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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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—¡Agustín, vaya de una vez a sus aposentos!

¡Duerma! O se acabará pisando las ojeras.

—Debería usted guardarse en los suyos,

madre —y dijo madre con mucho retintín y

lanzando un beso con la mano—, y no

mostrarse a hora tan temprana.

—A esta hora son las criadas las que paran en

las habitaciones, oreando las estancias y

componiendo las camas. Tendría que estar

usted despejado, y no yéndose a dormir, hijo

mío —y aquel hijo también sonó a recochineo.

—Para despejada usted, que se atreve a

recibir hombres en esta casa sin que esté

presente mi padre.

No había terminado el jaquetón con chorreras

de decir aquello cuando, de entre las sombras

de la galería que rodeaba el patio, salió un

gigante que bien podría rascar con el índice la

barriga de las nubes. El titán, con la cabeza

afeitada y unas crines en las mejillas que

dejaban en ricillos las de Barbanegra, vigilaba

que se tomaran como órdenes los consejos de

su dueña, Janeczka de Torenka. Agustín se

estremeció por un segundo, pero se obligó a

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