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VIDA SANTO DOMINGO GUZMÁN

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CAPÍTULO VII<br />

Segundo viaje de santo Domingo a Roma. - Aprobación provisional de la Orden de<br />

Predicadores por Inocencio III. - Encuentro de santo Domingo con san Francisco.<br />

Al punto de realización a que había llegado el pensamiento de Domingo le era permitido<br />

esperar para su obra la aprobación de la Sede Apostólica; por ello, aprovechando la ocasión<br />

de la próxima celebración del concilio de Letrán, salió para Roma con el obispo de Tolosa en<br />

el otoño del año 1215. Pero antes de despedirse de sus discípulos llevó a cabo un acto<br />

notable, que trazó para siempre a su Orden uno de los grandes caminos por los que debía<br />

seguir. Poseía Tolosa entonces un doctor célebre que ocupaba con mucha brillantez la cátedra<br />

de Teología. Se llamaba Alejandro; un día estaba trabajando muy temprano en su celda<br />

cuando, a causa del sueño, se distrajo un poco de su estudio y quedó dormido profundamente.<br />

Durante este reposo vio siete estrellas que se presentaban ante sus ojos, pequeñas al principio,<br />

pero que, aumentando en grandor y claridad, acabaron por iluminar a Francia y al mundo.<br />

Despertando en medio de este ensueño al rayar el alba, llamó a sus servidores, que tenían la<br />

costumbre de traerle sus libros, y se dirigió a su escuela. En el momento en que entraba,<br />

Domingo se ofreció a acompañarle con sus discípulos, vistiendo todos la túnica blanca y la<br />

capa negra de canónigos regulares. Le dijeron que eran religiosos que predicaban el<br />

Evangelio, tanto a los fieles como a los infieles, en el país de Tolosa y que deseaban<br />

ardientemente escuchar sus lecciones. Alejandro comprendió que eran las siete estrellas que<br />

acababa de ver en sueños, y estando más tarde en la corte del rey de Inglaterra, cuando ya la<br />

Orden de Predicadores había llegado a adquirir una inmensa fama, contó la manera como<br />

había tenido por alumnos a los primeros hijos de aquella nueva religión.<br />

Domingo, después de haber confiado sus discípulos a la guardia de la oración y del<br />

estudio, se encaminó a Roma. Hacia once años que D. Diego y él la visitaran juntos por<br />

primera vez, siendo peregrinos ambos y no sabiendo aún por qué les había conducido Dios<br />

desde tan lejos a los pies de su Vicario. Ahora Domingo traía al Padre común de la<br />

cristiandad el fruto de su bendición, y, a pesar de la muerte, que le había quitado el<br />

compañero de su antigua peregrinación, no venía solo. Su destino era encontrar para este<br />

propósito ilustres amistades. Mientras España, su patria de nacimiento, guardaba en el<br />

sepulcro al amigo y protector de su juventud, Francia, su patria adoptiva le había procurado<br />

otro amigo en la persona de Foulques. También tuvo la dicha de volver a encontrar a<br />

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