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La sirena varada: Año II, Número 9

El noveno número de "La Sirena Varada: Revista literaria"

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Su cuerpo fue hallado en medio<br />

de la calle. Tenía el rostro irreconocible,<br />

agujereado y cubierto de<br />

sangre. Augusta lo encontró. Por fortuna,<br />

no se supo que lo tocaran, sino con<br />

una vara lograron girar el cuerpo boca<br />

arriba. El alarido desgarrador de su<br />

madre verificó su identidad. Sin terror<br />

a contagiarse, su amor materno le dio<br />

los suficientes bríos para cargarlo hasta<br />

su casa y darle un entierro decoroso.<br />

<strong>La</strong> señora se enclaustró más por el dolor<br />

que por prevención, al fin ya había<br />

llorado encima del cuerpo de su hijo.<br />

Era una moribunda y sería en cuestión<br />

de días. En un periquete, sin excepción,<br />

todos huimos y nos recluimos en nuestras<br />

viviendas. Los rumores eran ciertos.<br />

Había llegado. El pánico era excesivo.<br />

Sin cordialidad y rauda se filtraba a través<br />

de las ventanas, puertas y orificios<br />

de quienes no habían reforzado estos<br />

con pañuelos apilados en las cavidades.<br />

Nosotros vivíamos en la parte alta,<br />

desde ahí vimos cómo se apagaban las<br />

luces de algunas casas, otras no volvieron<br />

a encenderse. Los alcanzó. Se murmuraba<br />

que su impacto sería catastrófico,<br />

incluso que podría extinguir toda<br />

forma viviente del planeta. Teníamos<br />

la esperanza de subsistir, participar en<br />

el nuevo restablecimiento mundial.<br />

Desperté antes del amanecer, no sentí<br />

a Augusta a mi lado. Sin la intención<br />

de encontrar algo, me asomé por la ventana.<br />

Ella recogía unas flores en el jardín.<br />

El enfurecimiento me despabiló. Le grité<br />

y asustada corrió a la casa. Adusto le recriminé<br />

su aventura. Sin atender lo que<br />

yo decía, ella rompió en llanto.<br />

—Cuando lo encontré, quise ayudarlo<br />

¡Lo toqué, pero ya estaba muerto!<br />

Su confesión me paralizó. Durante<br />

todo el día permanecí encerrado en<br />

nuestra habitación. Afligido entre pensamientos<br />

de muerte. Ella pasó la tarde<br />

tirada en sillón embebida en delirios<br />

de la existencia, tomando infusión. Al<br />

anochecer entró y exhausta se tumbó<br />

en la cama. Me percaté que dormía imperturbable<br />

y su indolencia me arrulló.<br />

Un estruendo nos despertó. Un tanque<br />

del ejército llegaba. Sentimos toda la<br />

tensión del ayer disiparse y la ilusión<br />

de pertenecer a una humanidad reformada<br />

nos avivó. Estábamos salvados.<br />

Esperábamos órdenes de aquella máquina<br />

de combate, adheridos a la ventana,<br />

sin abrirla. Junto la proyección<br />

de primeros rayos solares se emitió el<br />

siguiente anuncio:<br />

—Estimados pobladores, el gobierno<br />

de la república les recuerda que su<br />

prioridad son ustedes, y su seguridad<br />

es fundamental para nosotros. Hemos<br />

agotado los recursos para rescatarlos,<br />

sin embargo, esta área es considerada<br />

zona de riesgo. Lo lamentamos. Reiterando<br />

nuestro compromiso, esta caja<br />

de medicamentos les ayudará a disminuir<br />

los dolores mortíferos de la agonía.<br />

Han sido excelentes ciudadanos.<br />

Antes de marcharse, el tanque aventó<br />

un arcón. Nos desahuciaron. Como<br />

nosotros quién sabe cuántas poblaciones<br />

habrían declarado en la misma<br />

situación. Yo estaba ensimismado. Augusta<br />

puso un vaso en mi mano.<br />

—No hay nada más qué hacer, vayamos<br />

a pasear. No quiero morir encerrada.<br />

Bebimos un trago profundo de infusión<br />

de ololiuqui y salimos con los ánimos<br />

devueltos. El aire se sentía fresco<br />

desde cualquier sombra. <strong>La</strong> reclusión<br />

nos hizo sensibles a luz del sol, nos pusimos<br />

colorados. Con todo en absoluto<br />

vacío nos sentíamos los dueños de<br />

cada rincón. Eufóricos hicimos el amor,<br />

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