MARIA - Jorge Isaacs
La historia de amor de Maria y su primo Efrain, que trancurre en los paisajes de El Cerrito, Valle de Cauca, y en el que los protagonistas luchan por mantener su amor en medio de la enfermedad y la distancia. Efraín y María están juntos durante tres meses, al cabo de los cuales el joven debe viajar a Londres para completar su educación. Cuando regresa, dos años después, descubre que María ha muerto. Efraín no encuentra consuelo, y parte, sin saber muy bien a dónde. La novela, la única que alcanzó a publicar Isaacs, se destaca por darle gran importancia a la descripción del paisaje, así como por la calidad artística de su prosa. La novela objeto de estudio, más que una novela, es un poema en prosa o una novela escrita en una prosa plenamente poética; muestra intrínsecamente que no se trata solo de retórica metafórica cuando Felde la ha clasificado como «la flor más pura e inmarcesible del romanticismo hispanoamericano; sin historia, sin política, sin filosofías; sin nada más que el simple patetismo del sentimiento y la pintura simple de la naturaleza y del ambiente humano; la esencia de su estilo».
La historia de amor de Maria y su primo Efrain, que trancurre en los paisajes de El Cerrito, Valle de Cauca, y en el que los protagonistas luchan por mantener su amor en medio de la enfermedad y la distancia.
Efraín y María están juntos durante tres meses, al cabo de los cuales el joven debe viajar a Londres para completar su educación. Cuando regresa, dos años después, descubre que María ha muerto. Efraín no encuentra consuelo, y parte, sin saber muy bien a dónde.
La novela, la única que alcanzó a publicar Isaacs, se destaca por darle gran importancia a la descripción del paisaje, así como por la calidad artística de su prosa.
La novela objeto de estudio, más que una novela, es un poema en prosa o una novela escrita en una prosa plenamente poética; muestra intrínsecamente que no se trata solo de retórica metafórica cuando Felde la ha clasificado como «la flor más pura e inmarcesible del romanticismo hispanoamericano; sin historia, sin política, sin filosofías; sin nada más que el simple patetismo del sentimiento y la pintura simple de la naturaleza y del ambiente humano; la esencia de su estilo».
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—¿Hase visto? Estaba por no contarles.<br />
—Pero, ¿por qué? —insistió el implacable Carlos, echándole un brazo sobre los<br />
hombros—; cuéntanos.<br />
Emigdio se había enfadado al fin, y a duras penas pudimos contentarlo. Unas copas de<br />
vino y algunos cigarros ratificaron nuestro armisticio. Sobre el vino observó nuestro<br />
paisano que era mejor el de naranja que hacían en Buga, y el anisete verde de la venta<br />
de Paporrina. Los cigarros de Ambalema le parecieron inferiores a los que aforrados en<br />
hojas secas de plátano y perfumados con otras de higo y de naranjo picadas, traía él en<br />
los bolsillos.<br />
Pasados dos días, estaba ya nuestro Telémaco vestido convenientemente y acicalado por<br />
el maestro Hilario; y aunque su ropa a la moda le incomodaba y las botas nuevas le<br />
hacían ver candelillas, hubo de sujetarse, estimulado por la vanidad y por Carlos, a lo<br />
que él llamaba un martirio.<br />
Establecido en la casa de asistencia que habitábamos nosotros, nos divertía en las horas<br />
de sobremesa refiriendo a nuestras caseras las aventuras de su viaje y emitiendo<br />
concepto sobre todo lo que le había llamado la atención en la ciudad. En la calle era<br />
diferente, pues nos veíamos en la necesidad de abandonarlo a su propia suerte, o sea a la<br />
jovial impertinencia de los talabarteros y buhoneros, que corrían a sitiarlo apenas lo<br />
divisaban, para ofrecerle sillas chocontanas, arretrancas, zamarros, frenos y mil<br />
baratijas.<br />
Por fortuna ya había terminado Emigdio todas sus compras cuando vino a saber que la<br />
hija de la señora de la casa, muchacha despabilada, despreocupadilla y reidora, se moría<br />
por él.<br />
Carlos, sin pararse en barras, logró convencerlo de que Micaelina había desdeñado hasta<br />
entonces los galanteos de todos los comensales; pero el diablo, que no duerme, hizo que<br />
Emigdio sorprendiese en chicoleos una noche en el comedor a su cabrión y a su amada,<br />
cuando creían dormido al infeliz, pues eran las diez, hora en que solía hallarse él en su<br />
tercer sueño; costumbre que justificaba madrugando siempre, aunque fuese tiritando de<br />
frío.<br />
Visto por Emigdio lo que vio y oído lo que oyó, que ojalá para su reposo y el nuestro<br />
nada hubiese visto ni oído, pensó solamente en acelerar su marcha.<br />
Como no tenía queja de mí, hízome sus confidencias la noche víspera del viaje,<br />
diciéndome, entre otros muchos desahogos:<br />
—En Bogotá no hay señoras: éstas son todas unas... coquetas de siete suelas. Cuando<br />
ésta lo ha hecho, ¿qué se espera? Estoy hasta por no despedirme de ella. ¡Qué caray!, no<br />
hay nada como las muchachas de nuestra tierra; aquí no hay sino peligros. Ya ves a<br />
Carlos: anda hecho un altar de corpus, se acuesta a las once de la noche y está más<br />
fullero5 que nunca. Déjalo estar; que yo se lo haré saber a don Chomo para que le ponga<br />
la ceniza. Me admira verte a ti pensando tan sólo en tus estudios.<br />
Partió pues Emigdio, y con él la diversión de Carlos y de Micaelina.