,<br />

como lo hemos indicado más de una vez, la crisis del exilio puede considerarse, bajo muchos<br />

puntos de vista, como el centro de gravedad de toda la historia de Israel. 20<br />

Revelación e historia<br />

La Biblia no es la simple descripción de un fenómeno de pensamiento. Por lo tanto, no se<br />

la puede leer como si no hiciera nada más que enunciar un conjunto de verdades que se<br />

imponen únicamente al asentimiento intelectual. Hasta bien avanzado el siglo XX, una<br />

apologética mal llamada tradicional, porque es de fecha relativamente reciente y solo llegó a<br />

constituirse en el ambiente racionalista del Iluminismo, solía reducir el hecho de la revelación<br />

a la comunicación, por parte de Dios, de un conjunto de verdades que es necesario creer<br />

porque proceden de él. Y como revelación y fe son realidades correlativas, también la fe<br />

quedaba reducida casi por completo a su dimensión puramente intelectual.<br />

Esta idea no corresponde al hecho de la revelación tal como lo presenta la Biblia. El Dios<br />

de la Biblia es el Dios viviente, que actúa en la historia y se revela en una serie de<br />

acontecimientos históricos. Así se manifiesta como un poder activo y personal, que irrumpe<br />

libremente en el curso de los acontecimientos humanos para imprimirles una dirección y<br />

realizar un designio. La Biblia habla de las “acciones poderosas del Señor”, y esta expresión<br />

caracteriza en cierta medida a todo el conjunto (cf. Sal 106, 2).<br />

Estas manifestaciones de Dios se describen a veces con rasgos espectaculares:<br />

20<br />

Leo Baeck extiende este principio a toda la historia del judaísmo: “Los judíos han sido siempre una<br />

minoría. Pero una minoría está obligada a pensar: tal es la bendición de su destino. Debe persistir siempre en la<br />

lucha mental por esa conciencia de la verdad que el éxito y el poder consoladoramente aseguran a los poderosos<br />

y a las multitudes que los apoyan. La convicción de los muchos se basa en el peso de la posesión; la convicción<br />

de los pocos se expresa a través de la energía de un constante buscar y encontrar. Esta actividad interior se torna<br />

fundamental para el judaísmo; la serenidad de un mundo aceptado y completo estaba más allá de su alcance. No<br />

le era posible creer en sí mismo como algo dado, sino que seguía siendo el requisito siempre renovado del que<br />

dependía su existencia misma. Y cuanto más limitada era su vida exterior, más insistentemente resultaba necesario<br />

buscar y ganar esta convicción interior del deber de su vida” (La esencia del Judaísmo. Paidós, Buenos Aires,<br />

1964, pág. 15).


[30]<br />

Josué se dirigió a Yahvé y exclamó, en presencia de Israel:<br />

“¡Detente, sol, en Gabaón,<br />

y tú, luna, en el valle de Ayalón”.<br />

Y el sol se detuvo<br />

y la luna permaneció inmóvil<br />

hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos.<br />

¿No está eso escrito en el libro del Justo? El sol se mantuvo inmóvil en medio del cielo<br />

y dejó de correr hacia el Poniente casi un día entero. Jamás hubo otro día, ni antes ni<br />

después, en que Yahvé obedeciera la voz de un hombre. Realmente, Yahvé combada en<br />

favor de Israel.<br />

(Jos 10, 12-14)<br />

Desde el cielo combatieron las estrellas,<br />

desde el cielo combatieron contra Sisara,<br />

(Jc 5,20). 21<br />

Otras veces, en cambio, la revelación tiene un carácter más intimo y personal: el Señor no<br />

se da a conocer en el ímpetu del fuego o en la furia del huracán, sino que se hace presente en<br />

la dulzura de una brisa suave (1 Re 19.12).<br />

A la luz de las sucesivas manifestaciones de Dios, vinculadas casi siempre a una<br />

experiencia histórica singular, se forjó y enriqueció progresivamente la fe de Israel. Los<br />

autores inspirados (como el autor del relato “yahvista”, y más tarde los profetas) descubrieron<br />

con claridad creciente que Dios había hecho de Israel su interlocutor privilegiado en el diálogo<br />

de la revelación. Y a medida que el pueblo se hacía consciente de su situación peculiar,<br />

también tomaba conciencia de su carácter “diferente”, hasta que al fin llegó a reconocer que<br />

su diferencia con respecto a los demás pueblos es lo que daba sentido a su existencia: Israel<br />

“es un pueblo que vive aparte y no se cuenta entre las naciones” (Num 23,9); más aún: él sabía<br />

que Dios lo había elegido, sacándolo de un pasado sin perfil definido y trazándole un camino<br />

único en la historia, a fin de hacerlo depositario de una verdad que se comunicaba por canales<br />

ajenos al curso ordinario de los acontecimientos:<br />

Yahvé, nuestro Dios, nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz, que<br />

salía del fuego. Hoy hemos visto que Dios puede hablar con los hombres sin que por eso<br />

mueran.<br />

(Deut 5,24)<br />

Es Importante, en este contexto, indicar cómo se relacionan las acciones históricas de Dios<br />

con su accionar en el curso ordinario de<br />

21<br />

Cf. también Ex 19, 10-25; Deut 5,23-31; 33,2; Jc 5,4-5; Sal 18,8 ss.


[31] los acontecimientos mundanos. Esta relación puede caracterizarse convenientemente<br />

en términos de continuidad y de discontinuidad. Dios, en efecto, nunca deja de manifestarse<br />

en el orden de la creación. Pero la Biblia, sin dejar de reconocer esa presencia y esa actividad<br />

divinas, presta mucha más atención a una serie de acontecimientos que no son el simple<br />

resultado de la creatividad y del esfuerzo humano, sino que son, en el sentido más pleno de la<br />

expresión, actos salvíficos de Dios. Estos actos están profundamente insertados en la trama del<br />

mundo: no suceden fuera del espacio y del tiempo, y mucho menos forman una historia aparte,<br />

al margen de la historia profana: pero se distinguen de ella porque se inscriben en un plan<br />

fijado por Dios y apuntan a una meta especial, que es la salvación del mundo. En este sentido<br />

hay que afirmar que los actos salvíficos, sin dejar de pertenecer a la historia del mundo, están<br />

en relación de discontinuidad con respecto a los hechos de la historia profana.<br />

Numerosos textos bíblicos podrían confirmar lo dicho anteriormente. Así, por ejemplo, la<br />

Escritura declara insensatos a todos aquellos que no alcanzan a reconocer, a través de las<br />

cosas visibles, al Creador y dispensador de todo bien (Sab 13.1; cf. Rom 1,19-20), porque “el<br />

cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 19,2).<br />

En esa misma línea, el Salmo 104 celebra y describe con fina sensibilidad poética la gloria<br />

de Dios reflejada en la creación. 22 El universo es presentado a través del Salmo como una<br />

realidad desbordante de movimiento y de vida, que revela hasta en sus detalles más ínfimos el<br />

poder y la sabiduría del Creador. El mundo en su totalidad está sostenido y gobernado por la<br />

acción de Yahvé. Todo<br />

22<br />

El Salmo 104 tiene un parecido notable con el gran himno del faraón egipcio Akhenatón en honor del<br />

dios-sol, el disco solar personificado, cuyo culto exclusivo había impuesto a todo Egipto. El himno es una glorificación<br />

del disco solar viviente, que está en el origen de toda vida y cuya acción creadora y providencial se<br />

extiende a toda su creación. El dios está presente en todas partes, pero su presencia sigue siendo misteriosa aun<br />

para los que son iluminados por él: “Tú estás lejos, pero tus rayos están sobre la tierra; estás en los rostros sin que<br />

se perciba tu caminar”. El himno y el salmo presentan un esquema semejante, porque describen la creación en<br />

dos cuadros: de noche y de día. “Cuando te ocultas en el horizonte del poniente —canta el himno— la tierra está<br />

en tinieblas, como en la muerte... Cuando te elevas en el horizonte y brillas, la tierra se Ilumina. Disco solar,<br />

durante el día expulsas las tinieblas y prodigas tus rayos”. A propósito de él se ha hablado de “revolución monoteísta”.<br />

Cf. Equipo ‘Cahiers Evangile”, Oraciones del Antiguo Oriente, Verbo Divino. Estella (Navarra). 1979,<br />

págs. 68-72.


[32] procede de él y todo depende de él: tanto los grandes fenómenos del universo como<br />

los aparentemente más insignificantes. Él crea sin cesar y renueva constantemente la faz de la<br />

tierra, suscitando, retirando y volviendo a dar el aliento vital; él hizo la luna para medir el<br />

tiempo y el sol para separar el día de la noche: encauza las aguas que traen vida y fecundidad<br />

a la tierra, y reparte los alimentos necesarios para el sustento diario. De ahí la gozosa<br />

exclamación del salmista:<br />

¡Qué variadas son tus obras, Señor!<br />

¡Todo lo hiciste con sabiduría,<br />

la tierra está llena de tus criaturas!<br />

(Sal 104, 24). 23<br />

Pero este no es el único modo de actuar de Dios, sino que la fe es capaz de discernir, en la<br />

trama compacta de la historia, una serie de acontecimientos que proceden de una especial<br />

acción de Dios. Tales acontecimientos están engarzados en la historia general y sometidos<br />

23<br />

El lirismo contagioso del Salmo 104 no debe inducir a error sobre el carácter de esta revelación cósmica.<br />

Es verdad que Dios "nunca dejó de dar testimonio de sí mismo, prodigando sus beneficios, enviando desde<br />

el cielo lluvias y estaciones fecundas, y llenando de alegría los corazones” (Hch 14.17). Dios “no está lejos de<br />

nosotros”, "en él vivimos, nos movemos y existimos”, y por eso la razón humana, aunque sea "a tientas”, es<br />

capaz de encontrarlo (Hch 17.27-28). Pero no es menos cierto que en el universo hay también muchas cosas que<br />

dan la sensación de falta de providencia y aun de “caos”. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando ciertos fenómenos<br />

naturales (como los terremotos, las inundaciones o las erupciones volcánicas) se vuelven catastróficos.<br />

Entonces se percibe con angustia, y hasta con desesperación, cómo la naturaleza sigue su curso impasible, sin<br />

preocuparse para nada de nuestra felicidad o de nuestra desdicha. Y la situación se complica más todavía cuando<br />

se pasa de la naturaleza a la historia. La fe de Israel primero, y la fe de la Iglesia después, han sabido escuchar la<br />

voz de Dios a través de la voz humana de los profetas, de Jesús y de los apóstoles, y han sido capaces de discernir,<br />

bajo la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios en la historia. Pero seria en extremo ingenuo pensar<br />

atribuir ese carácter de revelación a la historia en general. De ahí que sea imposible leer en la historia universal,<br />

como en un libro abierto, los secretos designios de Dios. Porque en la historia no se encuentra solamente la<br />

voluntad de Dios. La historia es un drama, la arena de un conflicto entre la voluntad de Dios y las fuerzas que se<br />

oponen a ella. El cristiano sabe que la historia está en las manos de Dios. Pero sabe también que es un libro lleno<br />

de enigmas y sellado con un sello que no siempre nos es dado abrir. Por eso el Concilio Vaticano 11, retomando<br />

la enseñanza del Vaticano I, afirma que la razón humana puede conocer con certeza a Dios a partir de las cosas<br />

creadas. Pero en la presente condición del género humano, no todos están en condiciones de llegar al conocimiento<br />

del verdadero Dios “fácilmente. con sólida certeza y sin mezcla de error”. De ahí la conveniencia, e<br />

incluso la necesidad, de la revelación positiva (Dei Verbum I, 6).


[33] en parte a la misma causalidad: pero no son totalmente idénticos a los demás, porque<br />

en su realización Dios interviene de manera extraordinaria, y esta especial intervención divina<br />

determina la diferencia cualitativa de los actos salvíficos con respecto a los hechos de la<br />

historia profana. O dicho con otras palabras: los actos salvíficos de Dios incluyen un elemento<br />

“suprahistórico” que los hace accesibles únicamente al conocimiento profético, y por lo tanto,<br />

solamente una especial revelación de Dios puede dar a conocer su existencia y su sentido (cf.<br />

Dan 2, 22-23).<br />

A esta serie particular de acontecimientos se refiere el libro de los Hechos de los<br />

Apóstoles cuando afirma: “No les corresponde a ustedes conocer los tiempos o momentos que<br />

el Padre ha establecido con su propia autoridad” (Hch 1,7). Esto quiere decir que en el curso<br />

ordinario del tiempo hay ciertos “momentos” (kairoi en los que Dios interviene de un modo<br />

especial para dar cumplimiento a su plan de salvación. Estas acciones atestiguan que la<br />

revelación de Dios no acontece sólo de palabra, sino también por obras. 24 Consiguientemente,<br />

para caracterizar el modo peculiar de la revelación divina, tal como la presenta la Biblia, no<br />

hay que hablar solamente de una historia de la revelación, sino también y sobre todo, de la<br />

historia como revelación.<br />

En tales acontecimientos, Israel primero, y la Iglesia cristiana después, descubrieron y<br />

experimentaron la acción salvífica de Dios. Como ya lo hemos indicado, la ejecución de este<br />

plan divino de salvación no acontece al margen de la historia ordinaria, y mucho menos remite<br />

a un tiempo mítico. Pero los hechos que constituyen la historia de la salvación no se<br />

identifican sin más con los sucesos de la historia profana. En este sentido se habla de<br />

continuidad y de discontinuidad entre una y otra. Así la Biblia se opone al movimiento<br />

nivelador, que relativiza todas las acciones de Dios en la historia, o que eleva<br />

indiscriminadamente cualquier acontecimiento a la categoría de signo de Dios. Y si el plan de<br />

Dios se actualiza en y a través de estos hechos salvíficos, es preciso admitir que no se puede<br />

conocer al verdadero Dios sin una reflexión profunda sobre sus acciones histó-<br />

24<br />

La constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II ha puesto bien de relieve el carácter histórico de<br />

la revelación bíblica: El plan de la revelación se realiza “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre<br />

sí”, de manera que las palabras y las acciones se complementan y esclarecen recíprocamente: las obras realizadas<br />

por Dios manifiestan y corroboran la doctrina y las realidades significadas por las palabras; las palabras, por su<br />

parte, proclaman las obras y manifiestan el misterio contenido en ellas (I, 2).


[34] ricas, tal como las narra la Biblia en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Aunque<br />

haya otras vías de acceso al conocimiento de Dios, este es un camino del que no se puede<br />

prescindir.<br />

Los actos salvíficos de Dios<br />

El análisis que hemos hecho al describir la estructura “teándrica” de los hechos salvíficos<br />

es en cierto modo artificial. Para poder realizarlo, hemos tenido que objetivar el accionar de<br />

Dios en el mundo y distinguir los actos salvificos de sus acciones en el curso ordinario del<br />

acontecer cósmico y humano. Esa dualidad no existe para el que confiesa la historia y la narra<br />

como gesta Dei. Los dos factores —el humano y el divino- son igualmente esenciales e<br />

inseparables. El éxodo de Egipto, por ejemplo, es al mismo tiempo fuga de un grupo de<br />

esclavos y acción redentora de Dios, paso de la servidumbre a la libertad y experiencia de<br />

salvación. Los israelitas vieron allí el brazo poderoso de Yahvé y creyeron en él y en Moisés,<br />

su servidor (Ex 14, 31).<br />

No obstante esto, es posible distinguir en los hechos salvíficos dos aspectos o<br />

dimensiones: el aspecto fáctico, que sitúa el evento en el curso normal de la historia, y la<br />

dimensión trascendente, accesible sólo a la fe, que define el hecho como acción de Dios y<br />

permite caracterizarlo como hecho salvífico. Así, cuando la antigua confesión de fe cristiana<br />

(1 Cor 15,3) declara que<br />

Jesús murió<br />

por nuestros pecados<br />

según las Escrituras<br />

expone de la manera más concisa posible el hecho histórico (Jesús murió en tiempos de<br />

Poncio Pilato) y el carácter salvífico de la crucifixión (murió “por nuestros pecados” y en<br />

conformidad con el plan de Dios anunciado en las Escrituras). De este modo, la vida y el<br />

sufrimiento de Jesús, sin dejar de ser hechos históricos únicos e irrepetibles (efápax llegaron a<br />

ser causa de “redención eterna” (Heb 9,12).<br />

Pero la historia de la salvación no está hecha únicamente de acciones divinas en sentido<br />

estricto, como la creación, la revelación, la redención y la parusía. En ella también<br />

desempeñan un papel fundamental las acciones humanas, en cuanto respuestas a las iniciativas<br />

de Dios (sea para aceptarlas o para rechazarlas). Los


[35] agentes terrenos desarrollan normalmente sus decisiones y su capacidad para actuar,<br />

porque también los esfuerzos vacilantes de los seres humanos se inscriben en los designios<br />

divinos, aún sin que ellos mismos lo sepan o lo quieran. Esta historia es una y continua sub<br />

specie Dei en razón del propósito divino y de su orientación hacia una meta escatológica. Pero<br />

solo a la luz de la fe se puede afirmar esa unidad. No puede serlo, en cambio, desde un punto<br />

de vista puramente humano, porque ningún ojo terreno puede situarse fuera o más allá de la<br />

historia para abarcarla en su totalidad. 25<br />

Al hablar de la participación humana en el plan salvífico de Dios, es bueno recordar que la<br />

historia relatada en la Biblia no es el recuerdo de las grandes obras realizadas por el pueblo de<br />

Israel. En este punto, el Antiguo Testamento se diferencia de otras historias, como las escritas<br />

por Heródoto o Tito Livio. Heródoto narra el triunfo de la civilización griega (y en especial de<br />

los atenienses) sobre la barbarie oriental; Tito Livio celebra el esfuerzo y la tenacidad de las<br />

antiguas generaciones de romanos, que labraron la gloria de Roma hasta que la república<br />

empezó a decaer bajo el peso de su propia grandeza. La Biblia, en cambio, no ha sido escrita<br />

para la gloria de Israel. Nada, en efecto, es menos triunfalista que el Antiguo Testamento. Esta<br />

es más bien una humillante requisitoria para Israel, como lo prueban las reiteradas denuncias<br />

de los pecados cometidos por el pueblo y por sus reyes, o el rico vocabulario de reproche que<br />

emplearon los profetas:<br />

25<br />

En cada acontecimiento salvífico se realiza de algún modo el misterio que alcanza su plenitud en la<br />

encarnación del Verbo y en el misterio de la Iglesia como sacramento y cuerpo de Cristo. El hecho constante es<br />

la inserción de un elemento divino en la realidad humana, de manera que la unión de estos dos elementos constituye<br />

una realidad única. En el caso de la encarnación, Cristo queda mutilado siempre que se toma en cuenta<br />

únicamente y en forma excluyente su naturaleza humana o su naturaleza divina. Y así como la verdadera y real<br />

humanidad de Cristo ha sido creada atendiendo a la función redentora del Verbo, así también la estructura social<br />

y visible de la Iglesia existe para hacer presente a Cristo en el mundo y en la historia, bajo la acción del Espíritu<br />

Santo. Esta analogía entre la encarnación y la Iglesia estaba anticipada de algún modo en los hechos salvíficos<br />

del Antiguo Testamento (el éxodo, la Pascua antigua, la entrada en la Tierra prometida), en cuanto que también<br />

aquellos acontecimientos hacían presente la acción de Dios en la historia: y sigue realizándose, más todavía, en la<br />

economía del Nuevo Testamento, de un modo especial en el anuncio del Evangelio y en los sacramentos, que<br />

actualizan y continúan la historia de la salvación hasta la parusía de Cristo. Para dar cumplimiento a esta misión,<br />

el Señor resucitado enriqueció a los apóstoles con una especial efusión del Espíritu Santo (cf. Hech 1.8: Jn<br />

20.22-23), y luego ellos mismos confirieron a sus colaboradores el don espiritual por la imposición de las manos<br />

(cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6-7).


[36]<br />

¡Ay, nación pecadora,<br />

pueblo cargado de iniquidad,<br />

raza de malhechores, hijos pervertidos!<br />

(Is 2.4)<br />

Por eso los momentos de recuperación Incluyen siempre una confesión de los pecados:<br />

Sí, nuestros reyes, nuestros jefes,<br />

nuestros sacerdotes y nuestros padres,<br />

no practicaron tu ley,<br />

no hicieron caso de tus mandamientos<br />

ni de las advertencias que les habías hecho.<br />

Durante su reinado,<br />

en medio de los grandes bienes que les concediste<br />

y en la tierra espaciosa y fértil que les entregaste,<br />

ellos no te sirvieron<br />

ni se convirtieron de sus malas acciones.<br />

(Neh 9, 34-35)<br />

Revelación en acciones y en palabras<br />

El Antiguo Testamento hace ver a cada paso que Yahvé, el Dios de Israel, es el Señor de<br />

la historia. Yahvé es el Dios que habla y es también el Dios que actúa. El dualismo de la<br />

palabra y de la acción es completamente artificial, porque una y otra resultan inseparables.<br />

Los actos de Dios se vuelven significativos cuando están insertados en el marco de una<br />

comunicación verbal. Unas veces, la palabra precede o acompaña a la acción: Dios dice lo que<br />

está haciendo o lo que está por hacer. Otras veces, la palabra procede de una mirada<br />

retrospectiva, que recuerda, interpreta y narra lo que acaeció en el pasado. Pero la palabra<br />

nunca puede estar ausente, porque un Dios que actuara en la historia sin manifestar el sentido<br />

de sus acciones (es decir, sin vincular sus actos salvíficos a una comunicación verbal), no<br />

haría más que proponer un enigma indescifrable.<br />

La palabra de Dios es, a un mismo tiempo, creadora e intérprete de la historia. <strong>Sin</strong><br />

embargo, la Biblia no excluye la comunicación verbal directa entre Dios y una persona<br />

individual, en circunstancias particulares. Esta comunicación directa es un elemento corriente<br />

en la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento. Dios puede comunicar mensajes<br />

verbales específicos, cuando él quiere, a personas de su elección. De hecho, el primer<br />

encuentro de Dios con Moisés en el monte Horeb se desarrolla como un diálogo entre dos<br />

interlocutores


[37] (Ex 3,1-4,17) y los profetas afirman que ellos transmiten la palabra de Yahvé porque<br />

Dios les habló o porque la palabra de Yahvé llegó hasta ellos (cf. Is 1,2; 3,4; Os 4,1; Am 3,8;<br />

Miq 6,1; Ez 3,1.4.10.16). Samuel, Natán, Elías y tantos otros profetas hablan en nombre de<br />

Yahvé, y Jeremías no hace más que registrar la opinión común cuando designa al profeta<br />

como “el hombre de la palabra”, mientras que el sacerdote es el especialista de la toráh y el<br />

sabio es el “hombre del consejo” (Jer 18, 18). 26<br />

En la interpretación de estos diálogos hay que contar siempre con la eventualidad de una<br />

dramatización. Es posible, en efecto, reconocer una cierta analogía entre la inspiración poética<br />

y la inspiración profética. La palabra de Yahvé irrumpe en la conciencia del profeta con la<br />

fuerza de una iluminación súbita, semejante a las intuiciones del genio, sin que sea necesario<br />

postular en cada caso particular un fenómeno visionario o de audición externa. Y aunque no<br />

haya que descartar la posibilidad de una comunicación por vía auditiva (cf. 1 Sam 3), hay que<br />

considerar también la tendencia hebrea a presentar en forma dramatizada lo que en realidad no<br />

fue más que una vivencia interior. Según el testimonio de los mismos profetas (de Jeremías,<br />

en particular) la palabra de Dios es ante todo una experiencia íntima y personal: penetra en el<br />

alma, la ilumina, la invade, la domina con su poder irresistible, y esta convicción interior,<br />

acompañada de una emoción pura e intensa, se dramatiza luego en la conciencia del profeta.<br />

Si los poetas de genio, en los momentos de inspiración, ven surgir en el campo de su<br />

conciencia intuiciones e imágenes que los conmueven y en las que parecen superarse a sí<br />

mismos, no es de extrañar que suceda algo semejante en el espíritu de los profetas, que fueron<br />

en general grandes poetas. La inspiración profética no se asemeja a un dictado palabra por<br />

palabra, y esto invita a interpretar con cierta reserva expresiones como la de Jer 1,9: “Yo<br />

pongo mis palabras en tu boca”. 27<br />

26<br />

En el Nuevo Testamento. Pablo asocia su conversión a Cristo con una revelación especial: "Cuando<br />

Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me eligió por medio de su gracia, se complació en revelarme a<br />

su Hijo...” (Gl 1,15-16). Jesús, en cambio, no recibe ninguna revelación especial "porque él vino del cielo y da<br />

testimonio de lo que ha visto y oído” (Jn 3.31-32).<br />

27<br />

Cf. C. H. Dood, The Authority of the Btble. Harper Torchbooks, Londres, 1948. pags. 61 ss.


[38]<br />

El monoteísmo<br />

Israel, y sólo Israel, dio a la humanidad la fe monoteísta. Pero la idea del Dios único se fue<br />

gestando progresivamente antes de encontrar su expresión definitiva en la predicación de los<br />

profetas. Como lo indica H. H. Rowley, “en la obra de Moisés encontramos la semilla del<br />

monoteísmo, no su pleno acabamiento”. 28<br />

El monoteísmo israelita no surgió como fruto de la reflexión filosófica, ya que el pueblo<br />

hebreo, durante todo el periodo bíblico, no se mostró particularmente propenso a la<br />

especulación filosófica tal como la practicaron los griegos. Pero el hecho de que Israel haya<br />

llegado a la profesión de fe monoteísta tampoco se explica como el simple resultado de una<br />

evolución natural. Israel nunca fue una nación poderosa, de manera que su monoteísmo no<br />

pudo haber sido la proyección del poderío de la nación en la persona de su Dios. Asiria vio en<br />

las victorias de sus ejércitos una manifestación del invencible poder de sus dioses. Cada nueva<br />

conquista fortalecía esa convicción, y por eso pudo afirmar que el dios Asur debía imponer su<br />

soberanía sobre las divinidades de los otros pueblos. Pero no fue esto lo que sucedió en Israel.<br />

El monoteísmo israelita no es la expresión del orgullo nacional; los profetas no anunciaban un<br />

patriotismo superficial sino el juicio de Dios, y el profeta que expresó más claramente la fe<br />

monoteísta era portavoz de un pueblo que vivía en el exilio. 29<br />

El monoteísmo comenzó en Israel con la ruptura respecto de las concepciones religiosas<br />

de su medio ambiente. Las religiones de sus vecinos estaban ligadas íntimamente a los ciclos<br />

de la naturaleza.<br />

28<br />

H. H. Rowley, The Faith of Israel: Aspects of Old Testament Thought. SCM Press LTD. Londres, 1956,<br />

pág. 71.<br />

29<br />

Es bien conocida la tesis de Emile Durkheim, que define la religión como el culto que la sociedad se tributa<br />

a sí misma. Lo sagrado en general, según el sociólogo francés, es expresión de lo social: hay una verdadera identidad<br />

entre el sujeto y el objeto de la adoración, de manera que todo culto religioso debe ser considerado como<br />

una variación de ese tema fundamental. Esto es verdad, hasta cierto punto, del culto que el pueblo asirio tributaba<br />

al dios Asur. En Asiria, el dios, la ciudad y la nación estaban tan estrechamente unidos que llevaban el mismo<br />

nombre (Asur), y es muy significativo que Asur haya sido la única divinidad puramente asiria entre las muchas<br />

divinidades semíticas adoradas por aquel pueblo. Por eso el prestigio del dios crecía a medida que aumentaban<br />

las conquistas de la nación. La religión de Israel tiene, por el contrario, un carácter completamente distinto. La<br />

concepción que los israelitas tenían de la divinidad les impedía absolutamente identificar a Yahvé con el pueblo<br />

de Israel. Por íntima que haya sido la relación del pueblo hebreo con su Dios, resulta inconcebible la identificación<br />

de uno y otro. Cf. Joachim Wach, Sociologie de la Religion, Payot, París, 1955, pág. 84 ss.


[39] Hasta se puede afirmar, en términos generales, que los dioses del Cercano Oriente<br />

antiguo eran personificaciones de los fenómenos naturales, fuerzas operativas en las<br />

realidades cósmicas. Yahvé, en cambio, es distinto de la naturaleza. Así como no hay ninguna<br />

imagen que pueda representarlo, tampoco hay en el universo visible ninguna realidad que<br />

pueda identificarse con él. Todas las fuerzas del cosmos le están sometidas, y él puede valerse<br />

de ellas con plena libertad, a fin de realizar sus designios. A partir de esta nueva concepción<br />

de lo divino, un profeta del exilio (el llamado Déutero-Isaías) pudo afirmar con absoluta<br />

claridad que Yahvé es el único Dios, que los dioses de las naciones no son nada, y que sus<br />

ídolos simbolizan algo inexistente. Rindiendo culto a un solo Dios trascendente, Israel rompió<br />

con todos los sistemas religiosos del antiguo Oriente.<br />

La exclusión de los otros dioses tuvo además otras consecuencias importantes. La primera<br />

y más importante ha sido sin duda la “desdivinización” y “desmitologización” del universo<br />

entero: las fuerzas cósmicas (como los astros y las fuentes de la vida y la fecundidad)<br />

perdieron su rango divino y pasaron a ser lo que realmente son: criaturas de Yahvé, el único<br />

Dios. 30<br />

30<br />

Esta desmitologización es claramente perceptible en el primer relato de la creación (Gn 1.1-1,4b), sobre<br />

todo cuando el autor refiere la obra del cuarto día (la creación del sol, la luna y las estrellas). Para comprender la<br />

radicalidad de ese proceso desdivinizador de los elementos cósmicos, conviene tener en cuenta que la astrología<br />

y el culto de los astros estaban muy difundidos en el Antiguo Oriente. Amón-Ra (el disco solar divinizado) reinó<br />

durante milenios en Egipto, y Shamash, el dios sol, ocupó siempre un lugar privilegiado en los panteones de Asiria<br />

y Babilonia. El pueblo de Israel no permaneció ajeno a esa influencia, porque también en Jerusalén la<br />

astrolatría tuvo su época de florecimiento: en tiempos de los reyes, y muy especialmente durante el reinado de<br />

Manasés en Judá, se edificaron altares a todo el Ejército de los cielos en los atrios del templo: la gente ofrecía<br />

incienso al sol, a la luna y a las constelaciones, y hasta en la entrada misma del templo se hicieron representaciones<br />

de los caballos y carros del sol (2 Re 21,3-5; 23,5.11). Los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo adoraban<br />

y consultaban al sol y a los astros (Jer 8.2), de manera que el verdadero profeta de Yahvé se veía obligado a<br />

advertir “No se espanten por los signos del cielo, porque son los paganos los que temen esas cosas” (Jer 10,2).<br />

También el Deuteronomio amonestaba a los israelitas: “Cuando levantes los ojos hacia el cielo y veas el sol, la<br />

luna, las estrellas y todo el ejército de los cielos, no te dejes seducir ni te postres para rendirles culto” (Deut<br />

4.19): y más tarde Job, para justificar su conducta, declaraba: “Si a la vista del sol resplandeciente y de la luna<br />

que pasaba radiante, mi corazón se dejó seducir en secreto y les envié besos con la mano” (Job 31,26-27). En este<br />

contexto, religioso y cultural, el autor de Gn 1 tuvo la osadía de afirmar que el cosmos no es divino ni eterno. Los<br />

astros, como criaturas de Dios, cumplen la función que él les asignó: Dios puso el sol y la luna en el firmamento<br />

del cielo para distinguir el día de la noche y para señalar las fiestas y los años (Gn 1,14-19).


[40]<br />

Esta conversión del pensamiento hacia el único Dios verdadero, al mismo tiempo que<br />

ponía fin a los cultos naturísticos, traía consigo una revolución ética, teológica e incluso<br />

política. Porque también el poder humano quedó desdivinizado. En lugar de adorar al rey<br />

divinizado, como se hacia en Egipto y a veces también en Babilonia, Israel llegó a reconocer<br />

que su único rey era el Dios viviente.<br />

El individuo y la colectividad<br />

Los textos más antiguos de la Biblia hebrea revelan un sentido muy vivo de la solidaridad<br />

de la nación. La elección ha recaído sobre la nación entera y a ella se dirigen en primer lugar<br />

las promesas divinas. Hay, por ejemplo, largos pasajes del Deuteronomio que narran la<br />

historia del pueblo como si fuera la biografía de un individuo: “Recuerda el largo camino que<br />

Yahvé, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante cuarenta años... La ropa que llevabas<br />

no se gastó, ni tampoco se hincharon tus pies durante esos cuarenta años" (Deut 8, 2.4).<br />

Ciertamente, no es el israelita individual, sino todo el pueblo el que vivió aquella experiencia<br />

en el desierto.<br />

<strong>Sin</strong> embargo, durante la época en que el sentido de la solidaridad parecía eclipsar al<br />

individuo, también se destacan ciertas personalidades relevantes. Ya en la “edad heroica” el<br />

curso de la historia estuvo vinculado al influjo de individuos relevantes. Es muy posible que<br />

sus hazañas, como las de Sansón, hayan sido engrandecidas por la leyenda; pero el hecho<br />

mismo de que las leyendas se hayan centrado en ellos es una prueba de su influencia. El libro<br />

del Éxodo describe la salida de Egipto como un movimiento masivo, pero también da un<br />

enorme relieve a la acción de Moisés como conductor y legislador del pueblo. Incluso en las<br />

tradiciones patriarcales hay pasajes que reflejan una experiencia religiosa marcadamente<br />

individual. La intercesión de Abraham por las ciudades de la llanura incluye estas palabras:<br />

“Me he atrevido a hablar al Señor, yo que soy polvo y ceniza... ¡Matar al justo junto con el<br />

culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿No hará justicia el rey de<br />

toda la tierra?” (Gn 18, 27.25). Tales expresiones, comenta Dodd, podrían pertenecer al libro<br />

de Job, aunque han sido escritas mucho tiempo antes. 31<br />

A veces se ha querido contraponer el período preexílico al postexílico,<br />

31<br />

Cf. C. H. Dodd. La Biblia y el hombre de hoy. págs. 167-187.


[41] como si el primero hubiera sido la época de la religión colectiva y el segundo el de la<br />

religiosidad individual. Esta es sin duda una simplificación que no responde a la realidad<br />

histórica, pero también es verdad que en un momento dado se produjo un cambio de acento.<br />

Ese desplazamiento hacia el aspecto individual aparece con bastante claridad en el libro de<br />

Jeremías y más todavía en la profecía de Ezequiel.<br />

Un texto de Jeremías puede servir de base para exponer en forma sucinta este complejo<br />

problema:<br />

En aquellos días, ya no se dirá más: Nuestros padres comieron las uvas verdes y los<br />

hijos sufrimos la dentera. <strong>Sin</strong>o que cada uno morirá por su propia culpa: el que coma<br />

las uvas verdes, ese sufrirá la dentera (Jer 31, 29-30).<br />

El profeta cita aquí un mashal o dicho popular ampliamente difundido entre los israelitas.<br />

Las calamidades sin precedentes que se abatieron sobre la nación en aquellos días hicieron<br />

que pusiera en boga dicho proverbio. El joven rey Josías había sido derrotado y muerto por el<br />

Faraón Necao en el enfrentamiento de Megiddo (609 a.C.). Pocos años después se produjo el<br />

asedio final de Jerusalén: el ejército de Babilonia incendió el templo de Yahvé y el palacio<br />

real: el país quedó a merced de los invasores, fue entregado al saqueo y la triunfante campaña<br />

de Nabucodonosor culminó con la gran deportación (587 a.C.).<br />

A la luz de estos hechos tan desastrosos, los profetas pudieron medir la gravedad de los<br />

pecados que habían llevado a la catástrofe. La herida abierta por esos pecados era de tal<br />

magnitud que parecía incurable (cf. Jer 2,22; 6,29; 17,1-2; 46,11); pero no por eso Yahvé<br />

dejaba de llamar a la conversión (3,4-19). Si Israel se convertía de su mala conducta, él estaba<br />

dispuesto a sanar a su pueblo (3,22) y no lo destruiría enteramente (4,27; 5,10-18). Este<br />

llamado a la conversión se presenta bajo dos formas distintas: unas veces dice: “Si tú vuelves,<br />

yo te haré volver”(15,19;Cf. 3, 22; 4, 1-5; 18,11; 22,3; 25,5; 35,15; etc.). Otras, en cambio, la<br />

formulación se modifica: “Yo los traeré... y ustedes volverán" (23, 3-6; 29, 10-14; 30, 13-18;<br />

31, 22, etc.).<br />

En la primera serte de textos, el que llama a la conversión es Yahvé, pero el que decide<br />

volver es el hombre; en la segunda, el que toma la iniciativa es Yahvé. En el primer caso, la<br />

conversión (al menos en principio) puede ser colectiva; en el segundo no puede ser verdadera<br />

si no es individual, porque presupone una intervención directa de Yahvé sobre el corazón de<br />

cada individuo. Y como Israel no puede recorrer por sí mismo el camino de retorno a Yahvé,<br />

es necesaria una acción divina (la “nueva alianza” anunciada en Jer 31, 31-34), capaz de<br />

transformar la inveterada dureza del corazón humano (17,1). Así el profeta se


[42] introduce en el centro mismo de la cuestión: la restauración moral de la comunidad<br />

presupone la renovación interior de cada uno de sus miembros. Cuando se produzca esta<br />

renovación —“en aquellos días”— ya no volverá a pronunciar el proverbio que atribuye el<br />

castigo de los hijos al pecado de los padres, porque el pecado, lo mismo que el nuevo<br />

principio de la vida moral, es ante todo una realidad interior, que brota de lo más íntimo del<br />

corazón, y la responsabilidad colectiva se hace entonces incompatible con la justicia de<br />

Yahvé.<br />

Ezequiel irá más lejos todavía: para él, la retribución es solo individual. Así lo muestra el<br />

célebre capítulo 18 del libro que lleva su nombre, donde se retoma el proverbio ya citado por<br />

Jeremías. Fundado en un concepto más afinado de la justicia divina, el profeta combate la<br />

doctrina tradicional de la retribución colectiva y hereditaria (Ex 20,5; 34, 7), ya corregida en<br />

Deut 24, 16 y 2 Re 23, 26-27, pero que aún se mantenía vigente. Nadie morirá por las faltas de<br />

sus padres, dice Ezequiel; el que peca recibirá el castigo correspondiente, y el pecador no se<br />

librará por la justicia de su padre. Pero la suerte de cada uno no quedará decidida de una vez<br />

para siempre: el justo, si llega a pecar, será sancionado como pecador; en cambio, el pecador<br />

que se convierta salvará su vida. Este es el camino del Señor, aunque el profeta hace notar<br />

expresamente que Yahvé prefiere la misericordia a la justicia: “Porque yo no deseo la muerte<br />

del que muere —oráculo de Yahvé—. Conviértanse entonces, y vivirán” (Ez 18, 32).<br />

Esta tendencia se amplía y profundiza en algunos Salmos y en la literatura sapiencial. En<br />

el Salmo 51, 12-13, Dios, que es el creador de la vida física, es invocado como creador de la<br />

justicia moral:<br />

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro<br />

y renueva la firmeza de mi espíritu;<br />

no me rechaces lejos de tu rostro<br />

ni retires de mí tu santo espíritu.<br />

El salmista se atreve a pedir en el presente lo que Ezequiel esperaba del futuro; y este acto<br />

por excelencia de Yahvé, que Ezequiel describía como una “purificación”, recibe aquí su<br />

verdadero nombre: es una “creación”, expresada con el mismo verbo que emplea el Génesis<br />

para hablar de la creación del mundo (bara’). 32<br />

32 En forma actual, el salmo 51 procede de la primera época postexílica, cuando ya muchos deportados habían<br />

vuelto de Babilonia, pero los muros de Jerusalén aún no habían sido reconstruidos (cf. al final del Salmo la<br />

súplica por la restauración de las murallas, v. 20). No es fácil determinar, en cambio, si una redacción anterior del<br />

Miserere (y tal vez de algunas oraciones semejantes, que no han llegado hasta nosotros) sirvió de inspiración a<br />

las promesas proféticas, o si, por el contrario, el salmo se apoya en la promesa de una "nueva alianza” que ya<br />

existía en Israel y era bien conocida. De cualquier manera, una vez que el salmo y las promesas proféticas fueron<br />

introducidos en el Canon, el Miserere se rezaba a la luz de aquellas promesas, que tantas afinidades mostraban<br />

con él. Cf. N. Lohfink. La alianza nunca derogada. Reflexiones para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder,<br />

Barcelona, 1992, págs. 80-81.


[43]<br />

También la literatura sapiencial atestigua este desplazamiento hacia el aspecto individual<br />

de la experiencia y de la religiosidad. Job no rechaza solamente la idea de la retribución<br />

colectiva (21, 19-21) sino también la de una retribución individual tal como la que había<br />

propuesto Ezequiel (Job 4,7; 8,20; cf. 6,25-30; 9,21-24). El problema del sufrimiento<br />

inmerecido ya no es expuesto en términos de calamidad nacional, sino desde el punto de vista<br />

de la persona que sufre. También el Eclesiastés está obsesionado por la vanidad de la vida tal<br />

como la experimenta cada individuo. El sabio conoce que “Dios realiza su obra en el mundo<br />

desde el principio hasta el fin”; pero esa “obra” constituye un enigma indescifrable, que<br />

ninguna inteligencia humana es capaz de penetrar (Ec 3,11).<br />

Finalmente, el nudo de los problemas que habían planteado Ezequiel y Jeremías se<br />

resuelve de manera nueva en los libros de Daniel, de la Sabiduría y en el segundo de los<br />

Macabeos. Allí se abre una perspectiva inédita, porque se habla de un juicio y una recompensa<br />

más allá de la historia.<br />

En el ambiente alejandrino del siglo 1 a.C., un escritor judío, fuertemente influenciado por<br />

el helenismo, anuncia una esperanza colmada de inmortalidad (Sab 3,4). Las almas de los<br />

justos, una vez liberadas de las ataduras del cuerpo corruptible (9,15), permanecerán para<br />

siempre junto a Dios en el amor (3.9.14; 5,15) y tendrán parte en su reino (3,8; 5,16). Poco<br />

importa que la vida terrena sea larga o breve: si un joven justo muere prematuramente, no hay<br />

por qué lamentarse, ya que Dios, por una amorosa predilección, lo llamó a su presencia para<br />

librarlo de la perversión que reina en este mundo (4,7-18). Tampoco es importante tener una<br />

descendencia: el impío no es amado por Dios aunque su descendencia sea numerosa, mientras<br />

que sí lo son el hombre y la mujer estériles que se han mantenido fieles al Señor (3,13-14).<br />

Así queda superado el antiguo principio de la retribución, largamente desmentido por la<br />

experiencia, que asociaba la felicidad a la virtud y el castigo a la impiedad.


[44]<br />

En los ambientes apocalípticos no se habla de inmortalidad del alma, sino de resurrección.<br />

Según el libro de Daniel, al fin de los tiempos “muchos de los que duermen en el suelo<br />

polvoriento se despertarán, unos para la vida eterna y otros para la ignominia” (Dan 12,2). Y<br />

el autor del segundo libro de los Macabeos (12,43-46) elogia al “noble Judas” porque hizo<br />

ofrecer un sacrificio expiatorio por los caídos en el combate, “con el pensamiento puesto en la<br />

futura resurrección” (v. 43).<br />

De este modo, la fe en la resurrección de los justos (Dan 12, 1-3) y en la supervivencia<br />

después de la muerte (Sab 3,1-10) ayudaron a eliminar el escándalo de las injusticias<br />

padecidas por los justos. Mientras que la idea de la retribución no trascendía los límites de la<br />

vida terrena, el sufrimiento de los justos constituía un escándalo insuperable. En cambio,<br />

cuando se introdujo la idea de una recompensa en el más allá, el sentido de la condición<br />

humana temporal se iluminó con una luz enteramente nueva: el “fin” (telos) de los justos no es<br />

la muerte, sino el paso a otra vida, a una vida mejor. 33<br />

También los poemas del Servidor sufriente arrojan una luz muy particular sobre la<br />

compenetración de lo individual y lo colectivo en la concepción bíblica de la persona y de la<br />

sociedad. Estos poemas presentan a un personaje misterioso, que encarna en su propia vida el<br />

ideal de entrega absoluta a Dios por medio del servicio, del sufrimiento y del sacrificio de sí<br />

mismo. El Servidor es el elegido de Yahvé y ha recibido el “espíritu” que lo capacita para el<br />

cumplimiento de su misión: “Para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a<br />

los cautivos y de la cárcel a los que viven en tinieblas” (ls 42,7). Su misión consiste en ser<br />

“luz de las naciones” (42,6) y en implantar en el mundo el reinado de la justicia (42,4). Pero<br />

su método no será el de la violencia, sino el del propio sufrimiento (52,13-53,12). Tales<br />

sufrimientos tienen un carácter expiatorio y son aceptables a Dios para satisfacción por los<br />

pecados de “muchos”, expresión esta que no excluye la idea de universalidad: “todos” son<br />

“muchos” y los escritores bíblicos utilizan con frecuencia esa expresión para subrayar la idea<br />

de una inmensa muchedumbre y no en sentido exclusivo. Las regiones más lejanas esperan la<br />

doctrina del Servidor, no de manera consciente, sino como una aspiración inconsciente y<br />

profunda.<br />

La principal dificultad que plantean estos poemas es la identificación del personaje<br />

designado como Servidor de Yahvé. Según la interpretación que parece más verosímil, el<br />

profeta no se refiere a ninguna figura histórica, a ningún individuo particular, sino que<br />

presenta una figura ideal: el Servidor es la personificación ideal de Israel, el pueblo de Dios,<br />

concebido como una personalidad corporativa (cf. Is 49,3). Como personificación ideal de<br />

Israel, el Servidor encarna y recapitula el destino de todo el pueblo, y muestra al mismo<br />

tiempo lo que Israel debe ser, la misión que le toca cumplir según el plan de Dios. O<br />

expresado con otras palabras: a Israel le toca seguir el camino del Servidor sufriente, y sólo<br />

cuando todo el pueblo —y cada individuo dentro de él— lleva adelante el proyecto divino<br />

como un solo hombre, merece realmente el nombre de Pueblo y Servidor de Yahvé. Así cada<br />

individuo participa en el proyecto colectivo y se compromete, asumiéndolo personalmente, el<br />

proyecto histórico de Dios. Lo único que se requiere es la libre aceptación de la alianza, según<br />

los términos establecidos por Dios. De este modo el individuo se encuentra activamente<br />

integrado en la historia de la salvación: esa historia se hace viva y avanza hacia el futuro<br />

gracias a su participación personal, y su participación en la marcha de la historia es la que da<br />

33<br />

Cf. C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse. Gabalda, Paris. 1969.


sentido a su vida. 34<br />

Ya en los albores de la era cristiana, la afirmación de la responsabilidad individual<br />

adquirió una fuerza inusitada en la predicación de Juan el Bautista. Según el mensaje<br />

escatológico de Juan, el hecho de pertenecer o no al pueblo elegido no tendrá ninguna<br />

importancia en el juicio final. Nadie podrá apelar a su condición de “hijo de Abraham”,<br />

porque hasta de las piedras puede Dios, si así lo quiere, hacer surgir hijos a Abraham (Mt 3,9):<br />

“Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto va a ser cortado y<br />

echado al fuego” (Mt 3,10).<br />

34<br />

Acerca de esta interpretación, véase John L. McKenzie, Second lsaia (Anchor Bible), Doubleday and<br />

Company Inc., Garden City, New York. 1968. Ya en la Iglesia primitiva de lengua aramea los cánticos del Siervo<br />

sufriente se releyeron en sentido cristológico, aplicándolos a la persona y a la obra redentora de Jesús (cf. R. H.<br />

Fuller, Fundamentos de la Cristología neotestamentaria. Cristiandad. Madrid, 1979. págs. 179 ss.


[46]<br />

Las fiestas litúrgicas<br />

En este contexto no puede faltar una referencia a las fiestas litúrgicas de Israel, porque en<br />

ellas se produjo el encuentro y la diversificación de dos mundos de pensamiento distintos. El<br />

calendario de las grandes fiestas israelitas procedía básicamente de Canaán, y estaba<br />

determinado por el curso natural del año en Palestina. En su forma original, ese calendario era<br />

la expresión de una religión agrícola, que concebía las siembras y las cosechas como<br />

acontecimientos sagrados. Pero Israel modificó muy pronto el significado de aquellas fiestas.<br />

La modificación consistió esencialmente en despojarlas de su vinculación con los ritos de la<br />

fertilidad, para convertirlas en el “recuerdo” o “anámnesis” (zikkarón) de acontecimientos<br />

históricos bien definidos. En la fiesta de los ácimos se rememoraba el éxodo de Egipto (Ex<br />

23,5), mientras que la fiesta del otoño y la vendimia evocaba la marcha por el desierto (Lev<br />

23, 42-43). Esta anámnesis significa que Israel “historizó" las antiguas fiestas agrarias. Tal<br />

modificación, dice von Rad, tuvo una enorme importancia, porque en ella aparece reflejada<br />

una concepción original del mundo y de la existencia. Israel hacía depender su existencia de<br />

acontecimientos históricos precisos y no de fenómenos naturales periódicamente recurrentes.<br />

Así comenzaba a expresarse una fe que todavía no tenía plena conciencia de su originalidad y<br />

de sus virtualidades, pero que ya empezaba a perfilarse con características propias.<br />

La historización de las fiestas agrarias es un hecho inusual en la historia de las religiones,<br />

y por eso merece especial atención. Según ya dijimos, las fiestas cananeas estaban ligadas al<br />

ciclo de la naturaleza. Israel hubiera podido conservarlas como tales, y expresar de ese modo<br />

su fe en Yahvé como creador y dador de todos los bienes de la naturaleza, ya que pedir la<br />

fecundidad del suelo en tiempo de siembra y dar gracias por los frutos de la cosecha son cosas<br />

buenas. <strong>Sin</strong> embargo, al asumirlas, Israel las puso en relación con hechos de su propia historia<br />

(hechos en los cuales se había experimentado de un modo especial la presencia y la protección<br />

de Yahvé).<br />

Es legitimo, por lo tanto, afirmar que la fe yahvista se funda en la historia, con tal que el<br />

uso de la palabra historia —que no tiene equivalente en el hebreo bíblico— no nos lleve a una<br />

consideración anacrónica de los hechos. Por lo general, lo histórico se considera transitorio y<br />

efímero. Pero los actos a través de los cuales Yahvé fundó su comunidad tenían para Israel un<br />

valor y un carácter absolutos. No participaban del destino de los hechos que se pierden<br />

inevitablemente en el pasado, sino que estaban presentes a cada generación, y no en


[47] el mero sentido de que el pasado puede cobrar nueva vida gracias a la memoria. La<br />

narración es la forma en que sobrevive el pasado, y por la palabra y el rito, la comunidad<br />

festiva entraba realmente en la situación recordada en cada fiesta. Cuando los israelitas<br />

comían la Pascua vestidos con ropas de viaje, con el bastón en la mano, calzados con<br />

sandalias y con la premura de la partida (Ex 12,11), hacían algo más que recordar la salida de<br />

Egipto: entraban ellos mismos, real y efectivamente, en el acontecimiento histórico,<br />

actualizándolo para cada generación. 35<br />

Una voz disonante: el libro del Eclesiastés<br />

El sujeto de la revelación es siempre el mismo y único Dios. La revelación, sin embargo,<br />

no acontece en el cielo sino en la tierra; no queda encerrada en la inmanencia eterna de Dios,<br />

sino que es una acción divina que penetra en la realidad humana. Dios se revela en medio de<br />

las cosas creadas, que están sometidas al tiempo. No es de extrañar, entonces, que el Libro<br />

donde ha quedado consignada la revelación divina lleve también las marcas del tiempo.<br />

Estas marcas de la temporalidad resultan evidentes para todo el que lee con atención el<br />

Antiguo Testamento. La fe de Israel, que dedica tanto espacio a narrar su propia historia,<br />

experimentó transformaciones importantes a través del tiempo, determinadas en parte por el<br />

aporte de grandes personalidades y en parte por los cambios acaecidos en el ámbito político y<br />

cultural. Cada hagiógrafo expone su<br />

35<br />

Ya hemos dicho que los profetas y escritores de Israel, a diferencia de los grandes pensadores de la antigua<br />

Grecia, no mostraron demasiada inclinación por la especulación filosófica y por la formulación de ideas<br />

abstractas. Prefirieron, en cambio, expresar su percepción de lo divino mediante el empleo del lenguaje narrativo,<br />

es decir, relatando la historia de su propio pueblo. En esta narración se ponía siempre de relieve la intervención<br />

de Dios, porque el factum historicum nudum nunca existió en la experiencia de Israel. Pero esto no significa que<br />

la historia sea la única vía de acceso al conocimiento de Dios, ya que la misma Biblia atestigua que Dios puede<br />

entrar (y de hecho entra) en el campo de la experiencia humana también por vías ajenas a la historia. Prueba de<br />

ello son los escritos sapienciales, que no se fundan en una teología de la historia sino más bien en una teología dc<br />

la creación. Cf. James Barr. “Revelation through History in the Old Testament and Modern Theology”, en:<br />

Interpretation. A Journal of Bible and Theology 17 (1963) 193-205; Id. The Bible in Modern World. SCM Press,<br />

Londres - Trinity Press International, Filadelfia, 1990, págs. 75-88.


[48] pensamiento en circunstancias particulares y con un estilo peculiar, y esta diversidad<br />

es perceptible tanto en la sucesión temporal (diacrónicamente) como en el marco de una<br />

misma época (sincrónicamente). Nunca hubo en Israel, salvo tal vez en los tiempos más<br />

remotos, una perfecta uniformidad teológica, y este hecho invita a desconfiar de las<br />

sistematizaciones demasiado consistentes. Esto no significa, obviamente, que el Antiguo<br />

Testamento deba ser considerado como una especie de mosaico. Más allá de las expresiones<br />

personales están también los conjuntos relativamente homogéneos, que incluyen a veces<br />

textos redactados a lo largo de un período bastante prolongado (como sucede, por ejemplo,<br />

con el Deuteronomio y la corriente deuteronomista o con la tradición sacerdotal del<br />

Pentateuco). De ahí que el esfuerzo por encontrar la unidad en la diversidad y la diversidad en<br />

la unidad sea una tarea tan difícil como fascinante. Y no menos provechoso, para comprender<br />

en profundidad el mensaje del Antiguo Testamento (y de la Biblia en general), es prestar<br />

atención a las voces más o menos disonantes.<br />

Un escrito que ocupa un puesto singular entre los escritos sapienciales del Antiguo<br />

Testamento, y aun en toda la Biblia, es el libro del Eclesiastés. El autor se presenta a sí mismo<br />

como hijo de David y rey de Jerusalén, pero estos calificativos no son un testimonio histórico<br />

sino una ficción literaria. El Qohelet sigue la antigua costumbre de poner bajo la autoridad de<br />

Salomón, el sabio por excelencia, todos los dichos y sentencias de carácter sapiencial; y al<br />

situarse en la posición del rey da a entender desde qué punto de vista vuelve su mirada hacia<br />

las realidades concretas de la vida: la suya no es la visión del que está sumergido por completo<br />

en el quehacer cotidiano, sino la del que ha ascendido a cierta altura y ha tomado distancia, de<br />

manera que puede ver las cosas con una perspectiva más amplia.<br />

En el libro del Eclesiastés aparece veintisiete veces el verbo hebreo ra’ah. El significado<br />

de este verbo asume matices diversos en los distintos contextos, pero los sentidos<br />

predominantes son “mirar” y “ver”. El sabio "mira”, es decir, fija la vista en un determinado<br />

objeto o acontecimiento y lo observa detenidamente, a fin de “ver” qué sentido tiene todo<br />

aquello que buscan con tanto afán los seres humanos: "Miré todas las obras que se hacen bajo<br />

el sol...” (1, 14): "Yo volví mis ojos...” (4,1.7); “Yo he visto algo más bajo el sol...” (3,16).<br />

Con frases como éstas, el Qohelet quiere indicarnos que su propósito ha sido contemplar<br />

la realidad con el máximo desasimiento y la mayor honestidad posibles, evitando cualquier<br />

tipo de distorsión


[49] o de manipulación. 36 Como verdadero sabio, él estaba dispuesto a acoger toda<br />

experiencia auténtica. Su insaciable deseo de saber lo había llevado a escrutar también la<br />

sabiduría de los sabios antiguos —una sabiduría investida del prestigio y la autoridad que da<br />

la tradición—. Pero su espíritu alerta le impedía someterse acríticamente al principio de<br />

autoridad: incluso las sentencias de los sabios y los aforismos de escuela debían confrontarse<br />

con la realidad y probar de ese modo que eran verdaderos.<br />

Con esta actitud libre de prejuicios, el Qohelet emprende una serie de experiencias, a<br />

partir de la pregunta programática que se plantea al comienzo mismo del libro: “¿Qué<br />

provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?” (1,3).<br />

Estos auténticos experimentos (el Qohelet emplea con frecuencia el verbo hebreo tur, que<br />

significa “explorar”) siguen distintos caminos. Primero, él intenta investigar todo lo que se<br />

hace bajo el cielo, para distinguir la sabiduría y la ciencia de la locura y la necedad. Pero el<br />

resultado es decepcionante: donde abunda la sabiduría abunda el sufrimiento, y el que<br />

acumula conocimiento acumula dolor (1,16-18). También hace la prueba con la alegría y el<br />

placer, pero termina por llamar locura a la risa e inutilidad a la alegría (2,2). Luego prosigue la<br />

búsqueda del sentido en otra dirección y emprende grandes obras, pero el resultado es siempre<br />

el mismo: reflexiona sobre las obras de sus manos, mide el esfuerzo que le había costado<br />

hacerlas y concluye que todo es vanidad y deseo de aferrar el viento. 37<br />

Con lucidez y valentía, el Eclesiastés deshace todas las ilusiones que suele forjar el<br />

corazón humano. Después de haber puesto a prueba todas las cosas —la sabiduría, el placer, el<br />

trabajo, las riquezas—, ha llegado a la conclusión de que todo es tan vano e inconsistente<br />

como el vapor o la niebla. La experiencia le ha hecho ver, además, todos los males que afligen<br />

a los seres humanos: la injusticia<br />

36<br />

Otra expresión frecuente en el libro del Eclesiastés es nattati et libbí lit. “dí mi corazón”, es decir,<br />

presté atención. me dediqué a considerar las cosas con el mayor cuidado posible.<br />

37<br />

Es muy probable que el Qohelet haya tenido algún contacto con el pensamiento griego, ya que de allí<br />

parece provenir la idea del retorno cíclico de los mismos acontecimientos, que era ajena a la tradición israelita<br />

(cf. Ec1. 4-7). Para Israel la historia tiende hacia un fin, que es el Día de Yahvé; el Qohelet, en cambio, observa<br />

el curso de la naturaleza y de la vida humana, y descubre en él una ley que encadena los acontecimientos a un<br />

ciclo sin fin. En este perpetuo movimiento de flujo y reflujo ya no queda sitio para una auténtica novedad: Lo<br />

que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso es lo que se hará: no hay nada nuevo bajo el sol” (1.9).


[50] se ha instalado en el lugar de la justicia: la autoridad busca su propio beneficio, lo<br />

que menos hace es proteger a los indefensos, y los oprimidos derraman lágrimas sin que nadie<br />

los consuele. El sabio y el justo no tienen aseguradas la prosperidad y la dicha: no siempre el<br />

malvado se ve golpeado por la desgracia, y no pocas veces se los sepulta con todos los<br />

honores (8,10): la sentencia contra las malas acciones no se ejecuta prontamente, y así el<br />

corazón humano se ve impulsado a cometer el mal (8, 11). Como en todo intervienen la suerte<br />

y el azar (9,11), la carrera no siempre la gana el más veloz, ni es el más fuerte el que triunfa en<br />

el combate. Por último, y sobre todo, la muerte es el destino final y el límite fatal impuesto a<br />

toda vida humana (2,15-16; 3, 19-20; 9,2-3).<br />

Es verdad que Dios hace todas las cosas apropiadas a su tiempo. Pero esa “obra de Dios”<br />

es un enigma indescifrable para el entendimiento humano. El esfuerzo por comprenderla está<br />

condenado al fracaso, y lo único que se consigue con esa búsqueda inútil es aumentar el hastío<br />

de la vida (Ec 3.11).<br />

El libro del Eclesiastés es una especie de diálogo del autor consigo mismo. En este debate<br />

interior, él no se contenta con respuestas parciales, sino que pretende formarse un juicio global<br />

y definitivo acerca del valor y el sentido de la vida humana. Por eso contrapone y compara<br />

realidades opuestas, como la vida y la muerte, la sabiduría y la necedad, la riqueza y la<br />

indigencia, el despotismo y la absoluta falta de poder. Lo que más se acentúa en estas<br />

contraposiciones son los aspectos negativos; pero nunca se llega hasta el extremo de negar por<br />

completo los valores positivos de la vida. En cada esfera de la existencia humana —en el<br />

amor, el trabajo, la familia, incluso en la sabiduría— hay muchos aspectos valiosos, aunque<br />

ninguna de estas cosas, y ni siquiera todas juntas, son capaces de colmar los anhelos más<br />

profundos del corazón.<br />

De todas maneras, el Qohelet es demasiado mesurado y práctico para dejar que sus<br />

experiencias negativas lo hundan hasta el fondo de la desesperación. En este mundo vano,<br />

donde todo es fugaz, precario y exiguo, es posible encontrar un pequeño refugio: son los<br />

gozos de la vida cotidiana, los placeres de la comida y de la bebida, las alegrías del amor. Y<br />

como todas estas cosas buenas son dones de Dios, hay que disfrutarlas en la medida de lo<br />

posible: “Lo único bueno para el hombre es comer y beber, y pasarla bien en medio de su<br />

trabajo. Yo vi que también esto viene de la mano de Dios” (2,24). “Alégrate, muchacho,<br />

mientras eres joven y que tu corazón sea feliz en tus años juveniles... Aparta de tu corazón la<br />

tristeza y aleja de tu carne el dolor,


[51] porque la juventud y la aurora de la vida pasan fugazmente” (10, 9-10).<br />

Según algunos intérpretes, esta invitación a disfrutar de la comida y la bebida tiene en el<br />

Eclesiastés un sabor agridulce, o tal vez resignado e irónico. También cabe preguntar a dónde<br />

conduce una lucidez tan inflexible. Ciertas afirmaciones (sobre todo el famoso “vanidad de<br />

vanidades”) parecerían indicar que todo termina en un pesimismo paralizante y estéril. Si en el<br />

ámbito intelectual la “obra de Dios” resulta incomprensible y en el plano práctico lo torcido<br />

no se puede enderezar —“Observa la obra de Dios: ¿Quién puede enderezar lo que él torció?”<br />

(7, 13)— parecería que lo único sensato es renunciar a la acción en cualquiera de sus formas.<br />

Es verdad que el Eclesiastés no tiene el ímpetu de los profetas y que no aspiraba, como<br />

ellos, a transformar radicalmente a su pueblo en el plano moral y social. Pero la implacable<br />

honestidad con que él analiza y critica los lugares comunes es el correctivo indispensable de<br />

toda fe poco reflexiva o inmadura. Él obliga a sus lectores a mirar sin ilusiones la oscuridad en<br />

que están sumergidos ya examinar con gran libertad de espíritu el fundamento de sus<br />

creencias. Si la persona es capaz de aceptar la verdad, reconocerá las limitaciones que le<br />

impone su condición humana y ese reconocimiento producirá en ella un desasimiento<br />

liberador. Solo así podrá gozar con sencillez y sin excesivas pretensiones de los bienes que<br />

Dios concede a cada uno.<br />

El Qohelet ha recibido a lo largo del tiempo una amplia serie de calificativos. Escéptico,<br />

hipercrítico y pesimista han sido quizá los más frecuentes. En lo que respecta al escepticismo<br />

y al pesimismo es posible que se haya exagerado. Pero lo que no se puede poner en duda es<br />

que fue un anticonformista genial, y que su anticonformismo añadió una voz más —un poco<br />

disonante pero indispensable— a la gran polifonía de la revelación.<br />

Antiguo y Nuevo Testamento<br />

El Israel del Antiguo Testamento y el cristianismo constituyen dos mundos diferentes,<br />

aunque uno haya nacido del otro. La comunidad cristiana no surgió de un movimiento<br />

político, sino de la fe en Jesús. Este hecho introducía en la historia de la humanidad un<br />

principio enteramente nuevo. El seguimiento de Cristo, la fe en él y la vida en el Espíritu<br />

fueron los elementos constitutivos de la nueva realidad, independientemente de la pertenencia<br />

a una nación. La idea de pueblo de Dios, heredada de Israel, se mantuvo vigente; pero la


[52] comunidad cristiana, además de ser el pueblo de Dios, es también el Cuerpo de<br />

Cristo. Su unidad proviene de Cristo y de la vida divina que circula por él y por cada miembro<br />

en particular. “Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros<br />

no tienen la misma función, así todos formamos un solo cuerpo en Cristo, y en lo que respecta<br />

a cada uno, somos miembros los unos de los otros” (Rom 12,4-5). Y el evangelio según San<br />

Juan emplea otra metáfora igualmente sugestiva: los cristianos son como los sarmientos que<br />

reciben la vida de la cepa: para que el sarmiento dé fruto debe permanecer implantado en la<br />

cepa: pero, al mismo tiempo, no puede dar frutos si no está implantado en la cepa (Jn 15,1-6).<br />

Viviendo de la vida de Cristo, el pueblo nuevo “encarna”, al fin, el ideal pretendido por Israel.<br />

Aunque el Antiguo y el Nuevo Testamento se suceden en el tiempo, no están unidos<br />

simplemente como dos etapas de la historia que se relacionan entre sí por los lazos ordinarios<br />

de la sucesión temporal. Cristo, en efecto, no viene únicamente después de la Ley. Él hace que<br />

la Ley llegue a su pleno cumplimiento, porque, como dice Clemente de Alejandría, “la<br />

economía inaugurada por el Salvador ha producido una especie de movimiento y de cambio<br />

universales” (Strom Vl 6,47,1) y “realiza por su propio advenimiento la perfección de las<br />

profecías hechas bajo la Ley” (Strom III 5,46,2).<br />

Ya el Antiguo Testamento se presentaba a sí mismo como una marcha hacia algo<br />

definitivo. En cada etapa de su desarrollo histórico, pero sobre todo en los siglos posteriores al<br />

exilio, Israel fue adquiriendo conciencia de ser una realidad inconclusa, de vivir en una etapa<br />

transitoria, que todavía esperaba su pleno cumplimiento. Israel era el pueblo de Dios, pero<br />

todavía no lo era en un sentido pleno. La escatología, tanto en su forma mesiánica como<br />

apocalíptica, adquirió de ese modo una importancia cada vez mayor: la realeza de Yahvé se<br />

realiza en Israel, pero sólo parcial e imperfectamente: Yahvé, que ahora es rey, se manifestará<br />

plenamente como rey en el futuro.<br />

La economía del Nuevo Testamento se presenta en cambio como definitiva. Dios habló<br />

antiguamente de muchas maneras y en distintas circunstancias, pero ahora, en la etapa final,<br />

habló por medio de su Hijo. El Nuevo Testamento se inicia con la proclamación de que la<br />

historia de Israel ha llegado a su cumplimiento. El plan divino anunciado por los profetas ha<br />

entrado ya en su etapa definitiva y, por eso mismo, insuperable.<br />

La comunidad cristiana primitiva, al considerarse en los primeros tiempos parte<br />

integrante del pueblo de Israel, del que esperaba una pronta conversión, se situó en una línea<br />

de continuidad histórica con


[53] respecto al Judaísmo. Pero también reconocía que en la obra de Jesús, y en la<br />

existencia de ella misma como comunidad mesiánica, ya habían comenzado a cumplirse las<br />

promesas de Dios. Así afirmaba, de hecho, la superación de la antigua economía y el<br />

comienzo de una nueva etapa en las relaciones de Dios con el mundo: una etapa escatológica,<br />

es decir, cualitativamente nueva en relación con las anteriores.<br />

En no pocas ocasiones el Nuevo Testamento critica expresamente al Antiguo. El caso más<br />

notorio es el de Pablo, cuando se refiere a la justificación por la fe sin las obras de la ley.<br />

Pablo considera, en efecto, que estaríamos perdidos irremediablemente si la salvación<br />

dependiera de la obediencia a la ley, porque nadie es capaz de cumplir a la perfección todos<br />

los mandamientos. La ley, dice Pablo, expresa la voluntad de Dios, y por eso es santa, justa,<br />

buena y espiritual: pero “yo” soy pecador, “y estoy vendido como esclavo al pecado” (Rom<br />

8,14). En consecuencia, la ley da el conocimiento del bien y del mal; pero no puede salvar,<br />

porque deja al pecador sin fuerzas ante las exigencias de la voluntad divina, ya que no puede<br />

por sí misma eliminar la potencia de muerte —el pecado— que habita en él y opera en sus<br />

miembros. 38<br />

Cuando Pablo declaró abrogadas las disposiciones legales (afirmando, además, que estas<br />

habían tenido una función pedagógica y, por lo tanto, transitoria), no hizo nada más que llevar<br />

hasta sus últimas consecuencias el proceso que ya se había iniciado en Israel: la antigua<br />

alianza debía ceder paso a la nueva, la economía de la ley debía ceder el puesto a la economía<br />

de la fe y de la gracia (Gl 3,23-25). La antítesis entre “antiguo” y “nuevo” Testamento,<br />

afirmada cada vez con mayor énfasis y claridad, es una confirmación de que la historicidad de<br />

la revelación constituye una clave fundamental para comprender las relaciones de la fe<br />

cristiana con la fe de Israel. 39<br />

38<br />

39<br />

Cf. mi artículo ‘La letra mata (2 Cor 3.6)” en: <strong>Revista</strong> Bíblica 41(1979)13-37.<br />

Hoy los exégetas se preguntan cómo se relacionan la "antigua” y la nueva” alianza. El problema consiste<br />

en determinar qué tipo de contraposición se establece entre la alianza establecida por Dios en el <strong>Sin</strong>aí, a la<br />

salida de Egipto, y la "nueva” alianza anunciada para el futuro. N. Lohfink piensa que la “nueva” alianza es<br />

simplemente la anterior, pero dotada de un brillo más espléndido. A pesar de todas las antitesis retóricas, afirma<br />

Lohfink, en el texto de Jer 31.31-34 no encaja la lógica de lo totalmente distinto de lo anterior, del puro contraste,<br />

sino más bien la lógica de la más plena y duradera realización de lo dado antiguamente. Otros exégetas, apoyándose<br />

sobre todo en la Carta a los Hebreos, hablan en cambio de una abrogación y de una sustitución de la antigua<br />

por la nueva. Es claro que la solución no pueden darla los textos del AT tomados separadamente, y es asimismo<br />

probable que el NT (los evangelios. Pablo y Heb) no tengan sobre esa cuestión una concepción uniforme.


[54]<br />

A pesar de esto, el mismo Pablo, como Jesús y los demás escritores del Nuevo<br />

Testamento, reconoce que las Escrituras de Israel proceden de Dios y apela a ellas para<br />

confirmar sus enseñanzas (cf., v. gr. Gl 3,6-9; 1 Cor 10,1-13; Rom 4,1-25). <strong>Sin</strong> embargo, no<br />

faltaron en la historia de la Iglesia actitudes contrarias a la aceptación del Antiguo<br />

Testamento. Esta actitud se puso de manifiesto ya en el siglo II de la era cristiana, cuando<br />

Marción declaró que el Dios de Israel y el de Jesús no podían ser el mismo Dios, porque los<br />

caracteres y atributos de uno y otro son contradictorios. Si el árbol bueno solo da frutos<br />

buenos, resulta imposible atribuir a un Dios bueno los arrebatos de ira y los castigos que el<br />

Antiguo Testamento atribuye a Yahvé. El Dios de Israel, severo y justo, no tiene nada que ver<br />

con el Padre bondadoso revelado por Jesús. Este Dios salvador no se reveló a los judíos: los<br />

libros sagrados de Israel y la revelación del Nuevo Testamento son incompatibles; si se retiene<br />

el Antiguo Testamento como Escritura sagrada, lo único que se consigue es pervertir el<br />

contenido de la fe cristiana.<br />

<strong>Sin</strong> embargo, la Iglesia siempre se mantuvo fiel a la enseñanza de los apóstoles y se opuso<br />

a los que veían en el Antiguo Testamento el residuo de una etapa ya superada con el<br />

advenimiento de Cristo. Esta decisión, obviamente, no le impidió reconocer desde el principio<br />

la existencia de elementos imperfectos y transitorios en los escritos veterotestamentarios. Pero<br />

los intentos de explicar tales imperfecciones nunca llegaron hasta el extremo de afirmar que el<br />

Antiguo Testamento no estaba inspirado por Dios.<br />

La escatología<br />

La concepción cristiana de la historia no puede prescindir de la dimensión escatológica.<br />

Esta dimensión ya estaba presente en el Antiguo Testamento, pero la fe cristiana dio a la<br />

escatología judía un nuevo contenido, reinterpretándola a la luz de la vida y de la obra<br />

redentora de Cristo. Los primeros cristianos, en efecto, estaban bajo el influjo de las ideas<br />

apocalípticas judías; pero ellos sabían que la situación en que se encontraban se había<br />

modificado radicalmente con la venida de Jesús.<br />

El cumplimiento en Jesucristo de las promesas hechas a Israel está en el centro mismo del<br />

kerygma cristiano (cf. Hch 2,14-36: 1 Cor 15,1-11). En el pasado, todo tendía hacia esta<br />

venida; ahora, todo procede de ella. Por lo tanto, la encarnación es el acto decisivo de Dios,<br />

que divide en dos la historia del mundo. Cristo resucitado es el futuro


[55] de la creación; con él entró en el mundo un nuevo principio de vida divina, y la fuerza<br />

de su resurrección tiene que extenderse a la creación entera, hasta manifestarse plenamente<br />

“en el cielo nuevo y la tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Ped 3,13: cf. Ap 21,1).<br />

La Iglesia ya posee las “arras del Espíritu” y las “primicias” de los bienes futuros: pero aún<br />

espera la plena revelación de la gloria prometida, “porque solo en esperanza hemos sido<br />

salvados” (Rom 8,23-24). La expectación se ha cumplido en parte: pero la historia de la<br />

salvación no ha completado su curso, y por eso debe mantenerse viva la esperanza suscitada<br />

por los profetas de Israel. Como aún no ha llegado el momento de su parusía final, la Iglesia<br />

se mantiene siempre con la mirada vuelta hacia el futuro. De este modo se realiza la dialéctica<br />

característica de la escatología cristiana, tal como la expresa 1 Jn 3,2: “Queridos míos, ya<br />

ahora somos hijos de Dios y todavía no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que<br />

cuando [Cristo] se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.

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