46 SELFIES Por Jorge Hugo Veneciano
A cambio de una vida, apenas un archipiélago de imágenes, una sucesión de selfies. De instantáneas jubilosas encaramadas sobre una montaña de pesares. <strong>La</strong> Sole tiene diecinueve años. A veces, cuando el desamparo la agarra con la guardia baja, pareciera que menos, y a punto de quebrarse. Otras veces, cuando se recompone, pareciera que más. Ataviada sólo con una minúscula tanga roja que dibuja el contorno suave de sus glúteos morenos, la Sole se acomoda ante el espejo el pelo negro y vuelve a sonreír para sí. Aunque —ella lo sabe—, también para otros. <strong>La</strong>rgo y sedoso, el cabello se derrama sobre los hombros desnudos y la primera elevación de los senos cargados de leche. Practica gestos, sonrisas, miradas ingenuas, caritas pícaras, enojos y trompitas. El crío vuelve a llorar y asoma las manitas por sobre el borde de la cuna despintada. Se vuelve hacia él con una mezcla de fastidio y ternura, lo levanta y se lo prende a la teta hinchada sin ocultar su impaciencia. Al cabo de unos minutos el bebé se duerme nuevamente y la Sole lo regresa a la cuna. El cuarto es asfixiante. A sus dimensiones reducidas se suma el desorden y una atmósfera de encierro. Selfies. Imágenes. <strong>La</strong> vida como fogonazos. <strong>La</strong> cama de una plaza destendida. <strong>La</strong> cuna contra la pared, sobre una gastada cajonera. Dos banquetas con el tapizado rajado, cubiertas por ropa sucia. El eco de los gritos de Alcira, su madre (¡No me traigás más el pendejo para que te lo cuide! Como si yo no tuviera demasiado con mis propios quilombos…). Selfies. Imágenes. Cajas con pañales y ropa de bebé. Envases de leche en polvo. Mamaderas y vasos plásticos. En un rincón el televisor encendido permanentemente, porque «aunque el bebé no entienda, lo entretiene, le hace compañía». <strong>La</strong> mirada torva de doña Azcurra, la dueña del cuartucho, por el atraso de dos meses en el alquiler. El secreto anhelo de alcanzar la fama, de aparecer en la tele, aunque sea por un instante. En la pared adyacente a la que está adosada la cama, una improvisada cómoda con el espejo trizado en un costado. Allí la Sole ensaya nuevamente caritas y vuelve a acomodarse el pelo después de repasar con un trapo el pezón succionado por el bebé. Ya lista, recoge el teléfono móvil y dispara media docena de veces hacia su rostro sonriente, cuidando que las tomas no denuncien las paredes descascaradas y húmedas. Cruza luego hasta la mesita con la Tablet y descarga las selfies. <strong>La</strong>s examina una y otra vez, y selecciona las tres que la conforman más para subir al Face. En ese mundo virtual ella, la Sole, es Yénifer Sombra, una jovencita desinhibida que incorpora a diario fotos subidas de tono para cientos de seguidores que vuelcan comentarios que oscilan inexorablemente entre la vulgaridad y lo bizarro. Es en esos momentos cuando la Sole duda y quiere ser Yénifer, sólo Yénifer. <strong>La</strong> de las selfies devoradas por sus seguidores. <strong>La</strong> del «¡Pendeja, mandame por mensaje privado fotitos que me calienten!». «Guacha, subime fotos con la tanguita negra, y vayamos arreglando el precio!». Y entonces se pone la pollerita corta y ceñida color turquesa, un top negro que libera su cintura y aprieta los senos turgentes, con dos botoncitos que nunca prende. Levanta un poco el volumen del televisor antes de salir, para que el crío no la extrañe. Con algo de suerte 47
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