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VIDA SANTO DOMINGO GUZMÁN

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CAPÍTULO XI<br />

Cuarto viaje de Domingo a Roma - Fundación de los conventos de san Sixto y de Santa<br />

Sabina - Milagros que acompañaron a estas dos fundaciones<br />

Domingo no abandonó el Languedoc inmediatamente después de la dispersión de sus hijos.<br />

La prueba la tenemos en un tratado que concertó el 11 de septiembre siguiente respecto a los<br />

diezmos que Foulques le había concedido precedentemente. Se trataba de saber hasta dónde<br />

alcanzaba este derecho. Se convino no exigirlos a las parroquias cuya población fuese inferior<br />

a diez familias, y se eligieron árbitros para zanjar todas las dificultades que pudiesen surgir de<br />

allí en adelante. Hecho esto, Domingo cruzó los Alpes a pie, según era su costumbre. Le<br />

acompañaba únicamente Esteban de Metz. La Historia le pierde de vista hasta que llega a<br />

Milán, en donde le encuentra a las puertas de la Colegiata de San Nazario pidiendo<br />

hospitalidad a los canónigos. Estos le recibieron como uno de los suyos a causa del hábito<br />

canonical que vestía.<br />

Su primer cuidado al llegar a Roma fue buscar un lugar conveniente para la fundación<br />

de un convento. Al pie meridional del Monte Celio, a lo largo de la vía Apia, frente a las<br />

gigantescas ruinas de las termas de Caracalla, se elevaba una antigua iglesia, dedicada a san<br />

Sixto II, Papa y mártir. Otros cinco Papas, mártires como él, reposaban a su lado en este<br />

sepulcro. En uno de los flancos de la iglesia, nuevamente reedificada, existía un claustro casi<br />

terminado. La profunda soledad de la iglesia y del claustro contrastaba con los recientes<br />

trabajos cuyas huellas se observaban en muchos sitios. Se adivinaba que un súbito<br />

acontecimiento había interrumpido la ejecución de un pensamiento. En efecto: fue la muerte<br />

de Inocencio III lo que había suspendido aquella renovación de un lugar antiguo y célebre. El<br />

claustro había sido destinado por él para reunir bajo una misma regla diversas religiosas que<br />

vivían en Roma con demasiada libertad. Domingo, que ignoraba esta circunstancia, se<br />

apresuró a pedir la iglesia y el monasterio al sumo Pontífice; Honorio III le hizo verbalmente<br />

la concesión.<br />

En tres o cuatro meses Domingo reunió en san Sixto hasta unas cien religiosas. La<br />

fecundidad rápida y prodigiosa sucedía en él a la lentitud que siempre había caracterizado su<br />

destino. Aquel hombre, que no había comenzado su verdadera carrera hasta llegar a los<br />

treinta y cinco años y que había necesitado doce para formar dieciséis discípulos, los veía<br />

llegar ahora ante sí de la misma manera que las espigas maduras caen a la acción de la hoz<br />

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