Revista-48Penumbria
¡Bienvenidos a Penumbria 48, nuestro primer número temático del año! También es el primer número donde participan las nuevas autómatas del equipo editorial: Edna Montes y Aglaia Berlutti, y los resultados fueron evidentes: 12 autores y 10 autoras de 7 nacionalidades diferentes (nuestro récord personal): Argentina, México, Venezuela, Perú, España, Honduras y Chile. Aunque en los números temáticos disminuye significativamente la participación, igual de significativo es el incremento en la calidad de los textos, resultando una antología robusta y maravillosa. El Tentáculo de obsidiada se lo llevó Nicolás Oleinizak, con su cuento “Caá Porá”, por contarnos su historia de terror folclórico con un lenguaje muy íntimo. Antes de adentrarse en estos bosques de la locura, los dejamos con un ensayo de Aglaia para saber y entender más sobre esta peculiar forma de contar historias de terror.
¡Bienvenidos a Penumbria 48, nuestro primer número temático del año! También es el primer número donde participan las nuevas autómatas del equipo editorial: Edna Montes y Aglaia Berlutti, y los resultados fueron evidentes: 12 autores y 10 autoras de 7 nacionalidades diferentes (nuestro récord personal): Argentina, México, Venezuela, Perú, España, Honduras
y Chile. Aunque en los números temáticos disminuye significativamente la participación, igual de significativo es el incremento en la calidad de los textos, resultando una antología robusta y maravillosa. El Tentáculo de obsidiada se lo llevó Nicolás Oleinizak, con su cuento “Caá Porá”, por contarnos su historia de terror folclórico con un lenguaje muy íntimo. Antes
de adentrarse en estos bosques de la locura, los dejamos con un ensayo de Aglaia para saber y entender más sobre esta peculiar forma de contar historias de terror.
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VIERNES SANTO
Durante todo el viernes soplan vientos fuertes y el cielo se nubla. Los misioneros no
han dormido nada desde el jueves en la mañana que salieron de la ciudad y las hostias
comienzan a acabarse: así debe de ser. Los hombres y mujeres del pueblo cocinan todo
el día y ponen fuera de sus casas platillos típicos y suculentos: moles, carnitas, nopales
y guisos varios. También aguas frescas y todo tipo de dulces y botanas. Refresco helado
y paletas de hielo. Nada de esto toman los misioneros: conocen muy bien el horror que
seguiría por palabras y advertencias del padre Faustino. Pero, a la vez, si la razón de no
consumir los alimentos es impulsada por miedo en vez de amor a Dios y sus ritos, poco a
poco la piel se les llena de llagas a los misioneros: quien ha conocido a Dios, no encuentra
nada suculento en este mundo más que el propio amor de Dios.
Al ponerse el sol, comienza la velada. Los misioneros con llagas deben enterrar
pequeñas cruces de hierro en ellas y cubrirlas con vendas empapadas en santo crisma.
Han llegado a consumir la mayoría de las hostias, y el sacerdote separa la última para
sostenerla con sus manos en alto por la velada, en la plaza del pueblo. Alrededor, la gente
forma un círculo donde gime y ladra como animales, traen cruces y crucifijos de maderas
y los arrojan alrededor del sacerdote y los misioneros con sus bebés, además de arrojarles
la comida fría del día y sus propios desperdicios. Todos los objetos de madera comienzan
a sangrar y grandes charcos rojos se forman en todo el pueblo, sobre todo bajo el padre
Faustino, que depende de la fuerza de los misioneros, ayudándolo por turnos a mantener
los brazos en alto desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche. El cansancio vence
a uno de los misioneros más jóvenes y pierde el equilibrio, cayendo de cara en la sangre
que ahora cubre hasta las rodillas el pueblo entero. Los pueblerinos apuran a recogerlo
de inmediato, rasguñándolo, mordiéndolo y comiéndolo: no tiene salvación, perdió la
confianza en Dios que lo hubiera mantenido de pie, como a los demás misioneros.