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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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una mansarda en los altos del edificio; desde

allí espiaba la balumba que se iba formando.

Anochecía, pero había hogueras en la calle —

farolas aún no teníamos— y con su resplandor

me llegaba para no perder ripio. En literas

muleras llegaban damitas con sus madres,

escoltadas a pie por los hombres de la casa —

padres, hermanos y cortejos—, cubiertos con

sedas brocadas y tocados con pelucas de dos y

tres bucles. Criados con librea y teas les

alumbraban el camino. De La Ciudad bajaron

calesas que descargaron a fiscales de la

Audiencia alérgicos al roce y a ingenieros

militares sin ganas de medir las calles. Los

leguleyos se hacían traer en sillas de manos

que alquilaban en la Plaza de la Harina; y los

clérigos bajaban en mulas con jaeces festivos.

Unos se apeaban alzando la barbilla y

mostrando las narinas velludas y los otros

bendiciendo.

El padre Verboso era uno de estos. Dejaba que

las damiselas le besaran la mano, como si

fuera un cardenal, y les guiñaba el ojo a las de

los picos pardos, que le sonreían de lejos con

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