70 DILUVIO PRIMAVERAL Por Gisela Lupiañez
Llueve. Otra vez. En las puntas de las agujas de los pinos las gotas se tambalean indecisas antes de caer. Entre las profundidades oscuras de las ramas brillan sonrisas siniestras, las culpables de que no podamos salir de casa desde hace tres días, el tiempo que lleva cayendo esta lluvia infinita. Selene está sentada en el sillón gris con un libro en las manos, haciendo como que lee, pero los dos sabemos que espera el reporte del clima en la televisión. Cuando aparece el comentarista y explica que el frente de tormenta se mantendrá al menos otros tres días, mostrando imágenes satelitales de la tempestad vista desde el espacio, Selene suspira con desilusión: —Tres días más. Su mirada escapa hacia la ventana, donde las burlonas gotas se deslizan por el cristal. <strong>La</strong>s lágrimas que resbalan por sus mejillas no tienen nada de burlonas. Dejo las latas que estaba abriendo y me acerco a ella secándome las manos con un trapo. Seis días no es demasiado tiempo para uno de estos diluvios primaverales, pero Selene está demasiado frágil. A algunos se les hace difícil resistir el interminable repiqueteo de la lluvia en los techos, el eterno sarcasmo de las gotas de agua desarmándose en los cristales, el embrujo de las sonrisas dentadas ocultas entre las agujas de los pinos. Selene, con sus veintiocho años, ya ha vivido varias tormentas, pero aún así… Me siento a su lado y le quito el control remoto de las manos. Apago el televisor y la obligo a mirarme: —No pasa nada —le digo—. Antes de que nos demos cuenta vuelve el sol. Apenas termine la lluvia caminamos hasta la Costanera y hacemos un picnic mirando el mar. Ella asiente con la cabeza, para complacerme, y abre de nuevo su libro. Yo vuelvo a la cocina a trastear con mis latas, pero por el rabillo del ojo la descubro hipnotizada por la ventana otra vez. <strong>La</strong>s gotas forman caras sobre el cristal frío: caras sonrientes, caras de pánico, caras terroríficas. Estúpidas gotas. Podría cerrar las cortinas para no ver el mundo sumergido en la niebla brillante de la lluvia de primavera, pero entonces las gotas sacudirían el techo con un sonido ominoso y aterrador. Y en lugar de limitarse a formar rostros sobre los cristales los golpearían con fuerza. Estúpidas gotas. Quieren que las veamos. Quieren que enloquezcamos. Quieren que salgamos. <strong>La</strong> mayoría de nosotros logra mantenerse sereno mientras llueve. Vivimos preparados para la posibilidad de cuatro días, seis, ocho, de lluvia ininterrumpida. Nuestros sótanos están repletos de comida envasada, agua en bidones, remedios, botiquines de primeros auxilios, mazos de cartas y juegos de mesa, libros. Pero siempre hay alguien que enloquece: empieza a sentir que las paredes lo ahogan y que la reluciente transparencia tras los cristales lo llama sin pausa. Cada tormenta deja como saldo una decena de muertos. Por eso no le saco el ojo de encima a Selene. Ahora ha dejado el libro sobre la mesita de centro, y sigue el recorrido de las gotas en el cristal de la ventana. El televisor está encendido otra vez y en la pantalla se repiten diferentes imágenes satelitales de la megatormenta. <strong>La</strong> mirada de Selene salta de la ventana al televisor, de nuevo a la ventana, televisor, ventana… Estoy por acercarme a ella para quitarle de una vez el maldito control remoto y traerla a la mesa de la 71
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