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La sirena varada: Año II, Número 9

El noveno número de "La Sirena Varada: Revista literaria"

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Llueve. Otra vez. En las puntas de<br />

las agujas de los pinos las gotas<br />

se tambalean indecisas antes de<br />

caer. Entre las profundidades oscuras<br />

de las ramas brillan sonrisas siniestras,<br />

las culpables de que no podamos salir<br />

de casa desde hace tres días, el tiempo<br />

que lleva cayendo esta lluvia infinita.<br />

Selene está sentada en el sillón gris<br />

con un libro en las manos, haciendo<br />

como que lee, pero los dos sabemos<br />

que espera el reporte del clima en la televisión.<br />

Cuando aparece el comentarista<br />

y explica que el frente de tormenta<br />

se mantendrá al menos otros tres días,<br />

mostrando imágenes satelitales de la<br />

tempestad vista desde el espacio, Selene<br />

suspira con desilusión:<br />

—Tres días más.<br />

Su mirada escapa hacia la ventana,<br />

donde las burlonas gotas se deslizan por<br />

el cristal. <strong>La</strong>s lágrimas que resbalan por<br />

sus mejillas no tienen nada de burlonas.<br />

Dejo las latas que estaba abriendo y<br />

me acerco a ella secándome las manos<br />

con un trapo. Seis días no es demasiado<br />

tiempo para uno de estos diluvios<br />

primaverales, pero Selene está demasiado<br />

frágil. A algunos se les hace difícil<br />

resistir el interminable repiqueteo de la<br />

lluvia en los techos, el eterno sarcasmo<br />

de las gotas de agua desarmándose en<br />

los cristales, el embrujo de las sonrisas<br />

dentadas ocultas entre las agujas de los<br />

pinos. Selene, con sus veintiocho años,<br />

ya ha vivido varias tormentas, pero aún<br />

así… Me siento a su lado y le quito el<br />

control remoto de las manos. Apago el<br />

televisor y la obligo a mirarme:<br />

—No pasa nada —le digo—. Antes de<br />

que nos demos cuenta vuelve el sol.<br />

Apenas termine la lluvia caminamos<br />

hasta la Costanera y hacemos un picnic<br />

mirando el mar.<br />

Ella asiente con la cabeza, para complacerme,<br />

y abre de nuevo su libro. Yo<br />

vuelvo a la cocina a trastear con mis latas,<br />

pero por el rabillo del ojo la descubro<br />

hipnotizada por la ventana otra vez.<br />

<strong>La</strong>s gotas forman caras sobre el cristal<br />

frío: caras sonrientes, caras de pánico,<br />

caras terroríficas. Estúpidas gotas.<br />

Podría cerrar las cortinas para no ver<br />

el mundo sumergido en la niebla brillante<br />

de la lluvia de primavera, pero<br />

entonces las gotas sacudirían el techo<br />

con un sonido ominoso y aterrador. Y<br />

en lugar de limitarse a formar rostros<br />

sobre los cristales los golpearían con<br />

fuerza. Estúpidas gotas. Quieren que<br />

las veamos. Quieren que enloquezcamos.<br />

Quieren que salgamos.<br />

<strong>La</strong> mayoría de nosotros logra mantenerse<br />

sereno mientras llueve. Vivimos<br />

preparados para la posibilidad de cuatro<br />

días, seis, ocho, de lluvia ininterrumpida.<br />

Nuestros sótanos están repletos<br />

de comida envasada, agua en bidones,<br />

remedios, botiquines de primeros auxilios,<br />

mazos de cartas y juegos de mesa,<br />

libros. Pero siempre hay alguien que<br />

enloquece: empieza a sentir que las<br />

paredes lo ahogan y que la reluciente<br />

transparencia tras los cristales lo llama<br />

sin pausa. Cada tormenta deja como<br />

saldo una decena de muertos. Por eso<br />

no le saco el ojo de encima a Selene.<br />

Ahora ha dejado el libro sobre la mesita<br />

de centro, y sigue el recorrido de<br />

las gotas en el cristal de la ventana. El<br />

televisor está encendido otra vez y en<br />

la pantalla se repiten diferentes imágenes<br />

satelitales de la megatormenta. <strong>La</strong><br />

mirada de Selene salta de la ventana al<br />

televisor, de nuevo a la ventana, televisor,<br />

ventana… Estoy por acercarme a<br />

ella para quitarle de una vez el maldito<br />

control remoto y traerla a la mesa de la<br />

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